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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (35 page)

BOOK: L’épicerie
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—Estarrría mucho más contenta si estuviérrramos allí para saber qué está pasando.


Bonjour!
—Véronique entró en el bar y se quedó atónita al ver a su madre y a Josette ponerse en pie de un salto dando un grito de júbilo. Nunca antes había tenido un recibimiento semejante.

—Pero ¿no ibas a un funerrral?

Véronique se sonrojó.

—En principio sí. Pero hace tan buen día… Además, apenas nos conocíamos. Y me iba a llevar Bernard Mirouze, ¡lo que siempre es una buena razón para no ir! Si tuviera mi propio coche…

Pero a las dos mujeres parecía no importarles aquellas excusas. Se miraban con complicidad y agitaban la cabeza emocionadas.

—¿Sabes dónde está la llave?

—No exactamente, pero no tardaré mucho en encontrarla. —Josette salió corriendo del bar dejando a solas a Véronique, todavía perpleja, con su madre.

—¿Qué pasa?

—Creemos que Stephanie podría estar en peligro.

—¿En peligro? —preguntó Véronique con un tono de incredulidad, echando un vistazo por el bar para comprobar si había acusadores indicios de que hubieran empezado a beber alcohol al mediodía. Pero no vio vasos vacíos ni botellas de cerveza.

—Estamos en Fogas. ¿Qué clase de peligro podría amenazarla?

—Su ex marrrido. Crrreemos que está aquí. Mejor dicho, que hace algún tiempo que anda rondando por aquí.

Y Annie empezó a contarle todo lo que sabía. Cuando llegó a la descripción de la furgoneta que había atropellado a Fabian, Véronique ahogó un grito.

—Oh, no. Esa es la furgoneta que vi en su casa.

—¿Cuándo?

—El día de San Valentín. Acababas de entrar en casa con Chloé y la furgoneta pasó por delante de la granja a una velocidad sospechosamente lenta. Después puso marcha atrás y recuerdo que pensé qué es lo que le habría llamado la atención, porque lo único que había en el jardín era la bicicleta de Chloé…

Véronique vaciló y Annie la asió por el brazo.

—Nos siguió. Ahora lo recuerdo. Durante todo el trrrayecto, hasta llegar a casa.

—Pero ¿qué sentido tendría seguiros a vosotras, si va detrás de Stephanie…?

Madre e hija se miraron horrorizadas.

—¡La tengo! —Josette volvió al bar con una llave reluciente en la mano—. ¿Vamos?

Se detuvo al ver la expresión de terror en el rostro de las dos mujeres del clan Estaque.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Creo que hemos descubierto algo —dijo Annie con gravedad—. No ha venido a porrr Stephanie.

—Si no ha venido a por Stephanie, entonces por qué… —Josette se llevó las manos a la boca—. ¡Chloé!

Annie asintió.

—Ha venido a llevarrrse a Chloé.

Y por primera vez en tantos años como hacía que Josette conocía a su amiga vio lágrimas deslizándose por sus curtidas mejillas.

—Si le pasa algo a esa niña no me lo perrrdonaré nunca —declaró.

Josette cogió una llave que había detrás del mostrador y se la lanzó a Véronique.

—¡Toma! Abre el garaje y saca el coche mientras cierro la tienda.

Las tres mujeres salieron apresuradamente del bar, y Jacques se quedó mirando por la ventana mientras Véronique abría bruscamente las puertas del garaje y sacaba marcha atrás su hermoso Peugeot de color rojo cereza. Bajo otras circunstancias se habría puesto furioso: ¡una mujer conduciendo su coche!

Pero Chloé estaba en peligro. Y si salvarla implicaba que el Peugeot volviera a su sitio sin retrovisores y una enorme abolladura en el parachoques, no le importaba. Lo que fuera mientras esa niña saliera ilesa.

Se aferró al alféizar de la ventana y rogó con todas sus fuerzas para que las mujeres llegaran a tiempo. Era lo único que podía hacer.

Capítulo 18

C
hloé no podía respirar. La mano sólida como una losa adherida a su cara le sellaba la boca y la nariz, anegando sus sentidos con el olor rancio a cerveza amarga y cigarrillos, y notaba el vello de su brazo rascándole la piel.

Al entrar en la casa, el hombre la había agarrado fuertemente, arrastrándola hacia la oscuridad del interior. Mientras sus ojos se esforzaban por adaptarse a la repentina penumbra oyó la llave girando en la cerradura tras ella. La breve visión del tatuaje blanco y negro antes de que la puerta se cerrara era lo único que daba sentido a la pesadilla que estaba viviendo.

El forastero había vuelto a por ella.

Se revolvía y retorcía, intentaba morderlo, darle patadas. Pero el hombre ya lo esperaba y se limitó a izarla con un solo brazo, apretándola contra él con tanta fuerza que Chloé se quedó sin aire en los pulmones y sintió que le dolían las costillas debido a la presión.

—¡Por el amor de Dios! ¡Se va a ahogar!

¡Era Stephanie!

Chloé se quedó paralizada. Su madre también estaba en casa, en las escaleras, con el ojo izquierdo hinchado y rodeado de un círculo negro, en un marcado contraste con la palidez extrema de su piel. A sus pies había una maleta, con la tapa abierta, cuyo contenido estaba desperdigado por el suelo: camisetas, pantalones vaqueros, ropa interior de su madre, la mejor prenda de abrigo de Chloé.

¿Iban a hacer un viaje? ¿Tal vez con Pierre? Pero ¿por qué no le había dicho nada?

Vio el libro tirado en el suelo, las gruesas tapas dobladas hacia atrás, el lomo doblado y, al lado, el móvil de su madre. Destrozado.

Si Chloé no se hubiera dado cuenta del aprieto en el que se encontraban, habría bastado con mirar a los ojos aterrados de Stephanie.

Las advertencias de Jacques estaban fundamentadas.

Sintió que la mano pegada a su cara aflojaba la presión y tomó una bocanada de aire.

—Ni se te ocurra gritar —le siseó el hombre en voz baja al oído, y de nuevo vio el tatuaje cuando giró la muñeca para enseñarle una navaja, con la hoja tan cerca de ella que pudo advertir lo que parecían restos de sangre seca en la punta, con pelos oscuros adheridos a ella.

Un sabor amargo le vino a la boca y luchó por reprimir las ganas de vomitar.

—Chloé. No pasa nada —la voz de su madre parecía tranquila, pero tenía un tono glacial. Le pedía con la mirada que la mirase, pero Chloé no entendía nada. ¿Cómo que no pasaba nada? Aquel hombre, un extraño, iba a matarlas.

Oyó un gimoteo y se dio cuenta, indignada, de que lo había emitido ella. Estaba a punto de llorar. Y ella nunca lloraba. Una cálida lágrima se deslizó por una de sus mejillas.

—¿Es que no vas a presentarnos? —dijo el hombre. Chloé notó su aliento ardiente en la oreja.

¿Presentarlo? ¿Quería eso decir que su madre lo conocía?

La mente de la niña trabajaba frenéticamente para encontrar sentido a todo aquello. Conocía a toda la gente que se relacionaba con su madre, por lo menos de vista. Tal vez se trataba de alguien a quien había conocido hacía poco tiempo y del que no le había hablado. Finalmente, Chloé comprendió.

—Stephanie, ¿no quieres hacer los honores? —volvió a preguntar él, y el nombre de su madre sonó en sus labios como un cristal rasgando una tela de seda.

Pero ella no respondió. Se limitó a hacer una mueca de asco con los labios.

El hombre profirió una risa sarcástica.

—¡Parece que no! Bueno, Chloé, apuesto a que tú sí sabes quién soy.

—Claro que lo sé —espetó Chloé con el máximo desprecio que pudo en su tono de voz—. Tú eres Pierre, el de Internet.

En esta ocasión el hombre echó la cabeza hacia atrás para reír mientras Stephanie hacía una mueca de dolor, como si Chloé la hubiera pellizcado. ¿Se había equivocado? Pero quién si no…

—No está mal, Chloé. Nada mal. Me parece que eres menos inocente que tu madre. Pero no es del todo correcto. —Se acercó aún más a ella hasta que su voz ocupó todo el ámbito de percepción de Chloé—. Soy tu papá. ¿Te acuerdas de mí?

Aquellas palabras fueron pronunciadas con indiferencia en aquella estancia cargada de tensión, y Chloé, que había pasado muchas horas de ocio fantaseando, imaginando aquel preciso momento y la alegría que sentiría al conocer a su padre por fin, de repente deseó morir. Un grito de horror se formó en su interior, pero cuando el primer soplo de aire salió de sus pulmones, la mano volvió a presionar su boca. Alguien llamaba a la puerta.

—¡Silencio! —El cuchillo se hundió en la suave piel de su cuello y Chloé se estremeció—. ¡No quiero trucos, Stephanie! Sea quien sea, líbrate de él. De lo contrario, ya sabes cuáles serán las consecuencias.

Chloé vio a su madre cruzar lentamente el recibidor, sin dejar de mirarla a la cara, y luego alargar los dedos para coger la llave que Bruno tenía en la mano.

Fabian estaba exhausto. Casi no podía bajar de la bicicleta. Le flaquearon las piernas al recorrer la breve distancia hasta la casa de Stephanie. Las manos le temblaban cuando levantó la aldaba de bronce para dejarla caer.

Retrocedió al oír pasos acercándose desde el interior, y luego vio cómo se abría la puerta, apenas una rendija.

—¿Sí? —dijo Stephanie con la voz entrecortada, su cara apenas visible a través de la estrecha ranura.

—Hola… eh… ¿todo bien? —balbuceó Fabian, desconcertado por el tono glacial de la voz de Stephanie.

—Todo bien. —Stephanie ya estaba cerrando la puerta.

—Pero estábamos preocupados por ti —repuso Fabian atropelladamente, intentando que las palabras llegaran a Stephanie antes de que se cerrara la puerta—. Te fuiste de la tienda tan rápido…

¡Zas! Fabian se quedó hablando con la madera de la puerta, con la nariz a pocos centímetros de las fauces del león que era la aldaba, mientras oía la llave girando en la cerradura.

Qué raro. Pero no había que olvidar que se trataba de Stephanie, y su comportamiento no era siempre predecible. Sin embargo, le pareció una reacción desproporcionada incluso para su carácter.

Permaneció unos momentos ante la puerta, atónito, con la mano levantada para volver a llamar. Pero no se atrevió. Lo que menos deseaba era molestarla.

De modo que, en lugar de insistir, dio media vuelta para irse. Fue entonces cuando reparó en las contraventanas cerradas de la planta baja.

Aguijoneado por la curiosidad, rodeó la casa y se asomó por detrás de la esquina.

Allí también las ventanas tenían los postigos cerrados.

¿Era eso normal? ¿Era la reacción de Stephanie normal? Intentó recordar si alguna vez había visto la casa cerrada a cal y canto durante el día, pero le parecía que no.

Permaneció allí inmóvil unos instantes, escuchando. Pero solo pudo oír los chillidos estridentes de los milanos en el cielo y el zumbido distante de una motosierra.

Regresó a la carretera y a la bicicleta con andar cansino. Iría a su casa y llamaría a la tienda. Les diría que lo había intentado. Si Stephanie no le abría la puerta, no podía hacer mucho más.

Pasó la pierna por encima del sillín, y al hacerlo de nuevo volvió a manar la sangre a través de los vendajes. Después echó un último vistazo a la casa.

Era extraño que todas las ventanas estuvieran cerradas.

Lo bastante como para empezar a pedalear en dirección opuesta a su casa. Hacia la colina. Iría a casa de los Dupuy para ver si ya había vuelto Christian. Y si después de hablar con el granjero seguía intranquilo, siempre podrían recurrir a la copia de la llave que tenía Christian para entrar en la casa.

Inició el ascenso, sintiendo con cada rotación un dolor intenso, aunque no era nada comparado con la angustia que sentía en el pecho.

—Ya se ha ido —susurró Stephanie al oír el ruido de las zapatillas de Fabian al engancharse a los pedales, seguido del chirrido de la bicicleta alejándose por la carretera.

El hombre le arrebató la llave a Stephanie y se la guardó en el bolsillo.

Chloé estaba aterrorizada.

Fabian había estado en la puerta de casa. Ahí mismo. Había oído preguntarle a su madre si todo iba bien. Y ella le había cerrado la puerta en las narices.

¿Por qué?

Debería haber gritado. O huido. Fabian la habría salvado.

Pero en lugar de eso había echado por tierra su única posibilidad de que alguien las salvara de aquel extraño. Ese hombre.

Su padre.

Chloé volvió a sentir las lágrimas nublándole la visión.

Su padre.

No podía ser cierto. No quería un padre como ese. Quería a alguien que la quisiera. Que quisiera a su madre. Quería a Fabian.

Inhaló con fuerza al notar que otra lágrima le resbalaba por la mejilla hasta la barbilla, para caer sobre la hoja de la navaja que seguía apretada contra su piel.

—La estás asustando, Bruno —dijo Stephanie en voz baja—. Déjala en paz. No has venido a por ella.

—Oh, ahí es donde te equivocas, querida Stephanie —dijo el hombre mientras aflojaba levemente la presión ejercida con la navaja—. He venido a por Chloé. ¡De eso puedes estar segura!

Fue como si alguien la hubiera golpeado. Stephanie retrocedió hasta la puerta, boquiabierta.

—¿Acaso no te lo imaginabas, querida? ¿Pensabas que había venido para ajustar cuentas contigo? —preguntó con desdén, en un tono afilado que le hizo sentirse como si estuviera caminando descalza sobre guijarros—. ¿Crees que me he pasado siete años buscándote solo para eso? Si así fuera, ya estarías muerta.

—Pero ¿cómo…?

—Muy fácil. Seguí tu rastro. Conocía tus puntos fuertes, y también los débiles. Y después identifiqué los lugares a los que podías haber ido. En los que podrías encontrar trabajo.

Stephanie ahogó un grito.

—¡El centro de yoga!

El hombre asintió con un gesto burlón.

—Deberías haber pensado en esa posibilidad, ¿no crees? Todos se mostraron extremadamente dispuestos a ayudar, incluso aquellos en los que no había ninguna Stephanie que diera clases. Debo admitir que me llevó algún tiempo. Y que seguí un par de pistas falsas. Pero por fin, en diciembre, recuperé el rastro. Y esperé. Después te seguí a casa. Estaba nevando. ¿Te acuerdas, Stephanie? ¿Recuerdas aquel día que regresabas a casa en plena tormenta y el viento derribaba los árboles?

La madre de Chloé asintió, con el rostro ahora macilento. Aquel día en que el trayecto de regreso de Toulouse hacia el pueblo, que había quedado incomunicado por un temporal de nieve, se le había antojado tan peligroso, adquiría ahora unas connotaciones horripilantes, al saber que había guiado a aquel hombre a su puerta.

—Has estado aquí todo el tiempo —murmuró la mujer, horrorizada. Prosiguió con los ojos muy abiertos—: ¡Eras tú! ¡Tú destrozaste el centro de jardinería!

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