Papelucho Detective (2 page)

Read Papelucho Detective Online

Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

BOOK: Papelucho Detective
2.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Claro… y ahora mismo quiero irme a mi casa.

—No tan ligero, amigo. Tú te quedas conmigo.

—¿Tenis familia?

Yo traté de soltarme de su garra, pero él apretaba más y más.

—Me duele —le dije.

—Andando —ordenó como un militar. Y comenzamos a caminar por una calle y fuimos a dar a un bar oscuro. Él no me soltaba y yo pensando todo el tiempo cómo me podría escapar. Porque el Bonito me daba un poco de miedo por lo callado. También yo quería saber lo que íbamos a hacer.

Se sentó en una mesa y pidió un Chacolí. Le trajeron un vaso grande de tinto. Y me acordé de la sangre del Chato. Me revolvía el estómago verlo tomar.

Yo no sabía lo que él pensaba, siempre pescado de mí brazo. Yo quería conversar para saber algo.

—Oiga —me salió como carraspera—. Yo le vine a avisar lo del Chato para que usted se escape ¿Por qué no me deja ir?

—Porque tu boca es habladora. Tendrás que ser mudo por unos días…

—Es que yo le prometo no decirle nada a nadie —le dije.

—Es que yo no me fío.

—Es que yo le avisé a usted para que se salvara. Porque usted no había pensado matar al Chato. Estaban discutiendo…

El Bonito se puso a pensar de nuevo. Tenía la cara como ploma y la nariz colorada. Le temblaban las manos y le costaba respirar.

—Me gustaría irme a mi casa —le dije.

—Cállate —bufó—. Déjame pensar…

Se abrió la puerta del bar y él dio como un salto. Sus ojos parecían dinamita. Entró un hombre chato y chorreado y se acercó a la mesa.

—Vine a avisarte —le dijo—.

¿Sabes ya?

El Bonito dijo que sí con la boca apretada.

—¿Es cierto entonces?

—Cierto.

—¿Quién lo descubrió?

—La Roja. Cuando te vio correr con este cabro detrás del Chirigüe le dio la corazonada y averiguó. Armó la gritería y ya fueron a dar el aviso…

El Bonito se paró de un salto y me apretó el brazo. Sacó un billete y lo tiró sobre la mesa. Los tres salimos muy ligero del bar.

—¿Qué vas a hacer?

—No sé. Por ahora esconderme. Hablar Santelices después. Él conoce abogados.

Nos subimos en un micro. Los dos se sentaron y yo parado con la mano del Bonito en mi brazo. ¿Dónde nos iríamos a esconder? —pensaba yo. Y se me ocurrían muchas ideas, pero no me atrevía a decirlas. Tal vez lo mejor era irnos a mi casa. Nadie pensaría buscarlo allá.

—¿Tenis plata? —le preguntó el otro.

—Poca. ¿Para qué?

—Para tomar un tren. Irte bien lejos…

Nos bajamos de repente. Era cerca de la estación. Yo pensaba que íbamos a viajar. El Bonito hablaba en voz baja con el otro y de repente sentí otra mano en mi otro brazo. Pensaba dejarme preso con el amigo. Di un tirón y me solté de los dos, pero antes de correr mucho me habían alcanzado. —Si volvís a tratar de escapar te va a doler toda la vida —me dijo el Bonito. Y a su amigo—: tú te encargas de él y del Chingue. Creo que lo encontrarás en la pastelería… —y se apartó de nosotros. Lo vi irse a la estación y me habría gustado más bien irme con él porque era más conocido. Este otro hombre era muy antipático.

—Andando —me dijo y caminamos como un año sin hablar palabra. Su garra era menos dura pero más firme.

Por fin llegamos a una pastelería. Los pasteles tenían moscas y unas cosas como cortinas encima. No daba hambre. Vi al Chirigüe que desaparecía detrás de una cortina, pero el hombre me arrastró y lo seguimos. Era un cuartucho lleno de cajas sucias y una cocina con humo.

—Tú vas a venir conmigo, Chirigüe —le dijo el hombre—. Los dos se quedan conmigo hasta mañana. Nadie les hará nada si no tratan de escapar… si hacen algo, verán lo bueno…

No parecía tan malo después de todo. Nos compró un caramelo y nos llevó a su casa. El Chirigüe no me hablaba y miraba enojado todo el tiempo.

La casa del Orocimbo era como sala de espera. Tenía suelo de tablas y una mesa con florero. Había un mueble con tres copas de campeonato y un retrato hinchado con marco y el Orocimbo adentro vestido de campeón.

La señora de él era gorda y colorada y de una sola pieza. Nos miró como con rabia pero después se le olvidó. Le echó la llave a la puerta, se la guardó en el bolsillo y siguió haciendo sus cosas. El Orocimbo se sentó en el patio a leer el diario. La señora picaba cebolla y más cebolla.

—Te dije que no te metieras —habló por fin el Chirigüe.

—Pero así se va a salvar el Bonito. A nosotros no nos pasará nada…

—Ojalá —el Chirigüe miró al patio.

—Me gustaría llamar por teléfono a mi casa para avisarle a la Domi que me voy a atrasar…

—le dije. Soltó la risa.

—¿No entendiste lo que te dijeron? Pareces caído del catre… De aquí no nos movemos hasta quién sabe cuándo…

—Yo tengo que avisarle a mi mamá.

—¡Cuidado! Yo no quiero pagar por ti. Quietecitos los dos.

Me puse a pensar. Todavía era la mañana y la cebolla frita me hacía sonar las tripas. Me dieron unas ganas tremendas de almorzar. La señora de Orocimbo estaba transpirando.

—Si quiere yo le frío la cebolla —le dije. Me miró un poco y me pasó la cuchara. Yo empecé a revolver y ella sacó un pedazo de carne y lo picó. La cebolla frita era deliciosa. Se me caía el jugo de la boca y tuve que probarla. Me quemé un poco y por suerte nadie me vio. Yo ya ni me acordaba de por qué estaba ahí y se me había ido el susto y lo único que tenía era hambre. Y como ya no aguantaba más le pregunté a la señora:

—¿A qué hora almuerza usted?

—¿Y qué le importa al mocoso insolente? —me contestó.

—Es por si quiere que le lave los platos —dije— y si sobra un poco…

—El pobre siempre tiene que dar —dijo—. Si tienes hambre, siéntate y sírvete…

Los dos con el Chingue nos sentamos con un buen plato cada uno y los dejamos limpiecitos. El Orocimbo y ella se comieron toda la fuente y ni hablaban por comer. Pero cuando acabaron de limpiar el plato con el pan, ella se tiró un buen flato, y con la llave en el bolsillo, se acostó de boca en la cama. La llave quedó debajo de ella. El Orocimbo se estiró no más, sacó un tremendo revólver del bolsillo, lo dejó sobre la mesa, puso los brazos encima y se durmió como en su almohada.

Resulta que no pude terminar mi carta porque también me quedé dormido. Y por culpa de eso no se la mandé tampoco. Así que pienso que usted debe estar confundida de no saber de mí, pero supongo que se estará acostumbrando.

Mientras ellos roncaban, el Chirigüe se puso nervioso.

—Tenemos que irnos —me dijo.

—Yo estoy listo —contesté—. Pero, ¿cómo salimos?.

—Haz lo que yo te diga.

El Chirigüe estaba muy serio y hablaba en secreto. Yo lo miré que salpicaba unas gotas de parafina con el depósito de la cocina, después mojaba papeles en la ídem y los repartía por todo el cuarto.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté.

—Lo tengo muy pensado —me dijo—. Es el único modo de escaparnos. Hay que asustar a estos gallos…

Cuando yo le iba a preguntar si iba a hacer fogata, el Chirigüe sacó fósforos y a todo escape prendió los papeles y la parafina por todos lados.

Se llenó el cuarto de llamas y de humo: —¡Incendio! —gritó el Chirigüe, y don Oro se despertó como loco.

Se armó el boche, tiraba agua, maldecía, tiraba todo y gritaba dando patadas. Ella no despertó, pero él manoteando y tosiendo abrió la puerta de un tirón para que saliera el humo. Junto con el humo salimos el Chirigüe y yo, corriendo por la calle como un cohete. No paramos hasta llegar a la orilla de un zanjón y nos dejamos caer por una pasada de agua y llegamos a una especie de cueva con piedras.

El Chirigüe se sentó a descansar, escupió y se sobó un pie. Yo tenía puntada.

—Aquí no nos encontrará —dijo—. Esta es la cueva del Soto.

—Yo prefiero irme a mi casa —le dije. Pero el Chirigüe se había puesto como furioso y sus ojos estaban tan negros como una sartén.

—Tú no te mueves —dijo y sacó del pantalón el revólver de don Oro.

—¡Chitas! —dije yo—. ¿Y está cargado?

Lo empezamos a examinar, pero él no me dejaba ni tocarlo, como si fuera suyo. Era un revólver macanudo, de los antiguos y con cinco balas. Pero el Chirigüe no me tenía confianza.

—¿Lo vas a vender? —le pregunté—. ¿O se lo vas a devolver a don Orocimbo?

—Lo voy a guardar —me dijo—. Puedo necesitarlo algún día. Por lo demás yo sé que don Oro se lo robó al Quemao…

Y lo escondió entre las piedras. Después tapó todo con papeles, y basuras y se puso a pensar.

—Yo quiero irme a mi casa —le dije otra vez.

—Tú te irás a tu casa en la noche. Y no vas a soplar ni media palabra de todo esto porque te costaría bien caro.

—¿Y qué vamos a hacer hasta la noche? Es apenas después de almuerzo… —le dije.

—Tú no me dejas pensar —contestó y volvió a poner los ojos terriblemente negros.

Mientras él pensaba, yo empecé a mover las piedras para ver los tesoros de la cueva de Soto. Había un montón de cosas sucias y viejas, y también un reloj, cubiertos y máquina fotográfica. Se veía que Soto era ladrón. Y el Chingue debía ser su amigo si conocía la cueva.

—Oye —le dije—. ¿Tú eres amigo de Soto?

—Es mi padrino —dijo.

—¡Chitas! —dije yo—. ¿Y cómo es?

—Bien macizo —contestó.

—¿Es ladrón, no?

—No, es cogotera —dijo y soltó la risa. Pero se puso serio de repente y me preguntó—: ¿Sabrías llegar hasta aquí solo?

Meneé la cabeza. No me acordaba palabra por dónde habíamos corrido tan ligero. El Chingue me miraba todo el tiempo.

—En mala hora me metí contigo —me dijo rabioso—. Ahora no sé cómo zafarme…

—Si me voy a mi casa no me ves más —le respondí.

—¡Tú eres un bocón! Vas a llegar contando todo lo que has visto. Si Soto estuviera aquí, no volvías a hablar…

—¿Me mataría? —pregunté tragando saliva. Se encogió de hombros y escupió lejos.

—Oye, ¿a qué hora llega tu padrino? —le pregunté. No tenía ni gota de ganas de conocerlo. También pensaba que el Chirigüe no debía haberse bautizado. Después de un rato le pregunté:

—¿Qué estás pensando?

—De cómo hacer que se te olvide todo lo que has visto… Yo sé que hay una manera. Si yo te dejo aturdido, no te acuerdas más. Pero me da miedo meterme en un lío. Como eres un niño rico, te van a buscar hasta que te encuentren y a mí me llega.

—Yo te doy mi palabra de quedarme callado —le dije.

El Chirigüe se rió con cara de aviso. Ya no parecía ser mi amigo. Yo me sentía como un pijecito idiota y me dio mucha rabia que me hiciera sentirme así…

—Tú te crees que yo no cumplo mi palabra de hombre —le dije—. Ahora te doy mi palabra que vas a arrepentirte y le pegué una bofetada en plena nariz y a toda fuerza.

Rodamos por las piedras, pero a él le salía tanta sangre de las narices, que paramos de pelear. A mí me dolía el cuerpo, pero como fue él el que me dijo que hiciéramos las paces, yo me sentía macanudo.

Resulta que tuve que parar de escribir porque tenía como rabia de tanta hambre. Y me sonaban las tripas de arriba a abajo. Y me puse a morder el lápiz y mascarlo. Y uno de los compañeros de calabozo se compadeció de mí y me regaló un paquete de alfeñiques. Dice que él siempre anda trayendo algo por si cae preso. Es regia idea. V también son los más ricos que he comido porque estaban casi deshechos. Con el cuchillo de este amigo le saqué otra punta al lápiz y ahora es pura punta no más. Parece que lo demás me lo comí.

Cuando salimos de la cueva éramos amigos otra vez con el Chirigüe. Pero estábamos pensando que si ya toda la población sabía de la muerte del Chato, nos iban a hacer tantas preguntas por haberlo enterrado que era mejor desenterrarlo.

Así que nos fuimos a la población y derechito al basural para que nadie nos viera.

Corno el sol estaba muy fuerte, el olor era bastante terrible, pero con una mano nos agarramos las narices y con la otra escarbamos.

Lo que pasó es que el Chato había desaparecido. No estaba en ninguna parte…

Este era un misterio. O sea que alguien se lo habría robado.

Caramba que robarse un muerto es mucho peor que robarse un vivo. Y no podía ser el Bonito porque iba en viaje quien sabe si a Europa. Y tampoco la Roja, porque estaba llorando a gritos en la puerta de su rancho. Y don Orocimbo estaba apagando el incendio. Entonces, ¿quién?

Había que descubrir al ladrón. Eso era lo más importante antes de que llegara el autopatrulla. Porque, ¿qué iban a hacer ahí sin muerto, sin asesino, sin ladrón?

Tuve que parar de escribir otra vez porque se me acabó el lápiz.

Por suerte en ese momento apareció el sargento Neri y me prestó el suyo.

También nos trajeron un desayuno de agüita, café y pan. Estamos a pan y agua. Para que se me quite el hambre yo pienso en lo que voy a comer cuando vuelva a mi casa. ¿Han hecho postre estos días? Yo creo que tengo tres huecos para postre, así que guárdeme los tres pedazos que me tocaban.

También le diré que si no viene ahora a buscarme me pueden llevar a otra comisaría y meterme preso de verdad. Y al papá tal vez no le convenga tener un hijo preso porque dicen que uno sale a su padre. Venga porque tengo mucho que hacer en la casa.

Mientras llega la hora de salida del S. Neri le sigo contando lo que pasó.

Resulta que había que encontrar un rastro del muerto desaparecido, así que buscando en el basural yo encontré un zapato. La cosa era estar bien seguro si era del Chato. Y por eso me fui donde la Roja y le pregunté:

Other books

Pages from a Cold Island by Frederick Exley
Out of the Dust by Karen Hesse
Spanish Serenade by Jennifer Blake
The Omega Scroll by Adrian D'Hage
Heading South by Dany Laferrière
Hell Fire by Karin Fossum