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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (38 page)

BOOK: L’épicerie
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André se limitó a fruncir los labios con la mirada fija en el parabrisas.

Christian arrancó a toda velocidad, haciendo que la gravilla bajo las ruedas saliera disparada.

—Todo es culpa mía —oyó murmurar a su madre a sus espaldas, con voz temblorosa, mientras alargaba un brazo para coger la mano de Chloé—. Lo siento muchísimo.

Christian no dijo nada. Ya le parecía bastante horrible que su toro hubiera estado a punto de matar a Chloé, pero ahora su familia aparentemente era responsable de haber permitido que el violento ex marido de Stephanie volviera a entrar en su vida. Con esos pensamientos, pisó a fondo el acelerador.

Ahora verían de lo que era verdaderamente capaz aquella vieja tartana. No tenían nada que perder.

• • •

Fabian aterrizó en el suelo del dormitorio con un ruido sordo, haciendo una mueca de dolor debido al impacto, absorbido por la cadera herida. Permaneció allí agazapado, escuchando para comprobar si su llegada había sido advertida y examinar la estancia en la que se encontraba.

Era el cuarto de Chloé. El piso de abajo había demostrado ser infranqueable: las puertas estaban cerradas con llave y los postigos tenían pasado el pestillo. Pero en uno de los dormitorios, el que estaba más cerca del roble, las ventanas estaban abiertas de par en par, y unas cortinas de un alegre color amarillo ondeaban al viento a través de ellas. Descartó la idea de escalar por el árbol, y en lugar de eso decidió asaltar el cobertizo de Stephanie, en la que sería la primera acción criminal de su vida, para coger una escalera de mano. Aunque su indumentaria no era la más adecuada, puesto que los pantalones cortos de lycra y el jersey de ciclismo le ofrecían escasa protección, subió por la escalera. Las calas de las zapatillas de ciclismo resbalaban en los travesaños de metal. Al saltar por encima del alféizar de la ventana oyó al hombre enfurecido gritando a Stephanie en la planta de abajo.

Era un sonido virulento. Primitivo. Algo que Fabian nunca antes había escuchado.

Y al mirar a su alrededor, el cuarto de Chloé le contó la historia del tornado de violencia que había asolado la casa: tiras de papel de los pósters arrancados esparcidas por el suelo, el armario volcado, un espejo hecho añicos, el marco de la puerta destrozado y el anuncio esmaltado que Chloé había cogido de la tienda, ahora abollado y combado.

Fabian apretó la mandíbula y se arrastró por la habitación, avanzando lentamente pegado a la pared hasta llegar al rellano. Más abajo se intuía la oscuridad artificial del espacio cerrado. Al bajar por las escaleras dejaría de estar a cubierto, perfectamente visible debido a que la luz del sol que entraba por el cuarto de Chloé actuaba como un foco. Tendría que ser muy cuidadoso.

—¡Mira que contarle todas esas mentiras! —El hombre seguía gritando, y sus palabras llegaban claramente a oídos de Fabian, ahora situado en la parte superior de las escaleras.

Fabian también pudo oír a Stephanie. Un débil gimoteo que le dejó helado.

Avanzó de puntillas, bajando sigilosamente las escaleras, con las palmas de las manos y el cuerpo pegados a la pared, con la esperanza de no ser visto. Le pareció que pasaba una eternidad antes de poder ver nada, pero finalmente, en la penumbra, pudo distinguir una maleta abierta al lado del sofá, y prendas de vestir esparcidas a su alrededor como si alguien la hubiera vaciado desde mucha altura. También vislumbró el libro de gimnasia tan preciado de Chloé, tirado en el suelo con el lomo doblado hacia atrás.

No pudo ver a Stephanie hasta que llegó al último tramo de escaleras. Estaba tumbada de espaldas, reptando hacia la puerta de la cocina, y su atacante estaba de pie sobre ella como un cazador dispuesto a dar el golpe de gracia, impidiendo con sus anchas espaldas que pudiera ver a Fabian.

Fabian bajó los últimos escalones y se quedó paralizado cuando uno de ellos crujió bajo su peso.

Pero el hombre seguía ajeno a su avance. Tenía el puño enredado en los hermosos cabellos pelirrojos de Stephanie. Tiró de ellos para hacerle levantar la cabeza, y Fabian pudo ver las baldosas de terracota teñidas de escarlata bajo ella.

Stephanie estaba sangrando. Abundantemente.

El hombre le susurró algo al oído y volvió a arrojarla al suelo, y el ruido del cráneo al chocar contra la dura superficie hizo que Fabian tuviera arcadas. Entonces vio que Stephanie se giraba, tanteando en busca de algo, y de inmediato su atacante levantó un pie y aplastó con todo el peso de su cuerpo su brazo estirado, vulnerable. Un grito rasgó el aire y Fabian vio al hombre recoger del suelo la navaja que Stephanie había intentado coger a tientas. Entonces supo que tenía que actuar.

Con un rápido movimiento Fabian salió a la luz, cogió el libro de Chloé y cruzó la estancia a toda velocidad, resbalando sobre los azulejos debido a las calas de sus zapatillas, para abalanzarse sobre el ex marido de Stephanie con un alarido que surgía de lo más profundo de su corazón. Agarró el libro con ambas manos y cogiendo impulso golpeó al hombre con todas sus fuerzas. En los brazos pudo sentir la vibración producida cuando el grueso tomo dio de lleno al hombre en un lado de la cabeza, derribándolo al suelo. Pero las zapatillas de ciclista no pudieron resistir el ímpetu con el que asestó el golpe, y los pies de Fabian salieron despedidos hacia adelante. Aterrizó con un fuerte impacto, y al dar con la espalda en el suelo se quedó sin aire en los pulmones.

—¡Fabian! —Stephanie respiraba con dificultad, jadeando por el dolor, con el brazo izquierdo colgando inerte al costado—. ¡Ten cuidado!

Pero no fue lo bastante rápido. Su adversario ya se había puesto en pie y estaba rugiendo, como poseído, avanzando como una furia hacia ellos, blandiendo la navaja y preparado para atacar.

—¡Tú! —dijo con un bramido señalando al parisino postrado en el suelo—. ¡Debería haberte matado cuando tuve ocasión!

—¡Fabian! —volvió a gritar Stephanie, esta vez mirándole fijamente a los ojos, como si supiera que estaban a punto de morir juntos.

El tiempo pareció detenerse. Fabian pudo ver al hombre aproximarse y los destellos de la hoja de metal, pero no podía moverse. Se dio cuenta de que la boca de Stephanie parecía articular un grito, pero no pudo oír ningún sonido.

Solo era consciente de que sentía un bulto incómodo a la altura de las lumbares que le irritaba sobremanera. Como si estuviera en la playa y hubiera puesto su toalla encima de una piedra.

Sin pensarlo, se llevó la mano al bolsillo de atrás como si su cuerpo hubiera deducido antes que su cerebro qué era aquel bulto molesto. Y cuando el cazador se inclinó sobre él con los ojos ensombrecidos por la ira, acercando la punta de la navaja peligrosamente a su garganta, Fabian vio emerger su propia mano apretando fuertemente un pequeño cilindro plateado.

Apretó el botón y vio salir un chorro de líquido que aterrizó en la cara del hombre.

El efecto fue inmediato.

El hombre se alejó tambaleándose con un aullido, debido al escozor causado por el aerosol de pimienta, y al retroceder dando tumbos a ciegas, Stephanie empleó la poca energía que le quedaba para agarrarle por una pierna y hacerle caer al suelo.

—El cajón de arriba —gritó Stephanie mientras el hombre se retorcía de dolor, llevándose los dedos a los ojos irritados—. ¡Rápido!

Y Fabian se puso en pie en cuestión de segundos.

—Quedaos en el coche. ¡Todos! —ordenó Christian al tiempo que saltaba del Panda y corría hacia la casa.

Sus palabras habrían surtido idéntico efecto de haber estado dirigidas a
Sarko
el toro.

—Chloé, dame la mano —insistió Josephine, mientras ambas abandonaban el asiento trasero y corrían a ocultarse detrás de la furgoneta de Stephanie.

—¡Prueba a abrir la puerta! —gritó André, ya en el exterior con el rifle apoyado en el hombro—. Te cubriré.

—¡Buen Dios! ¡Veis demasiada televisión! —Christian sacudió la cabeza en señal de desesperación—. ¿Qué os habéis creído que es esto?
¿CSI?

Intentó forzar el picaporte en vano, y acababa de dar un paso atrás para considerar las posibles opciones cuando un grito rasgó el silencio haciendo que todos se sobresaltaran. Parecía una voz de hombre. Pero Christian no podía estar seguro.

—¡Mamá! —gritó Chloé, forcejeando por escapar de la mano firme de Josephine—. ¡Christian, tienes que salvar a mamá!

Christian sabía que la niña tenía razón.

Respiró hondo, hizo acopio de todas sus fuerzas y luego corrió todo lo que le daban las piernas hacia la puerta. El hombro fue lo primero que colisionó con la madera, seguido del peso de toda su corpulencia. La puerta protestó con un crujido, pero no cedió.

—¿Quieres que dispare a la cerradura? —preguntó André, con un dedo moviéndose nervioso sobre el gatillo.

—¡No! Quédate ahí y déjame coger carrerilla.

Christian fue hasta la carretera, hizo un par de rotaciones con el cuello para prepararse y luego echó a correr, concentrado en la barrera ante él. Chocó contra la puerta a gran velocidad y oyó con satisfacción el rechinar de las bisagras al ser arrancadas de su lugar. Y con un gran estruendo, la puerta de madera de nogal que su abuela había elegido con tanto cariño hacía más de medio siglo cayó al suelo con el enorme granjero encima, como si fuera un surfista adentrándose en el mar.

Se dio cuenta vagamente de que André pasaba por encima de él para entrar en la casa, rifle en mano.

—¡No dispares! —dijo una voz que Christian reconoció de inmediato, y alzó la cara para ver a Fabian sentado en el suelo, apoyado en los armarios de la cocina en un rincón, acunando en sus brazos a Stephanie, con la cara hinchada. Bajo su piel blanca se intuía la oscura promesa de varios hematomas, el pelo estaba apelmazado por la sangre y el brazo izquierdo pendía de su cuerpo en un ángulo imposible. Apenas estaba consciente.

—Llama a una ambulancia —ordenó Christian a Josephine, de cuya mano Chloé ya se había liberado para correr al lado de su madre.

—Mamá —gimió, mientras se dejaba caer sobre las rodillas y arrojaba los brazos hacia la maltrecha figura, sin intentar siquiera contener las lágrimas.

Stephanie todavía pudo percibir el cuerpecito que se acurrucaba en el suyo, y hundió la cabeza en la mata de rizos castaños, ignorando el dolor que intentaba arrastrarla al estado inconsciente.

—Eres una niña muy valiente —balbuceó mientras Chloé sollozaba contra su pecho—. Nos has salvado a las dos.

—¿Dónde está? —preguntó Christian, poniéndose en pie.

Fabian señaló hacia un rincón de la cocina y Christian fue hacia allí.

—¿Tú le has hecho eso? —preguntó, sin intentar siquiera disimular su incredulidad en el tono de voz.

Fabian asintió.


Mon Dieu!
—Echó un vistazo al esquelético parisino, con el equipo de ciclismo desgarrado y la sangre filtrándose a través de los pantalones cortos; y luego al bloque robusto que era aquel hombre que yacía atado en el suelo como un cerdo preparado para la matanza, con los ojos hinchados, la nariz rota y llorando a lágrima viva.

—¿Qué arma has utilizado? —preguntó Christian mientras André hacía guardia, apuntando con el rifle a la figura que se retorcía de dolor.

—El libro de Chloé, un poco de repelente para perros y cordel de jardinería —replicó Fabian orgulloso, al tiempo que Christian asentía impresionado.

—¡Gracias a Dios estáis todos a salvo! —dijo una voz familiar desde el umbral, y las tres mujeres, todavía bajo los efectos de la adrenalina debido al rápido ascenso por la carretera de Picarets, irrumpieron en la casa.

—Id a buscar un poco de agua —ordenó Véronique mientras empezaba a atender a Stephanie con un trapo de cocina y Annie apartaba con delicadeza a Chloé de los brazos de su madre.

—Nos teníais muy preocupadas —dijo apasionadamente, al tiempo que abrazaba a la niña, embargada por una sensación de alivio mucho más agradable que la cafeína—. Esa llamada telefónica… —Se estremeció y abrazó a Chloé aún con más fuerza—. ¿Cómo demonios pudiste escapar?

—Salté por la ventana —explicó Chloé, echando la cabeza hacia atrás para ver el rostro arrugado de Annie—. Lo conseguí, Annie. ¡Ya soy una verdadera acróbata!

Y la anciana la apretó contra su pecho y se aclaró la garganta, restregándose los ojos con el dorso de la mano.

—Creo que el aerosol de pimienta ha alcanzado los ojos de Annie —dijo Christian riendo mientras ayudaba a Fabian a levantarse del suelo, quien hizo un gesto de dolor cuando Josette examinó preocupada la herida de la cadera—. Pero si Chloé saltó por la ventana —prosiguió el granjero—, ¿cómo demonios pudiste entrar?

—Usé una escalera.

—¡Oh! —Christian volvió la vista hacia la puerta destrozada y se rascó la cabeza arrepentido, mientras su madre le miraba simulando estar disgustada.

—Menos mal que conoces a la casera —murmuró Stephanie con una débil sonrisa, al tiempo que el sonido cada vez más audible de las sirenas llenaba la estancia. Apoyó la cabeza en el armario y mientras sentía que se deslizaba en el terreno gris de la inconsciencia, lo último que pensó fue que había mucha gente en la cocina.

Ya no estaba sola, de eso podía estar segura.

Capítulo 20

S
erge Papon, alcalde de Fogas, nunca se había sentido tan feliz de ver la rotonda de Kerkabanac. Al cruzar el río Salat y tomar el desvío hacia el valle que conducía a Fogas se sintió como si ya estuviera en casa.

Había pasado tres meses con su familia, cuyos miembros, cargados de buenas intenciones, se habían mostrado preocupados por su estado de ánimo y habían intentado compensar la pérdida de su mujer. Todavía no se había acostumbrado a esa expresión: la pérdida de su mujer. Como si fuera culpa suya que el cáncer se hubiera interpuesto entre los dos. Como si hasta cierto punto hubiera sido negligente y hubiera permitido que la enfermedad se la arrebatara.

Y así era exactamente como se había sentido la mayoría de los días al despertarse, cuando el tráfico que circulaba por la carretera bajo su dormitorio le arrancaba de los sueños en los que siempre aparecía Thérèse. No podía deshacerse del sentimiento de culpa, pensaba que quizá sus flirteos habían causado la enfermedad, que la muerte de Thérèse era un castigo que le había sido infligido con un coste terrible para ella.

Abrió la ventanilla para dejar entrar el aire ya caliente en el coche, y respiró hondo. Había olvidado lo hermoso que era el valle a principios de mayo. Los árboles que flanqueaban la carretera estaban llenos de hojas, con una gran variedad cromática de verdes recortándose contra el cielo azul, y el río centelleaba bajo el sol de la mañana, precipitándose por las colinas situadas por encima de Massat para confluir con las aguas mucho más abundantes del río Salat.

BOOK: L’épicerie
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