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Authors: Anthony E. Zuiker

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Nivel 26 (35 page)

BOOK: Nivel 26
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En su hija Sibby, que llevaba el nombre de su madre.

La niña sostenía una rosa en las manos, completamente ajena a todo. Dark estaba seguro de que olía su perfume, pero nada más. Para los bebés, los primeros días de vida no son más que un confuso frenesí. Gracias a Dios.

Sibby presionó su rostro contra el pecho de Dark, abriendo la boca sobre su camisa. Dark tardó un momento en darse cuenta de lo que estaba haciendo.

Tenía hambre y buscaba a su madre.

Era Sibby quien debía estar allí. Era a Sibby a quien el bebé necesitaba.

El sacerdote habló de la salvación, el amor y el reino de los cielos, pero Dark no lo escuchó. No podía, porque escuchar aquellas palabras e intentar interpretarlas hubiera sido un desastre. No quería venirse abajo. No con Sibby en brazos.

Advirtió, eso sí, que en un momento dado el sacerdote dejó de hablar y que la gente lo miraba. Era su turno. Se acercó al borde de la tumba, caminando sobre el césped artificial que el personal del cementerio había colocado para que los asistentes no se mancharan los zapatos. Cogió la rosa que sostenía Sibby entre los deditos, todavía pálidos, suaves y arrugados, y la colocó sobre el ataúd. Los cálidos rayos del sol matutino le caldearon la nuca.

—Descansa en paz, Sibby.

Dark bajó la mirada hacia su hija, que todavía presionaba la carita contra su pecho. Sabía que ella no comprendía nada, que no lo recordaría años más tarde. Pero también que él nunca olvidaría aquel momento; la expresión de su hija mientras el ataúd de su madre descendía lentamente. Era un momento que no quería olvidar.

—Lo prometo —dijo Dark en voz baja. Luego agachó la cabeza. No lo decía para los demás. Ni siquiera para Sibby. Era un recordatorio para sí mismo.

Ya había perdido el corazón en una ocasión; le habían arrebatado todo lo que tenía, y él se había retirado como un niño herido.

Ahora ya no podía permitirse ese lujo.

Capítulo 103

Los asistentes al funeral se dirigieron hacia el sendero de asfalto en el que habían dejado los coches. Riggins caminó junto a él, pero no dijo nada. Sólo lo tocó levemente con la punta de los dedos para encaminarlo hacia la limusina correcta.

Riggins le había contado cuáles eran los planes para aquella tarde:

Superar el almuerzo como fuera.

Dejar al bebé con los padres de Sibby, que se morían de ganas por estar con su nieta.

Y entonces esconderse con él en el antro más cercano y tranquilo de Hollywood, donde se dedicarían a coger una increíble y monumental borrachera.

—Si no terminamos en la playa de Santa Mónica en ropa interior y cubiertos de vómito, me sentiré tremendamente decepcionado —le había dicho Riggins.

Dark no contestó. Se tomaría una cerveza con Riggins, sí, y dejaría a Sibby un rato con los abuelos. Pero lo de evadirse de la realidad se había terminado. Ya lo había intentado. No había funcionado. Tenía que haber otra forma de seguir adelante. Mucha gente que había perdido tanto como él —o más— lograba seguir con la mascarada. Dark quería conocer sus secretos.

Sin embargo, nada más llegar a la limusina, Robert Dohman, el número dos de Wycoff, se separó de la comitiva para detenerlos.

—Dark. Riggins. Brielle. Necesito un minuto de su tiempo.

Riggins se puso hecho una furia.

—¿Ahora? ¿Está loco? ¿O simplemente es gilipollas?

—Les hemos dado el tiempo que pidieron —dijo Dohman—. El funeral ha terminado. Ahora tenemos asuntos pendientes.

Riggins miró a Dark, cuyo rostro no delataba ninguna emoción. «En fin. Que el tipo diga lo que crea que tiene que decir y acabemos con esto».

—Que sea rápido —dijo Riggins.

Dohman sonrió como diciendo «Me tomaré el tiempo que me dé la gana».

—El presidente es un hombre comprensivo. Aun así, han cometido ustedes crímenes federales. Uno no se va de rositas tras hacer algo así. Deberían pasar el resto de sus días en prisión.

—Pero… —dijo Riggins.

—Pero el presidente ha pensado en otra cosa.

—¿Qué quiere decir con «otra cosa»? —preguntó Dark.

—Cumplirán su pena trabajando.

Riggins negó con la cabeza.

—No, no. Presento mi dimisión. Me retiro.

—En ese caso será arrestado de inmediato.

—¿Sabe? —dijo Riggins—. Es usted tan imbécil como su antiguo jefe.

—Lamento su pérdida —respondió Dohman—, pero asegúrese de que sus asuntos están en orden. Nos pondremos en contacto con ustedes en las próximas cuarenta y ocho horas para comunicarles cuál será su primera misión.

Dohman y el resto del personal del Departamento de Defensa abandonaron el cementerio detrás de la comitiva, que se dirigía ya al almuerzo. Dejaron a Dark, Riggins y Constance en un tranquilo y caluroso campo de tumbas.

Capítulo 104

Georgetown, Washington D.C.

Llegarían en cualquier momento.

Por lo general a Wycoff le gustaba aquella hora de la noche. El momento en el que el resto del mundo dormía; sobre todo los quejicas de sus hijos y su esposa pasivo-agresiva. Por fin podía ser él mismo. Servirse un trago, sentarse frente al ordenador y, quizá, durante unos minutos, olvidar que era el secretario de Defensa.

De cara al público, Wycoff se había tomado unos días libres para «pasar más tiempo con la familia», una excusa que encubría una gran cantidad de pecados y excesos. De cara a su esposa, estaba quemado. De cara a sus hijos… bueno, ¿a quién quería engañar? A sus hijos les importaba una mierda. Estaban en el piso de arriba, enchufados a sus iPods o chateando con sus amigos consentidos.

En realidad, Wycoff se había tomado un tiempo libre para atar algunos cabos sueltos. La pesadilla del caso Sqweegel podría haber terminado con su carrera de no haber tomado él ciertas medidas.

Wycoff miró la hora.

Sí, llegarían en cualquier momento.

Se permitió preguntarse por el niño. Un niño del que ni su esposa ni sus hijos sabían nada. El hijo bastardo que nunca sabría que su padre fue una vez secretario de Defensa de la nación más poderosa del planeta… y su madre una adolescente de instituto que había sido asesinada por un maníaco. Wycoff provenía de un mundo privilegiado; aquel niño había nacido de la mentira y, más adelante, había conocido el horror. ¿Por qué no habrían de irle mejor las cosas a partir de entonces? Wycoff tuvo todas las ventajas del mundo, y mira dónde se encontraba…

Esperando a que llegaran dos silenciosos asesinos.

No. No a su puerta.

A la de Bob Dohman, su leal asistente.

Al fin y al cabo, en Washington la mierda siempre cae hacia abajo. El secretario era un hombre demasiado importante para permitir que la debacle de Sqweegel lo hiciera descarrilar. Pero la maquinaria reclamaba un sacrificio, y, lamentablemente, Bob Dohman era el mejor candidato posible.

No sería tan horrible. Dohman sentiría un leve pinchazo en la arteria carótida, nada más. Y para entonces… Wycoff volvió a mirar la hora.

Sí, para entonces los asesinos ya debían de estar en el apartamento de Dohman en Annapolis. «Descansa en paz, Bob».

Falls Church, Virginia

Riggins metió la llave en la cerradura de su puerta y oyó un pitido: el sistema de seguridad. El teclado numérico estaba sujeto a la pared detrás de la puerta, y parpadeaba con insistencia.

Veinticinco segundos…

Dejó la maleta sobre el suelo de linóleo y apartó la puerta. El teclado era de nueve dígitos —algo bastante rudimentario, la verdad—, pero Riggins no conseguía recordar la clave. Dos de los números, estaba bastante seguro, eran el año en el que se casó por primera vez. Lo curioso, sin embargo, era que tampoco recordaba aquella fecha. Se acordaba del pastel, el alcohol, el grupo musical… el caótico torbellino que rodeó a la joven pareja. Pero no del jodido año.

Veinte segundos…

Hacía más de una semana que no entraba en su apartamento. Gracias a Dios no tenía mascotas. Ya llevarían muertas media semana.

Quince segundos…

Basta de tonterías. Tenía que recordar la clave. Diez segundos…

Qué embarazoso iba a ser: un miembro de un cuerpo de élite del FBI desquiciado por su propio sistema de seguridad…

Cinco segundos…

Todavía en blanco, Riggins miró fijamente el teclado numérico, preguntándose cómo podía haber olvidado algo tan básico como el año en que se casó por primera vez. Aquella fecha había sido importante para él.

El equipo de seguridad apareció unos minutos después. Riggins se había sentado en el escalón de la entrada y tenía el DNI preparado en la mano.

Y entonces sonó su teléfono móvil.

Silver Spring, Maryland

Constance Brielle sí tenía bocas que alimentar.

Su vecina se había ocupado de hacerlo, o eso decía ella. Pero los cuencos de la comida y el agua estaban completamente vacíos y los gatos no dejaban de dar vueltas entre sus piernas quejándose.

Constance abrió cuatro latas de comida y las vertió en los platos que le había regalado su abuela. Deberían haberlos recibido sus padres, pero al final no fue así. Así que los gatos degustaban su pollo a la primavera en ellos. Mejor los gatos que nadie.

Seguía pensando en Dark; se había sentido tentada de coger el móvil y llamarlo, pero no sabía muy bien qué decirle.

Y no quería despertar al bebé.

De modo que se sentó en el sofá de su tranquilo apartamento de un barrio residencial, con el móvil en la mano y pensando si podría haber hecho las cosas de un modo distinto durante la semana anterior. Algo que hubiera cambiado el resultado. Algo que hubiera evitado que estuviera sentada allí, en aquel tranquilo apartamento de un barrio residencial.

Y entonces sonó su teléfono móvil.

West Hollywood, California

Dark se dirigió hacia la caja, la sacó y la llevó hasta la pared.

Ya sobresalía un clavo. Palpó la parte posterior en busca del alambre, y colgó la foto enmarcada en la pared.

Sibby, hacía un año, con su vestido amarillo, en la playa de Malibú.

A veces Dark se quedaba mirando las fotografías demasiado rato y se preguntaba si era eso lo que uno hacía en el más allá: habitar en sus viejas fotos. Porque en ellas uno quedaba congelado en un instante. Pero a veces parecía como si en realidad estuviera viendo más allá de lo que lo rodeaba. Viendo el presente. Viendo el futuro, feliz o triste. Viendo lo que fue, lo que es, y lo que podría haber sido…

Dark encontró en la caja su otra fotografía favorita: una instantánea en blanco y negro de Sibby en la playa… con los brazos grácilmente levantados por encima de la cabeza, la cadera ladeada y rodeada por unas sombras tan intensas que ella casi parecía una silueta. Estaba a la orilla del Pacífico, que parecía extenderse hasta el infinito.

Y se estaba preparando para bailar.

Para recordar lo que podría haber sido,

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EPÍLOGO

El segundo don

Capítulo 105

Dos días después

West Hollywood, California

Dark abrió un paquete de papilla en polvo con los dientes y vertió el contenido beis en un biberón de plástico. Le echó un vistazo a las instrucciones para intentar averiguar la cantidad de agua que debía añadir. Deberían indicar esas cosas más claramente, la verdad.

Con agua filtrada por osmosis inversa, Dark llenó el biberón exactamente hasta la línea. Luego puso el tapón. Lo agitó. Ya estaba listo para la pequeña Sibby; y justo a tiempo. Estaba hambrienta.

Su hija, Sibby; tan suave como una flor. Grandes ojos azules. Un llanto suyo era suficiente para romperle el corazón a Dark.

Y siempre parecía estar hambrienta.

De modo que Dark se sentó en el sofá y le dio de comer, casi cegado por el sol matutino. Había sido Riggins quien había escogido aquel apartamento; Dark tan sólo lo había utilizado de noche. Aquélla era la primera vez que estaba en su nueva casa de día. Le resultaba muy raro pensar en ello. Su vida con Sibby giraba en torno al sol, la playa, el día. Por las noches, se abrazaban e intentaban bloquear todo lo demás.

Ahora estaba allí con su hija, que chupaba feliz la tetilla de látex.

Dark no había tenido tiempo de sacar sus cosas de las cajas, a excepción de la fotografía de Sibby en la playa con el vestido amarillo. Le enseñó a su hija la fotografía y le explicó que ésa era su mamá, que siempre la querría mucho. Dark quería sembrarla en sus recuerdos cuanto antes y no dejar de hacerlo nunca. Serían dos sociólogos dedicados al estudio de la vida de Sibby Dark, y Dark no quería pasar por alto ningún detalle.

Ya estaba harto de esconderse de la muerte. Había decidido disfrutar de la vida, para variar.

Y entonces, llamaron a la puerta.

El ruido sobresaltó a la pequeña Sibby. Ya se había terminado el biberón; lo había dejado seco. Dark la dejó sobre el moisés cuidadosamente y oyó cómo volvían a llamar con mayor premura. Consideró brevemente los beneficios de abrir la puerta. Pensó en la frase de Blaise Pascal: «Todas las desgracias de los hombres acaecen por la misma razón: no saber quedarse sentados tranquilamente en una habitación».

Pero Dark sabía que no dejarían de llamar.

Así que comprobó rápidamente que su hija estuviera bien en su moisés rosa pastel —que había montado apresuradamente un par de noches atrás— y cogió una Glock de nueve milímetros de un cajón de la mesita de centro.

—¿Quién es? —preguntó Dark.

—Mensajero —contestó una voz femenina—. Tengo una caja para usted.

Dark echó un vistazo por la mirilla, vió a una mujer alta y delgada con el uniforme de una empresa de mensajería; llevaba el pelo negro recogido bajo una gorra y entre las manos una caja marrón en la que se leía el nombre de una empresa de envío de pañales. Dark reconoció el nombre; un analista de Casos especiales le había regalado una de aquellas cajas. En la tarjeta le puso: «Que ya no trabajes con nosotros no quiere decir que vayas a dejar de remover mierda».

—Un momento —dijo Dark. Se metió la pistola en la cintura de los vaqueros, junto a los riñones, descorrió el pestillo y abrió la puerta.

—¿Steve Dark? —preguntó la mujer.

—Sí.

—¿Puedo dejar la caja dentro? Necesito que me firme algo.

Antes de que Dark pudiera reaccionar, la mensajera cogió una tableta digital de encima de la caja y se la pasó a Dark.

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