Papelucho Detective

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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

BOOK: Papelucho Detective
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Tras estar detenido "por pura fatalidad", Papelucho decide ser detective. En una extensa carta a su mamá relata sus aventuras junto a su amigo Chirigüe: una pelea que termina en un supuesto asesinato, su secuestro por parte de unos delincuentes y una guagua llorona a la que tiene que consolar. Marcela Paz nos sorprende nuevamente con el diario de Papelucho, este niño de ocho años, dueño de una gran capacidad para expresar sus sentimientos e intenciones solidarias.

Marcela Paz

Papelucho

Detective

ePUB v1.2

ZirKo
31.05.12

Título original:
Papelucho: Detective

Marcela Paz, 1955

Editor original: ZirKo

ePub base v2.0

Querida mamá:

  1. —No estoy perdido así que no se ponga nerviosa.
  2. —Tampoco se enoje porque lo que pasó es pura fatalidad…
  3. —Si tiene quinientos pesos puede venir buscarme a la policía de Renca. Si no los tiene véndale mi rifle al lechero, que lo quiere comprar.
  4. —Yo estoy tranquilamente detenido, pero no preso.

Y le voy a explicar lo que pasó porque a usted le habría pasado lo mismo. También pienso que si usted estuviera detenida, su mamá la iría a buscar, aunque le costara quinientos pesos. Usted dice que la media suela de un zapato vale quinientos pesos, así que no es mucha plata.

El sargento Neri, que es amigo de la Domi, me prestó papel y lápiz para que le escriba a usted y él mismo le va a llevar la carta esta noche.

Hay bastante gente en este calabozo así que no da miedo. Todos están durmiendo y roncando menos yo. Hay un ratón sin cola que le come el pan duro al Chirigüe, y aunque lo tiene en el bolsillo ni lo siente.

A lo mejor usted ni se acuerda quién es el Chingue.

Las cosas pasaron así:

Esta mañana, cuando usted salió, yo me fui a la puerta a esperarla porque le iba a pedir permiso para algo que no me acuerdo. Y cuando la estaba esperando pasó por ahí el Chingue y nos pusimos a conversar. ¿Se acuerda de ese amigo mío que vivía en el fundo de la tía Rosarito? Ahora vive en Santiago, porque estaba durmiendo en un tren y cuando despertó, el tren estaba en Santiago. Y resulta que él se había encontrado en la calle una cosita de oro pero no sabíamos ni para qué servía. Pero tal vez valía como un millón de pesos. Y yo le dije que si la vendía, él se podía comprar una motoneta, pero él me dijo que si la llevaba a vender lo tomaban preso porque iban a pensar que se la había robado. Y yo le dije que él era un pesimista y él me dijo que no entendía lo que era eso, pero que él sabía muchas cosas que yo no sabía.

Y así nos fuimos discutiendo y discutiendo y de repente llegó su micro y él se subió. Y yo también me senté en el parachoques porque lo quería convencer. Pero era tanta la bulla y el humo del motor que no había caso. Y ni nos dimos cuenta cuando llegamos a la población y nos bajamos.

Entonces él me vendió la cosita de oro en cincuenta pesos y yo me la eché al bolsillo para regalársela a usted y le di mis cincuenta pesos. Y nos fuimos a un almacén y comimos unas galletas blandas como género y un pedazo de jamón color café y seco.

—Quiero ver tu casa —le dije al Chirigüe.

—Es un rancho por allá… —y me apuntó con la pera un montón de castichas hechas de palos, cartones, latas y sacos.

La cuestión es que lo convencí de que me la mostrara y fuimos a verla.

La población era como una cancha de fútbol, pero sin cancha y no tiene ningún peligro. Son toda gente conocida. Y hay que caminar miles de kilómetros al sol y pasar un zanjón lleno de cáscaras de sandía. El Chirigüe me contó que ahí se ahogó una guagua y también siete mujeres de amor. Hay un árbol viejo sin ninguna rama porque se usan de leña y hay un basural inmenso que sirve para encontrar cosas perdidas y juntar latas, papeles, trapos que se venden, etc. Y lo que no sirve se vende como tierra de hoja. Así que no importa que sea un poco fétido porque es como una verdadera mina.

Pero lo que pasó fue bastante terrible y casi no sé cómo empezar a contárselo.

Cuando íbamos caminando a la casa del Chirigüe, había un tremendo boche en la puerta de un rancho y un hombre le pegaba a otro y una mujer gritaba como una verdadera radio. A nadie le importaba mucho porque parece que en esta población la gente discute así. Lo único malo era la mujer que gritaba, pero como nadie le hacía caso, la mujer se calló. Resulta que el que ganó la discusión se fue y el que perdió quedó tendido en el suelo con su sangre. Yo le dije al Chirigüe:

—A lo peor está muerto…

Pero él se rió.

—Está borracho, como todos los días —contestó. Yo no me convencí y me acerqué a él.

—Oiga —le dije al hombre—. Quiere una aspirina?

Pero él me miró con ojos de rinoceronte y escupió sangre. Yo sabía que escupir sangre es lo más grave que hay. Después revolvió los ojos y los dejó arriba y yo me aseguré de su muerte.

Me fui donde el Chirigüe que estaba jugando con otros cabros, pero no podía pensar más que en el muerto. Yo sentía que era mi obligación ayudarlo, pero ahora pienso que tal vez era una tentación del demonio. Porque todo lo que pasó fue por culpa de eso.

—Oye, Chirigüe —le dije—, si ese hombre no está muerto, está agonizando.

Resulta que otro chiquillo se interesó y nos fuimos los ocho a verlo. Y le hicimos cosquillas y le tiramos el pelo y no pestañeó. Entonces nos convencimos de su muerte.

—Hay que esconderlo —dijo el Rubio, que era el más grande—. Porque si no va a haber rosca…

Así que lo pescamos entre los ocho y lo llevamos al basural y lo dejamos bien tapadito con basura. Estaba completamente muerto porque ni chistó. Y lo más raro es que a nadie le importó nada que lo enterráramos sin coronas. Ni preguntaron por él. Sólo que en ese momento al Chirigüe lo llamó su tía y entramos al rancho. Ella le dio un coscacho en la cabeza y lo insultó.

—Pelusa… que te llevai palomillando en vez de hacer lo que te mandan —le dijo.

—Pero si jui onde me dijo —alegó el Chirigüe.

—¿Y cuál es que lo trajiste?

—Pero si no estaba el julaho…

—¿Y quién te manda a ponerte a jugar con este pijecito?

—Pero si apenita llegué no má…

—¿Trajiste algo pa'l desayuno?

El Chirigüe se dio la vuelta los bolsillos rotos y se rascó un pie con el otro.

La tía le dio otro coscacho y empezó a hablar de que no tenía ni azúcar para una agüita ni pan duro. Había un mocoso bien gordito con romadizo colgado que empezó a llorar. La tía le pasó un choclo amarillo y lo sentó en el suelo. El chiquillo se calló y chupaba y chupaba la coronta.

—Oye —le dije al Chirigüe—, ¿por qué no vendimos algo mío? Tu tía no ha tomado desayuno.

El Chirigüe me miró de arriba a abajo, como si nunca me hubiera visto y después me pellizcó la camisa.

—Yo sé quién te puede comprar tu camisa —dijo.

Fuimos a otro rancho y negociamos la camisa. Nos dieron veinte pesos y una polera usada. Me quedaba chica y rota pero ya no me dirían "pijecito". En el almacén compramos azúcar, pan y dos pirulines y le llevamos las cosas a la tía. Ella no nos dio ni las gracias y se puso a hacer fuego y hablaba todo el tiempo mal del Chirigüe. Después nos dio una agüita de azúcar tostada bien calentita y el gordito con romadizo dejó la coronta y también tomó. Cuando de repente la tía se puso más furiosa y nos preguntó:

—¿Y ustedes qué andan haciendo con el Chato? ¿Quién los manda meterse en roscas?

El Chirigüe no contestó, así que yo le expliqué:

—Ese señor estaba muerto, por eso lo enterramos…

—¿Muerto? —y puso los ojos bien redondos mirando al Chirigüe. Él le dijo que "sí" con la cabeza y siguió tomando agüita, pero la tía metió una pelotera de cosas.

—Si está muerto —decía— va a venir el auto-patrulla y toditos a declarar. Ustedes los primeritos. Y al Bonito lo van a secar en la cárcel si no lo matan… ¿Estás bien seguro de que está muerto el Chato? —le volvía a preguntar al Chirigüe.

En fin que en eso el niño con romadizo metió una manito gorda al fuego y comenzó a chillar y la tía se olvidó del muerto buscando aceite para curarlo.

Aproveché para irme y de repente divisé al Bonito, que era el hombre que discutía con el Chato, y fui corriendo donde él.

—Oiga, señor —le dije—, sería bueno que usted se escondiera o tal vez se desapareciera porque el Chato se murió y lo van a tomar preso.

Me tapó la boca con su mano negra y me llevó a un lado.

—¿Quién te dijo eso? —me preguntó con voz de trueno.

—Yo lo vi y todos lo vimos. Pero ya está enterrado…

—¿Enterrado? ¿Quién lo enterró?

—Nosotros con el Chirigüe.

—¿El Chirigüe? ¿Dónde está ése?

El Chirigüe se había desaparecido, pero allá lejos, corriendo por el puentecito del zanjón se veían sus piernas. El Bonito me pescó de un brazo y echó a correr conmigo. Corríamos como a cien kilómetros por hora y no lo agarrábamos.

Por fin llegamos a una calle, justo a tiempo para verlo subirse a una micro. El Bonito me soltó y acezaba y acezaba más que una locomotora antigua.

Apenas me moví, él me pescó de nuevo con su garra.

—¿Quién sois vos? —me preguntó.

—Papelucho —le dije.

—¿Sois de aquí?

—No. Vine con el Chirigüe.

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