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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (37 page)

BOOK: L’épicerie
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—¿Vas a ir solo? —preguntó en un hilo de voz.

—Sí. Tu madre está en un aprieto.

La niña volvió a asentir por última vez, como si hubiera comprendido su reacción ante un impulso que le empujaba a comportarse de forma temeraria.

—¿Cómo has escapado? —se le ocurrió de pronto a Fabian.

—He saltado por la ventana de mi cuarto —dijo Chloé al tiempo que echaba a correr por la cuesta. El sonido de su respiración quedó cada vez más lejos a medida que Fabian pedaleaba con todas sus fuerzas hacia la casa.

Cuando ya se encontraba muy cerca empezó a sentirse invadido por el miedo, ahora que sabía a ciencia cierta que el hombre con el que iba a enfrentarse ya había intentado asesinarle, pero aquel comentario que había hecho Chloé con tanta modestia bastó para que reuniera el valor para continuar.

—Ya casi estamos —dijo Véronique mientras el coche derrapaba en la última curva. Pisó el acelerador hasta tocar el suelo cuando llegaron al llano frente a la granja de Annie, y esta y Josette se quedaron pegadas al respaldo del asiento debido a la súbita aceleración.

Pero no se quejaron.

Annie estaba rígida, apretando la mandíbula y aferrando con los dedos el móvil, su única conexión tangible con Chloé. En su cabeza se repetían los últimos angustiosos segundos de la llamada, la súplica desesperada de la niña. Cuando la conversación quedó interrumpida bruscamente, y posiblemente de forma violenta, Annie intentó de nuevo localizar a Christian, pero su teléfono estaba comunicando.

De modo que decidió llamar a la policía.

Aunque no sabía si serviría de algo.

Dos agentes fueron enviados de inmediato, pero todos eran conscientes de las dificultades geográficas. La policía estaba en Massat, en la parte superior del valle. Tardarían quince minutos en llegar a Picarets. Y a juzgar por los gritos que había oído Annie como ruido de fondo durante el breve contacto mantenido con Chloé, quince minutos probablemente era demasiado tiempo.

De manera que Fabian parecía ser la única esperanza de Stephanie y Chloé. Un hombre desarmado y malherido contra un matón violento con un historial de malos tratos. A decir verdad, Annie no creía que el parisino tuviera muchas posibilidades.

Del asiento trasero llegaba un murmullo, fragmentos de una plegaria audible por encima del rugido del motor. Annie se giró hacia Josette, que llevaba la cuenta del rosario con los dedos mientras recitaba en voz baja un avemaría.

—Perdón —se disculpó, interrumpiendo sus oraciones al ver que Annie la miraba—. No se me ocurre nada más útil que hacer.

Annie comprendió. Volvió la vista hacia delante para mirar al exterior, y mientras el coche avanzaba a toda velocidad se sorprendió uniéndose a la oración.

—… bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús…

Las voces de ambas mujeres se entremezclaron: la suave entonación de Josette complementaba las fluctuaciones más estridentes de Annie, hasta que el coche se llenó de hipnóticos cánticos.

Véronique no participaba. Estaba absolutamente concentrada en la conducción. Pero una parte de su mente intentaba dilucidar qué le sorprendía más: que su madre, que despreciaba la Iglesia, supiera el avemaría de memoria, o que el Peugeot 308 pudiera tomar una curva cerrada a sesenta kilómetros por hora y siguiera teniendo las cuatro ruedas pegadas al suelo.

—… ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…

—¡AMÉN! —dijeron a coro las tres mujeres cuando por fin vieron el pequeño letrero que indicaba la llegada a Picarets.

Stephanie era consciente de que iba a morir.

A pesar de toda su experiencia pasada ante los arrebatos de ira de Bruno, nunca lo había visto tan furioso. Tan violento.

Debían de haber sido sus palabras las que lo habían enfurecido, cuando le dijo que no era el padre de Chloé. Pero no había tenido elección. Había revelado el secreto guardado durante nueve años, consciente de que aquello le auguraba una muerte segura, simplemente para salvar la vida de Chloé.

Pero no había funcionado. Bruno había derribado la puerta del cuarto de Chloé, y sus gritos habían desgarrado el corazón de Stephanie, quien apenas consiguió subir a rastras los últimos escalones justo a tiempo de ver a su hija saltando por la ventana de cabeza, mientras Bruno se abalanzaba tras ella para intentar atraparla, cuando los pequeños zapatos desaparecieron de la vista.

Stephanie no pudo ver si Chloé había salido bien librada del salto, si la rama del roble que todavía no había podado habría salvado la vida de su hija.

Pero confiaba en ella. En las habilidades acrobáticas que había heredado. Chloé había huido. Estaba a salvo.

Eso era lo único que importaba.

En su frustración, Bruno había empezado a destrozar la habitación de Chloé, arrancando los pósters de la pared, combando el anuncio esmaltado de un puñetazo y volcando los armarios. Aprovechando aquella demostración de cólera para ponerse a cubierto, Stephanie bajó las escaleras arrastrándose, jadeando entrecortadamente a través del agudo dolor que sentía en las costillas. Debía de habérselas roto cuando Bruno la arrojó contra la mesa de la cocina.

Pero siguió avanzando.

Escapar. Ahora que Chloé ya no estaba podría intentarlo. Sabía que las posibilidades eran mínimas aunque consiguiera salir de la casa, puesto que Bruno había cogido las llaves de la furgoneta de su bolso antes de que Chloé llegara, y en su estado actual Stephanie no podría correr más rápido que él.

Sin embargo, prefería probar suerte en el mundo exterior.

Si se daba prisa, podría coger la copia de la llave de la puerta de atrás escondida bajo una maceta en la ventana de la cocina, y salir antes de que Bruno hubiera acabado de destrozar la habitación de Chloé.

Sujetándose con cuidado el costado, empezó a cruzar la estancia. Acababa de pasar al lado del sofá cuando sintió un golpe en la nuca que la derribó al suelo.

—¡Arpía! —rugió Bruno desde la parte superior de las escaleras—. ¡Eso es por enseñar a mi hija a engañarme!

Stephanie miró desconcertada el móvil que Bruno le había arrojado, ahora con la pantalla rota y la tapa de la batería colgando en la parte posterior. ¿De dónde había salido? ¿Era de Chloé? ¿Habría conseguido pedir ayuda?

Stephanie volvió a tener esperanza, a pesar de que al retirar las manos de la cabeza estas estaban manchadas de sangre pegajosa y caliente. Enseguida Bruno empezó a bajar las escaleras hacia ella con la cara transfigurada por la furia, dando grandes zancadas con ademán colérico.

Ahora. Tenía que actuar ahora.

Intentó con todas sus fuerzas incorporarse sobre las rodillas, pero todo parecía estar envuelto en una especie de neblina, y la estancia se balanceaba de un lado a otro, señal de que iba a desmayarse.

Sería mejor gatear con una mano detrás de la otra, una baldosa y luego la siguiente, dejando atrás la mesa del comedor, hacia la cocina.

—¿Qué le has hecho? —gritó Bruno, ahora más cerca.

Stephanie intentó avanzar más rápido, con las manos húmedas sobre las frías baldosas, golpeándose las rodillas contra las juntas entre ellas. Los ojos le escocían debido a la sangre que le resbalaba por la cara, y a cada respiración sentía un dolor tan intenso que temía empezar a vomitar de un momento a otro.

La puerta trasera. La tenía al alcance de la mano. ¡Pero necesitaba la llave!

—¡Mira que decirle todas esas mentiras!

Bruno estaba ahora a su lado, y Stephanie notó que posaba la punta de una de sus botas en la cadera, empujándola con fuerza para hacer que su cuerpo girara y quedara tumbada de espaldas.

Absolutamente indefensa. Con los brazos extendidos. De nuevo Bruno estaba de pie, a su lado, encima de ella.

¿Cómo era posible? Después de tantos años, después de todos sus esfuerzos por escapar, ¿cómo había podido acabar en aquella postura ya conocida? En la misma situación de atropello. ¿Cómo era posible que tuviera que volver a enfrentarse sola a él? Lo único que había cambiado era la cocina.

Y sin embargo, se negaba a darse por vencida. Empezó a arrastrarse hacia atrás, apoyando las palmas de las manos contra el suelo, los talones resbalando en la superficie lisa de las baldosas, deslizándose entre las piernas de él.

Entonces Bruno alargó el brazo y tiró de sus cabellos con los gruesos dedos de su mano derecha hasta que el rostro de Stephanie estuvo tan cerca de su cara que ella pudo ver la barba incipiente en sus mejillas y oler su aliento a alcohol.

—La encontraré —susurró—. Cuando haya acabado contigo, le seguiré la pista y la llevaré a casa.

La tiró al suelo, y la cabeza de Stephanie chocó contra las baldosas. Sus brazos salieron despedidos hacia los costados y sus dedos rozaron el filo de un objeto metálico que le perforó la piel.

La navaja.

Se giró hacia un lado como un relámpago para cogerla por el mango, pero Bruno fue más rápido y hundió la bota sobre el codo izquierdo de Stephanie, quien oyó el ruido de los huesos al quebrarse bajo su peso y profirió un último grito, un sonido desafiante cargado de terror y derrota.

—¡RÁPIDO! —volvió a gritar Chloé, correteando por el corral con el enorme granjero tras ella.

—¡La llave! —Christian frenó en seco y se dio un golpe en la frente—. Necesitamos la llave de la casa.

Acababa de volver de Foix, donde había asistido a una manifestación del sindicato de granjeros. Había regresado apesadumbrado, invadido de pesimismo sobre el futuro después de haber pasado el día con otros granjeros que también debían hacer frente a la perspectiva de vender sus granjas, y había sido recibido con una barahúnda. Sus padres habían intentado tranquilizar a la desconsolada Chloé, desesperada por volver a su casa, insistiendo en que Stephanie estaba en peligro.

Con voz entrecortada, la niña explicó que un hombre, que había intentado secuestrarla hacía un par de meses, estaba en su casa con Stephanie armado con una navaja. De algún modo Chloé había conseguido subir corriendo las escaleras y saltar por la ventana para escapar. Había avisado a Fabian, quien se había dirigido a la casa a rescatar a Stephanie armado únicamente con la bomba de una bicicleta.

Todo aquello sonaba absurdo.

De haberse tratado de otra niña podrían haberse tomado sus declaraciones como obra de su fantasía. Pero era Chloé. Y ella no mentía. Además, había pruebas físicas: el estado de sus ropas, los cortes en las manos y el tobillo extremadamente hinchado.

Se notaba que había estado llorando, y Christian sabía que aquella niña no lloraba así como así.

—¿Quién es? —preguntó Christian—. ¿Lo conoces?

Chloé negó con la cabeza.

—Mamá le llama Bruno.

—¿Stephanie sí lo conoce? —inquirió Josephine Dupuy en un tono de voz preocupado al tiempo que miraba a su hijo—. ¿Podría ser su ex marido?

—¿El padre de Chloé?

—¡NO es mi padre! ¡Date prisa por favor! ¡La matará! —gritó Chloé, y salió corriendo.

Christian salió tras ella corriendo hacia el coche. Pero Chloé le lanzó una torva mirada al ver que iba en sentido contrario, hacia la granja.

—Dos segundos, Chloé. Espera aquí.

Su madre ya estaba llamando a la policía cuando Christian entró por la puerta de la cocina para coger la enorme llave plateada que normalmente colgaba de un gancho.

No estaba allí.

—La policía está de camino —dijo su madre al colgar—. Annie Estaque ya les había llamado.

Pero Christian no le prestaba atención. Estaba rebuscando entre todas las llaves acumuladas durante años en un estante. Las llaves del granero, del tractor, copias del buzón y de la puerta trasera. Pero ninguna de ellas era la que buscaba.

—¿Dónde está, mamá? —preguntó bajo la mirada de Chloé, que ahora estaba en el umbral dando golpecitos en el suelo con el pie izquierdo en señal de impaciencia.

—¿La llave de la casa? Debería estar ahí. —Josephine Dupuy señaló el gancho vacío mientras Christian dejaba escapar un suspiro de exasperación—. Qué raro.

—¿Cuándo fue la última vez que la cogiste?

—Déjame pensar. —Intentó ignorar a la niña, que empezaba a proferir sonidos estridentes que denotaban su ansiedad—. Hace tiempo que no voy por allí. Me ofrecí para ayudar a Stephanie con la plancha, al ver que estaba tan ocupada. ¿Cuándo fue…?

Se dio unos golpecitos en la frente con un dedo y de pronto recordó.

—¡Claro! Era en marzo. El día que el representante llamó por lo de los detectores de humo. Nos encontramos en la puerta cuando volví de la casa, y yo puse de nuevo la llave en el gancho…

Su voz fue apagándose poco a poco.

—¿Qué pasa, mamá?

—Chloé, ¿qué aspecto tiene el hombre de la navaja?

—Oscuro, malo, perverso —fue la respuesta—. Y tiene un tatuaje.

—¿Qué clase de tatuaje? —preguntó Christian.

—Negro con rayas blancas…

—¡La bandera de Bretaña! —la interrumpió Josephine Dupuy, que se había quedado lívida—. Oh, Dios mío, ¿qué he hecho?

—¿Lo conoces? —preguntó Christian, confuso.

—Es el representante. El hombre que tomó el pedido de los detectores de humo y nunca volvió a ponerse en contacto conmigo. Recuerdo haber visto el tatuaje cuando rellené el formulario: era la bandera de Bretaña. Lo recuerdo porque pensé que estaba muy lejos de casa.

—¡Dios mío! ¿Crees que es el mismo hombre? ¿Y ha tenido la llave todo este tiempo? —Al darse cuenta de que la vida de Stephanie realmente corría peligro, Christian giró sobre sus talones y echó a correr hacia el exterior, espantando a las gallinas al atravesar el patio como una exhalación, con Chloé y su madre en los talones.

Llegaron al coche justo cuando André Dupuy salió disparado por la puerta de atrás de la casa y fue corriendo hasta ellos con un anticuado rifle en los brazos y una caja de munición en el bolsillo. Abrió la puerta del acompañante y subió al coche.

—¿Dónde crees que vas, papá? —preguntó Christian mientras mantenía el asiento del conductor reclinado hacia adelante para permitir que Chloé pasase detrás.

—¡A salvar a Stephanie, por supuesto! —fue la concisa respuesta, al tiempo que el anciano se ponía el cinturón con un gesto desafiante.

—¡Yo también! —dijo Josephine Dupuy, quien se sentó en el asiento de atrás al lado de Chloé antes de que Christian pudiera protestar.

—¡Diantre! —farfulló mientras entraba en el coche y cerraba la puerta—. Prométeme que no usarás esa cosa, ¿de acuerdo?

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