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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (31 page)

BOOK: L’épicerie
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Su vida no tenía sentido.

Ahora llovía con fuerza. El agua venía de costado, de su derecha, empujada por el viento racheado procedente de los picos más altos. El agua le empapaba a través de la fina lycra ahora adherida a su cuerpo, y resbalaba chorreando por su cara. Realmente lo más sensato era dar media vuelta. Saber perder.

Sin embargo, Fabian se limitó a agachar la cabeza y seguir pedaleando, como si una pequeña parte de sí mismo se regocijara en aquella manifestación tangible de su sufrimiento que los elementos habían ofrecido tan amablemente.

Sus gafas de sol le salvaron.

Debido al calor corporal generado por el ejercicio y las temperaturas ahora más frías, las gafas empezaron a empañarse. Alzó la cabeza para limpiárselas con un guante y entonces la vio, surgiendo de la nada.

Una furgoneta Renault verde.

Había girado hacia la parte de la carretera en la que se encontraba Fabian, y estaba tan cerca que incluso pudo ver la cabeza de cabellos oscuros del conductor por encima de una chaqueta de camuflaje.

Y no parecía que tuviera intención de detener el vehículo.

Fabian no tenía demasiadas opciones. Accionó los frenos y viró bruscamente a la derecha, para abandonar el asfalto y adentrarse con su bicicleta en la hierba empapada. Cuando las ruedas derraparon en la resbaladiza superficie oyó el impacto producido por la furgoneta al chocar contra su rueda trasera, haciendo que la bici saliera por los aires y Fabian cayera enredado en la maraña de metal.

Se quedó unos cuantos segundos allí tirado, con la mitad del cuerpo en la carretera, la otra sobre la hierba, percibiendo el dolor pero no muy seguro de su procedencia. El olor amargo del asfalto mojado alcanzó de pronto sus fosas nasales y entonces reparó en el hilillo de sangre caliente que manaba de una de sus piernas.

¿Qué era lo que acababa de pasar?

Abrió un ojo y vio cómo la Renault daba tumbos a través del prado hasta volver al asfalto, dejando una estela de profundas roderas en el barro. Se detuvo a poca distancia, ahora debido a la leve curva que trazaba la carretera, y oyó al conductor cambiar la marcha y luego un agudo chirrido, señal inequívoca de que regresaba marcha atrás.

Gracias a Dios. Volvía para comprobar cómo estaba. Menos mal, porque no creía poder volver a casa en ese estado.

Vio la furgoneta acercarse a través de la lluvia torrencial para después detenerse a no más de veinte metros de distancia. Fabian esperaba que se abriera la puerta y que saliera alguien.

Pero solo oyó el ruido del motor al ralentí.

Levantó la cabeza y al momento se sintió mareado, los contornos de su campo de visión borrosos. ¿Por qué tardaba tanto?

Entonces la furgoneta empezó de nuevo a moverse. A dirigirse marcha atrás hacia él. Muy rápido.

¿Acaso el conductor no lo había visto? ¿Es que no sabía que había alguien tendido en la carretera justo detrás de la furgoneta?

Fabian sintió pánico, y la adrenalina le hizo concentrarse en liberar su escuálido cuerpo de la bicicleta. Pero la zapatilla izquierda se negó a desengancharse del pedal, y por mucho que retorció el pie no podía desasirse. Desesperado al ver la furgoneta aproximándose zarandeó la bicicleta, con los pulmones desgarrados por la respiración agitada y las manos aferradas en vano al metal. Y entonces lo comprendió todo con nítida claridad.

Iba a morir.

Cerró los ojos, y le vinieron a los labios fragmentos de oraciones olvidadas hace tiempo, y ante él espontáneamente se hizo vívido el vago recuerdo de Jacques enseñándole a montar en bicicleta, la mano angulosa posada con firmeza en medio de su espalda de niño y después las dos manos empujándole hacia adelante y manteniendo la bicicleta recta.

Acababa de inhalar la primera bocanada de humo del tubo de escape cuando de repente oyó un claxon. Fabian no pudo determinar cuál era su procedencia; algún lugar detrás de él. Pero fue un potente y prolongado bocinazo, y entonces vio parpadear las luces de freno de la furgoneta, demasiado cerca de sus ojos como para que le sirviera de consuelo. Luego vio cómo la furgoneta descendía a toda velocidad por la colina. Su último pensamiento antes de que se hiciera la oscuridad fue que se alegraba de haber atendido el consejo de Josette de no gastar tanto dinero en una bicicleta nueva.

—Cuidado, con mucha suavidad.

—¡Ya tenemos cuidado! ¿Cómo puede alguien tan delgado pesar tanto?

—¿Lo llevamos arriba?

—Sí, la cama está lista.

Fabian oía vagamente las voces amortiguadas, como si estuviera bajo el agua. Intentó responder, dar las gracias a quienquiera que fuese, pero solo pudo emitir un gemido.

—¡Ojo! ¡Le estáis haciendo daño!

—¡Caray, ya me duelen los brazos! ¿No podemos dejarlo en el bar?

—No falta mucho.

Las escaleras. Su cuerpo balanceándose de un lado a otro mientras lo llevaban al piso de arriba, el aliento con un fuerte olor a ajo en su cara y el ruido de alguien resollando por el esfuerzo cerca de sus oídos.

—¡Deberías haber dejado de fumar antes!

La voz de un hombre provocando la risa de una mujer.

Y luego notó que lo depositaban en una cama blanda, con una almohada fría bajo la cabeza. Lo taparon con mantas y una mano familiar le retiró el cabello de la frente.

—Le dejaremos descansar. El médico ha dicho que pasará más tarde para ver cómo está.

Enseguida, las voces se fueron apagando y Fabian oyó el ruido de pasos en las escaleras, y luego el silencio. Y la bendición del sueño.

—¡No puedo creer que el conductor se diera a la fuga! —declaró Josette mientras servía sendas cervezas a Paul y René, moviendo la cabeza de un lado a otro en señal de disgusto.

—Parecía que se había detenido. Creíamos que iba a salir para ayudarlo. Pero entonces vimos que daba marcha atrás, como si no supiera que Fabian estaba allí.

—Entonces hice sonar el claxon.

—¡Y bien que hiciste! —dijo René propinándole una palmada en la espalda que hizo resoplar al inglés.

—¿Fue esa furgoneta Renault la que chocó con él?

René y Paul se encogieron de hombros.

—No lo vimos.

—No sé si no sería mejor llamar a la policía —dijo Josette.

—Yo esperaría hasta poder hablar con Fabian —aconsejó René—. Por lo que sabemos, se cayó de la bicicleta debido a la lluvia y el conductor de la Renault simplemente se disponía a ayudarle.

—Supongo que podría ser cierto. —Josette limpió la barra con un paño, con expresión preocupada—. Por suerte no parece muy grave. El rasguño en la cadera es lo único que no tiene buena pinta.

—¡Creo que no va a poder subirse a la bicicleta durante un tiempo! A menos que compre un cambio de marchas y ruedas nuevas.

—No sé cómo daros las gracias —dijo Josette con voz temblorosa, al recordar la impactante visión de Fabian inconsciente cuando lo llevaron al bar.

—Por suerte no encontramos setas y por eso volvíamos tan pronto a casa.

—¿Buscabais setas? —preguntó Josette bruscamente.

Paul asintió, pero René guardó silencio.

—¿Dónde?

—Cerca de… ¡ay! —Paul se llevó la mano al tobillo y miró con perplejidad a René, que le estaba lanzando una mirada fulminante.

—¡Ya conoces las normas! —dijo René al inglés con un bufido.

—¿Ni siquiera a Josette?

—Ni siquiera a Josette.

Paul se volvió hacia Josette esbozando una sonrisa de disculpa.

—Perdona. No puedo decírtelo. Si no, René volverá a darme una patada.

—No pasa nada. Lo entiendo. Es una lástima —dijo Josette maliciosamente.

—¿Qué es una lástima? —preguntó Paul.

—Verás, si me lo dijeras podría confirmarte si es el mejor lugar en Fogas para buscar setas.

—No le hagas caso —advirtió René—. Solo está intentando engañarte para que reveles el secreto, que ha sido guardado por la familia Piquemal durante generaciones. Su gente ha intentado averiguarlo durante años. ¡Pues no te lo dirá, Josette!

Paul se rio y apuró la cerveza.

—¡Los franceses! ¡Estáis obsesionados con las setas! Tengo que volver al trabajo.

Salió lentamente del bar seguido de René, y Josette sonrió a su marido, que había vuelto a su puesto al lado de la ventana. Lo había abandonado durante un día debido al ruido producido por los albañiles, que se habían quedado hasta muy tarde para colgar los últimos anaqueles, en un esfuerzo por acabar definitivamente con las obras.

—Casi consigo que cante —dijo con una sonrisa al pasar al lado de Jacques—. ¡Tal vez la próxima vez!

Jacques le devolvió la sonrisa, pero enseguida volvió a fruncir el ceño, señalando hacia el techo.

—Iré a ver cómo está —dijo Josette, pero entonces vio que Jacques le indicaba por señas el armario tras los vasos—. No te preocupes, no lo he olvidado.

Josette fue hacia la barra del bar para coger la cajita que había recuperado de aquella alacena hacía cuatro noches. «Por lo menos esto le hará sonreír cuando vuelva en sí», pensó mientras subía las escaleras.

Al despertar, Fabian no sabía dónde estaba.

Los pies le colgaban en el extremo de una pequeña cama individual, que no era la suya, de medida extragrande. Y podía oír los suaves ronquidos de alguien que dormía en la habitación contigua.

Tendido en la cama en plena noche, tardó unos cuantos segundos en recordar lo sucedido.

Estaba en la tienda. Le llevaron allí después del accidente.

¡El accidente!

Se estremeció al rememorar vívidamente los detalles. El chirrido de la furgoneta. El olor del asfalto. El regusto del miedo en la parte posterior de la lengua.

Y la sensación de alivio cuando la furgoneta Renault por fin se alejó.

Recordaba vagamente que alguien había cargado con él. Estaba casi seguro de que Paul y René habían sido quienes le habían subido a un coche, y luego por las escaleras. Pero Fabian no había conseguido mantenerse despierto, entraba y salía de un mundo neblinoso de sueño y silencio. Creía poder recordar la voz grave del médico de Massat, pero no sus palabras. No obstante, a juzgar por el vendaje que notaba a través de la tela del pijama, alguien había curado el rasguño de su cadera derecha.

¿Pijama?

Pero si él no tenía pijama.

Alargó un brazo para encender la lámpara de la mesita de noche y, bajo el tenue haz de luz amarilla que iluminaba la cama, inspeccionó su atuendo.

Era un tejido de punto, con botones, un pijama de rayas azules provisto de un bolsillo que le llegaba hasta la mitad de la pantorrilla.

¡Debía de haber sido del tío Jacques!

Volvió a recostarse cuidadosamente sobre la almohada, consciente de que, al levantar la cabeza, había empezado a notar un dolor pulsante. A lo cual había que sumar la sensación de que alguien había pasado por su cadera un rallador de queso.

La buena noticia, sin embargo, era que seguía vivo.

¿Lo estaría, de no haber aparecido Paul y René? ¿Realmente pretendía el conductor de la Renault acabar con él, o simplemente se había acercado marcha atrás para ayudarle, aunque a excesiva velocidad? ¿Era posible que el miedo a las consecuencias de haberlo atropellado hubiera provocado que se diera a la fuga?

Fabian no podía estar seguro. Solo sabía que en esos momentos la actuación del conductor le había parecido aterradora. Y cargada de intencionalidad.

Se volvió hacia la mesita de noche para apagar la lámpara, y sus ojos se posaron en una pequeña caja oblonga, sobre cuya superficie se intuían unas letras difuminadas por el tiempo sobre el desgastado cartón.

—No puede ser… —susurró al cogerla entre sus manos.

Hizo deslizar la tapa y allí estaba: su navaja Opinel, que él creía desaparecida hacía mucho tiempo, y cuyo peso en la palma de la mano traía viejos recuerdos.

La abrió, esperando encontrar manchas de óxido y una hoja roma después de tantos años. Pero estaba como nueva. Obviamente alguien había dedicado mucho tiempo a poner a punto la navaja: el metal brillaba bajo la luz de la lámpara, y al recorrer la hoja cuidadosamente con el dedo se dio cuenta de que acababa de ser afilada.

La cerró con fuerza en el puño y volvió a guardarla en la caja. Luego la metió en el bolsillo del pijama y se tumbó. En cuanto apagó la luz, en cuestión de segundos se quedó dormido.

Capítulo 16

L
a tormenta que había sido prevista con tanta precisión por los avezados residentes de Fogas fue amainando durante la noche. Las nubes se dispersaron y, al amanecer, los afilados picos que separaban Francia de España aparecieron recortados contra el cielo despejado, y en sus escarpadas vertientes refulgieron los últimos vestigios de nieve bajo la luz del sol matinal. Pero aunque la temperatura había descendido considerablemente cuando los entusiastas jardineros, como Alain Rougé, abrieron los postigos inquietos, esperando que hubiera ocurrido lo peor y que las jóvenes plantas que habían cultivado más pronto de lo normal gracias al buen tiempo no hubieran sobrevivido, no encontraron ni rastro de nieve en el suelo. Y solo por eso, mientras se dirigía a La Rivière, Stephanie se sintió profundamente agradecida.

Todavía faltaba una semana para las festividades de los tres santos que, según la tradición, marcaban el fin de las heladas nocturnas y el inicio del calendario de jardinería. Por esa razón, Stephanie también había decidido arriesgarse y celebrar la inauguración de su negocio el domingo, con la esperanza de tener más éxito al adelantarse a los demás.

¡Mañana! Faltaban menos de veinticuatro horas.

No pudo evitar sonreír.

¡Y vaya veinticuatro horas! Había conseguido librarse de trabajar aquel fin de semana en el Auberge. Lorna había comentado que ella no era quién para interponerse en el camino del amor verdadero y, por primera vez en meses, Stephanie tuvo tiempo para ella misma. Chloé pasaría la mañana con los gemelos Rogalle, sin duda aleccionándoles sobre cómo hacer piruetas en el aire, y luego pasaría por casa de Fabian. Había dicho a su madre que no iría a comer porque ya había quedado con su amigo, poniendo énfasis en esa última palabra para dar a entender que la discusión de ayer no estaba del todo zanjada. Pero Stephanie tenía la esperanza de que por la tarde Chloé ya se habría resignado un poco más a la idea de que Fabian nunca llegaría a ser nada más que un amigo.

Porque, por la tarde, Chloé conocería a Pierre.

Llegaría en un par de horas, pero Stephanie prefería llevarlo a las montañas para hacer un picnic, antes de que tuviera que hacer frente a la hostilidad de su hija. Y tener la oportunidad de conocerse mejor antes de que Chloé entrara en escena.

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