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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho Detective (9 page)

BOOK: Papelucho Detective
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No hay tentaciones ni nada que uno quiera comprar, aunque le den cien pesos. Se puede decir que aquí no sirve la plata.

A mi mamá le gusta, pero cree que no se va a acostumbrar y a la Domi también. Mi papá está bastante farsante con los millones que vale la refinería de petróleo y las torres, y otras patillas, pero Javier está hecho una furia y dice que si no fuera porque se hizo amigo de los carabineros no tendría ni con quién hablar.

Mientras salí a caminar, mis gatos se comieron mis cucarachas y se mandaron mudar no sé adonde. Por suerte el General me regaló unos pejerreyes y los eché en la tina de baño para hacer crianza. Pero como aquí no hay más que un baño en toda la casa, mañana tempranito, antes de que despierte mi papá, voy a tener que hacer una pileta grande para echarlos. Y voy a ir a la isla a buscar pingüinos y gaviotas porque si no me voy a aburrir tremendamente. Porque la Domi sale todo el día, Javier se lo pasa en la policía y la mamá le ha dado por hacer cortinas y tonteras para la famosa guagua y ni se mueve de la máquina. Y mi papá llega en la tarde con facha de ranchero de película y habla de puros millones y de tonteras de subproductos. Y cuando uno se acuerda de la vida que pensaba hacer y no puede, se le hincha la garganta y tiene que pensar en gaviotas y pingüinos para poder hablar.

Estaba más aburrido sentado en una piedra en la desembocadura del río, esperando al General que andaba fuera, cuando llegó por fin una moto a tomar bencina. Era una moto colosal y me hice amigo del dueño que es buena gente. Es un cura que no está distraído ni se cree pastor ni piensa que uno es la oveja. Es un cura-amigo que entiende de todo y cuando ve que uno se aburre lo convida a salir en moto. Y lo lleva a toda máquina a ver un enfermo, y mientras él arregla el asunto de la muerte, uno se queda con la moto y a él no le importa si uno sale a probarla un poco.

Con esto de la moto, y del cura, se ve que uno ya no se muere de aburrido. Porque la parroquia es una cuestión donde llega todo el mundo con sus problemas. Igual que el averiguador universal: cualquier cosa puede tener arreglo. Y el cura por suerte nunca está ocupado, sino que está listo. Eso es lo bueno y podían haber papas como los curas, así, de los que se interesan por lo que a uno le pasa, que les gusta hacer lo que uno quiere y que no tienen “compromiso”. El cura es igual conmigo que con todos los que van a la parroquia: la moto está ahí para lo que se le ofrezca a doña Manuela, a Ño Rubén o al propio Juaniquillo. Y el cura también.

Le da lo mismo decir una misa, hacer un mandado o un encargo, confesar o ir a Viña a comprar un remedio o un catre. Y yo lo acompaño y la gente después me va a querer igual que al cura porque yo les sirvo de algo.

Hoy salí a pescar con los Quezada en un bote tremendo de grande y con una red de nylon, pero bastante antigua. El mar estaba bien tranquilo al principio, pero después sopló viento y empezó el bote a subir y bajar. Daba una cuestión en el estómago, pero remando y conversando no era tan terrible.

Echamos las redes y las amarramos para que no se las llevara el agua. Con sus tremendos corchos, no hay caso que se pierdan. Y los Quezada volvieron a la caleta para darle tiempo a que se enredaran los pescados en la red. Yo estaba tan preocupado que sentía como un golpe cada vez que se enredaba uno. Porque cuando uno es pescador, puede estar en la playa, pero tiene el alma en el mar y sabe todo lo que pasa allá adentro. Yo había sentido como treinta golpes, y sabía que se habían enredado treinta pescados y algunas otras sorpresas del mar: tesoros de piratas, náufragos y otras cuestiones. Pero los Quezada, muy tranquilos, conversando. Se fueron a almorzar y no volvían nunca. Yo ya no podía más, porque pensaba que la red no iba a resistir tanto peso enredado y se iba a sumergir con sus corchos y todo. La caleta estaba sola, el bote ídem, y bien a la orillita del agua. Muchas olas lo levantaban al pasar. Total, que de repente no aguanté más, le di un empujón y salté arriba. Una ola amiga se lo llevó para adentro y remando un poquito, me fui acercando a los corchos. Yo pensaba que aquí todo se puede hacer, porque no hay nada prohibido, y eso es lo bueno de Concón. También era como un favor para los pescadores traerles toda su pesca sin que se molestaran. Iba yo muy feliz, pero un poco cansado porque los remos son inmensos y las olas bastante duras. De repente miré a la caletilla y vi que ya habían vuelto los pescadores de su almuerzo. Me saludaron desde lejos y nada más. Me faltaba bastante para llegar a los corchos y estaba muy cansado, así que me quise sentar un rato cuando se me paró un remo y no hubo caso. Se lo llevó al agua. La cuestión ahora era remar con uno solo, y no es fácil. Tenía que pensar y también descansar. Como por un milagro, las redes se iban acercando al bote y yo estaba feliz, porque no pensaba en que era tan difícil sacarlas del agua. Uno no puede pensar en todo, y también no puede saber lo pesada que es una sierra. Y mientras se acercaba mi bote solito a la red, yo me sentía como un rey en el mar. Solo, en esa cosa blanda y dura, inmensa y viva de miles de litros de agua azul, llena de misterios y secretos, lejos de la tierra sucia. Estaba viajando, en camino a cualquier parte, mundos y países nuevos, y tal vez descubriría algo maravilloso. Miraba al cielo y al agua y pensaba tantas cosas que ni me acordaba de nadie. Y creo que me quedé dormido. Desperté en una cama y no podía abrir los ojos. Había miles de pescados y tiburones a mi lado; los tiburones más preciosos de unos colores brillantes y luminosos, y me hablaban en un idioma muy enredado. No sé cómo los veía, porque aunque trataba de abrir los ojos no había caso. Y un olorcito y un vientecito, y un gustito de la más rica comida. Yo era una especie de rey y todos los pescados me decían cosas y me miraban como si yo fuera campeón de algo. Pero de repente, sus voces se volvieron más fuertes y comencé a entender lo que decían: —¡Cuidado! ¡Amárralo! ¡Antes de saltar, porque se puede dar vuelta! Total que pude abrir los ojos, y resulta que había otro bote al lado, con cuatro hombres y el Quezada. Y traían remos, y habían amarrado mi bote al suyo y tenían voces como de batalla. Quezada y otro pescador se pasaron a mi bote y empezaron a remar hacia la playa. Los otros dos se fueron a las redes que ahora estaban muy lejos. —¡Caramba la que nos fue a hacer! —dijo el Quezada—. Por poco se ahoga. Si llegan a saberlo en su casa, no va a ser castigo el que le van a dar. —Es que me había quedado dormido —expliqué—. Yo pensaba ir a recoger las redes. —Por suerte perdió el remo, porque si trata de levantar la red, se va de cabecita al agua y se acabó el cuento. En fin, que los pescadores son tan buena gente, que nadie dijo ni palabra y me regalaron una sierra plateada con ojos de botón.

Cuando yo era chico, preguntaba lo que quería saber; ahora me contesto yo mismo. También es señal de que soy casi grande eso de que ya no me hace falta jugar con otros. Me entretengo solo y ya me acostumbré a mí y ni me aburro nunca, por suerte. Salí a caminar solo por la playa de Ritoque. No había nadie más que yo y una gaviota. Iba por la arena mojada y suave, haciendo mil huellas hondas y con agua propia, y la ola las barría y barría hasta borrarlas. Era un juego entre el mar y yo. Si me quedaba quieto, el mar me plantaba en la arena como si mis pies fueran raíces y yo un árbol. La gaviota hacía lo mismo y yo estaba muy feliz, hasta que de repente, abrió ella sus alas y partió mar adentro. Iba en camino a la isla. Esa isla de rocas blancas que deben ser puras perlas o cosas ricas de comer, como mariscos con crema. En el camino, la gaviota se tiró tres veces al mar de picada, saltó espuma y ella desapareció. Y volvió a salir muy feliz comiendo algo. Yo la miraba plantado en la arena y hundido hasta media pierna. Pensaba que cuando naciera mi hermana yo la traería a esta misma playa y la convidaría a la isla para que conociera sus secretos.

Y estaba pensando en eso, cuando llegó otra vez la gaviota amiga mía. Y sé puso a correr delante de mí y yo detrás de ella. Y llegamos a unas rocas y trepamos y nos internamos en el mar. A medida que íbamos saliendo afuera, las rocas picudas se iban poniendo suaves y tenían como unas lengüitas resbalosas y verdes. Y entre estas lenguas había caracoles y toda clase de cosas. Era como una mina. Porque por dentro tenían concha perla además de la comida. Y la gaviota me miraba y corría por todas partes tocando apenas el suelo. Era la dueña de casa y yo su invitado. Y yo creía que había descubierto esa roca, cuando de repente vi en el suelo una cosa blanca. Me acerqué, y era una calavera de puro hueso. Y se veía que era de otro habitante antediluviano que había vivido ahí y se había muerto náufrago. Seguramente las gaviotas le habrían sacado los ojos y toda la carne y aunque era bastante feo porque la gente antigua tenía la cara terriblemente larga, tal vez alguien lo echaría de menos y ni sabría dónde estaba esa calavera. Yo le recé un Padrenuestro y lo enterré en la arena y le puse una crucecita de caracoles para que su ánima se quede tranquila. Y la gaviota corría alrededor de su cruz y dejó un caminito de estrellas en la arena.

En la roca había un, huequito como una cueva en que yo cabía justo y podría vivir ahí solo. Porque esa mina de caracoles y perlas era mi descubrimiento, y toda la arena brillaba alrededor con granitos de oro puro, y la calavera del náufrago era mía y su tumba también. La cuestión era que nadie supiera de mi riqueza. Y no estaría tan solo porque la gaviota me acompañaba y el animal es el mejor amigo del hombre. Y si no sabía qué hacer con mis riquezas le podría dar algo al señor cura para sus pobres.

Estaba muy feliz pensando en estas cosas metido en mi cueva, cuando de repente me vi rodeado de agua y el mar había tapado casi toda la roca y hasta mi cama se había hecho laguna. Miré a la playa y las olas habían borrado el caminito que hizo la gaviota alrededor de la tumba del náufrago y se habían llevado la cruz de caracoles. Todo se volvía agua y agua. Entonces me acordé de eso que dicen "subió la marea" y me entró un apuro terrible de volverme a casa.

Me trepé a la punta más alta de la roca y vi que el sol se había vuelto una bola roja inmensa. Era como un fuego, pero se iba hundiendo y hundiendo en el mar y todo se ponía rosado oscuro. El agua me cubría los pies y estaba bastante helada y la roca ya era una simple isla. La playa se veía muy lejos y me entró una idea de que ese náufrago que yo acababa de enterrar y que había descubierto esa mina igual que yo, se habría ahogado igual que me iba a ahogar yo ahora. Porque hay cuevas malditas que tientan a los hombres con sus tesoros y los entierran entre ellos. O los ahogan.

Hacía frío y estaba oscureciendo. La gaviota me miraba desde otro pico de la roca que asomaba en el agua. Yo no podía pensar, así que recé. Y entonces me vino la idea de seguir a la gaviota. Y aterrándome a la roca, sin saber si había fondo o no, me fui arrastrando metido en el agua hasta el cogote, pero sin soltarme jamás.

Y llegué donde la gaviota. Ella se fue más hacia la playa y me esperó. La seguí otra vez. No sentía ni frío y tenía tanta fuerza en las manos y en los dedos de los pies que ni las olas me botaban. Y cuando más firme me creía, ¡pum!, me hundí y me barrió una ola. Creí que me había ahogado, pero era que se había acabado la roca y había llegado por fin a la arena. Sólo que las olas me enrollaron y me fueron a dejar rodando a media playa.

Me levanté por fin y empecé a correr para ganársela a la oscuridad. Y antes de irme, volví la cabeza para no olvidarme del lugar donde estaban la mina, el tesoro y la roca.

Pero había desaparecido y todo era puro mar.

Tengo un amigo nuevo. Se llama el Chocho y su papá es contrabandista y trabaja en medias de nylon, lapiceras y whisky. Es como una tienda con patas y vende todo, pero como en secreto. Tiene cuadros pintados a pluma en los brazos y en el pecho. Conoce todo el mundo y el Chocho nació arriba de un camello.

El Chocho y yo hicimos una sociedad conyugal, y eso quiere decir que siempre andamos juntos, igual que los bueyes con su yugo. El Chocho tiene montones de ideas y amigos y vamos al puerto a recibir paquetes, recados y encargos. Y tenemos tantos amigos que podemos subir a todos los barcos, entrar en las bodegas y casi navegar.

Desde que conocí al Chocho no entiendo cómo mi papá se preocupa de que uno tenga casa. Lo único que verdaderamente sirve es tener un buque. Tiene todo lo bueno de una casa, pero sin dirección. O sea, que nadie lleva cuentas por cobrar, no hay que cuidar jardín, tiene agua propia, luz, etc., y uno echa a andar las máquinas y viaja por el mundo entero. Y un marino no tiene necesidad de ir al colegio porque lo aprende todo al natural. Y las máquinas, los cables, las anclas y cadenas, todo es maravilloso de olor, de sólido, etc., etc. Y el mar le da a uno algo como un alma de pirata que lo infla entero. Y es como una cuna que se mece todo el tiempo. Yo ahora ni me acostumbro en tierra…

Un amigo del Chocho y mío nos convidó a viajar y nos va a llevar a conocer otros mundos. Y a lo mejor me quedaré para siempre navegando, porque así puedo conocer los caníbales, los chinos, los cocodrilos y elefantes en su propia casa.

Pasamos un día estupendo en el muelle y visitamos como ocho barcos distintos: unos de pesca, otros petroleros, otros de nylon y pitucos como palacios, otros con animales. Se ve que Dios quería hacer viajar hasta a los chanchos porque ninguno se marea a bordo.

Y después pasó esto.

Llegué a la casa y me encontré con que mi mamá y mi papá no estaban. La Domi se creía dueña de casa y muy instalada en el living con la radio tocando y dos amigos suyos: el Negro y el Corvina. Y se reían a gritos. Cuando nos vio llegar con el Chocho, se me fue encima furiosa como si fuera mi mamá. Y me retaba, la muy creída, y casi me insultaba.

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