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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho y mi hermana Ji (6 page)

BOOK: Papelucho y mi hermana Ji
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Le conté la cuestión de los gatitos y lo que me dijo la Domi, y mirándome por encima del anteojo quebrado dijo:

—Los gatos tienen siete vidas. A esos les quedan todavía seis…

—¿Y después que enteren las siete vidas, qué?

—¿Te parece poco vivir siete veces? Los hombres viven una sola.

—Pero tenemos la otra, la eterna, y ellos no, —dice la Domi.

—Ellos se dan todos los gustos en estas siete vidas. No tienen conciencia. Tú y yo la tenemos.

—¿Eso quiere decir que no nos damos gusto en esta vida? ¿O que no nos resulten los que nos queremos dar?

—Quiero decir que los gatos no van al colegio ni a la cárcel, ni trabajan tampoco. ¿Has visto algún gato zapatero?

—No. Ahora le entiendo lo que me quiere decir. Cuando usted era ladrón vivía como los gatos. No tenía conciencia. ¿Cómo le salió después? ¿ A los gatos no les sale jamás?

—Jamás. Y no me sigas preguntando porque tengo que trabajar.

—Pero puede trabajar hablando…

—No puedo. Para hablar tengo que pensar y trabajando…

—Uno piensa con la pura cabeza.

Se quedó mudo y comenzó a clavar con furia un zapato.

—¿Ese zapato es de un rico? —pregunté.

—Este zapato es de un cojo —dijo, parando de golpear—. De un cojo rico. Le pongo la mejor suela para que pise firme. Tener una sola pierna es tener menos que un pobre…

—Los gatos no son pobres ni ricos, son puramente gatos. ¿Para qué los hizo Dios?

Dejó el martillo y me miró sin anteojos.

—Los hizo para comerse a los ratones —dijo.

—¿Y para qué hizo los ratones?

—Para entretener a los gatos, para aprovechar las ratoneras, las cuevas y las trampas. ¡Ahora lárgate y no sigas preguntando!

Pescó otro clavo y se largó a martillear y yo me tuve que ir con todas mis preguntas.

Cuando llegué a mi casa ya era de noche. La calle estaba llena de cosas entretenidas y ni me di cuenta cuando se acabó el día. En una esquina había un auto chocado y un gran montón de gente que alegaba a un tiempo gritando cada vez más. El auto estaba solo. ¿Contra qué habría chocado? Era todo un misterio…

Tratando de entender lo que decían, de adivinar cómo puede chocar solo un auto cuando no hay otro, me abrí paso entre los furiosos. Olían a acetona de lo puro enojados.

De repente un señor le mandóun peñete a otro que sonó como un cohete. Fue la señal y empezaron a zumbar las cachetadas encima de mi cabeza. Sonaban pelotazos y los hombres acezaban resoplando a compás. Era un jazz electrónico acompañado de gritos de mujeres.

De otro repente no había nadie en la calle y mágicamente habían desaparecido matones, gritonas y curiosos. No había nada ahí más que el auto chocado, un carabinero y yo.

—¿Qué pasó aquí? —me preguntó el oficial.

—Ese auto chocó —le contesté apasionadamente, mostrándole el montón de latas arrugadas.

—Tendrás que venir conmigo a declarar —dijo el uniformado, pescándome de una oreja. Yo miré a todos lados, pero no había nadie.

—Así que robando autos a tu edad… ¡Ya aprenderás a colérico! —y me un tirón me trepó en su moto.

No me gustó el carabinero, pero su moto sí. Y resultaba rico correr a todo chifle por las calles haciendo sonar la sirena. Pero yo no quería ir a la cárcel, así que me solté de las manos y las piernas y me dejé volar en una curva. Cuando uno quiere caerse, ni duele el costalazo, y cuando hay que correr, menos se siente.

Iba feliz corriendo cuando una mano misteriosa me atajó. Era un caballero que venía en un taxi, y tal como película de gángster, me pescó, me elevó y me sentó a su lado.

—¿Qué le dijiste a ese carabinero? —preguntó resoplando.

—¿Yo? Le dije: "ese auto chocó".

—¿Y qué más?

—Nada más, porque él se lo habló todo.

El caballero del auto tenía un ojo estilo criadilla y sangre de narices. Si su mamá lo hubiera visto así le habría puesto compresas.

—Bájate, corre a tu casa y no hables con nadie hasta mañana —me ordenó y me dejó en la vereda parelelo. Sólo entonces me di cuenta de que era uno de los que había estado peleando. Seguramente el otro habría sido asesinado, por la cara que tenía el asesino. El auto partió a chorro.

Llegué a la casa y la Domi estaba con el electricista. Él trataba de quitarle los tapones y ella los escondía en su delantal. Ya había luz en la casa y la Ji estaba en la cocina dándole sopita a los gatitos vivos. Los muertos los había sacado del tarro de basura y los tenía todos untados con mentholatum.

—Cuando llegue la mamá los va a mejorar —me dijo—, pero yo creo que si tú trajeras una lauchita resucitarían…

La pobre Ji es inocente. No sabe nada de la muerte. Además, ¿cómo consolarla diciéndole que los gatos estaban en mejor vida, cuando no tienen alma?

—Oye, Ji —le dije—, los gatos tienen siete vidas, pero para nacer de nuevo tienen que morir. A ellos les encanta nacer, pero hay que dejarlos muertos para que nazcan y hay que dejar que nazcan para que se mueran. ¿Entiendes?

—¡Sí! —me dijo con los ojos de Rapuncel—. Matemos a los demás para que puedan nacer de nuevo.

Yo creo que la Ji va a ser siempre atrasada de noticias, porque ella nació con los alambre pelados.

Resulta que la Domi salió de vacaciones y la mamá trajo a una tal Tila para su reemplazo. Al papá le gustó el primer día.

—Tiene buena presencia —le dijo a la mamá cuando la vio—. ¿Por qué no la dejas a firme?

Pero a la hora del almuerzo ya estaba reclamando.

¿Dónde encontraste esta calamidad? Es totalmente interrumpida.

—Papá, ¿qué quiere decir interrumpida? —preguntó la Ji.

—Voy a darte un ejemplo —le contestó el papá—. Tila, tráigame vino, por favor…

Entonces la Tila le trajo un cenicero.

—Comprendes? —le dijo el papá a la Ji. Y la Ji comprendió.

—Tú dijiste ayer que tenía buena presencia —dije yo—. ¿Hoy tiene mala ausencia?

—Tú no te metas —dijo la mamá, y nos quedamos mudos mientras la Tila servía los porotos. El papá se llevó a la boca una gran cucharada y puso cara tremenda. Hizo una arcada y salió del comedor a toda vela. Cuando volvió venía pálido.

—¡Están envenenados! —y se apuró un vaso de vino. La mamá los probó con los puros labios pintados.

—Los cocinó con azúcar en vez de sal —dijo muy amable—. Es cuestión de costumbre. Creo que en Alemania los guisan así.

—¡Estamos en Chile! —bufó el papá— ¡Que traigan otra cosa!

La mamá partió amable a la cocina y cuando volvió el papá dijo:

—Mientras esté aquí este pájaro comeremos todo de tarro. ¡No quiero envenenamientos! Era la solución. Por fin íbamos a comer sardinas y duraznos en jugo. Pero la Tila trajo las sardinas hechas sopas calientes. Yo pensé: "fijo que hace empanadas con los duraznos al jugo". El papá parecía con pataleta. Tiró su servilleta y miró al techo como si ahí fuera a encontrar jamón. La mamá se levantó de nuevo, menos amable, y se demoró un buen rato en la cocina. Mientras tanto el papá le dio por tocar piano en la mesa y la Ji lo trataba de imitar. Nadie hablaba.

Apareció la mamá con un inmenso montón de huevos revueltos y los comimos todos calladitos. Era una mesa de mudos. La Ji preguntó:

—¿Cómo se llaman estos huevos tan ricos?

—Huevos en silencio —dijo la mamá y salió a buscar el postre.

Pero no volvió nunca más.

Por fin se levantó el papá y nosotros lo seguimos. En la cocina la mamá trataba de consolar a la Tila, que lloraba con hipo.

—Me voy y me voy al tiro y nadie me puede sujetar. Son malos y me dan complejo —hipaba—.

Me quieren convencer que no sé cocinar…

—Es todo lo contrario —dijo el papá—. Somos nosotros los que no sabemos comer bueno. Pero nadie la sujeta…

La Tila siguió llorando, se sacó el delantal y partió. Cuando entró la mamá al comedor con los duraznos, ya el papá se había ido a la oficina y los dos con la Ji tuvimos que comernos toda la fuente. La mamá estaba muda. Me dio pena.

—Mamá, no se preocupe, yo le lavo los platos —le dije.

—Y te encargas de cuidar a tu hermana mientras voy a la agencia a conseguir empleada —y partió.

Así que cuando terminamos, entre los dos con la Ji levantamos las cosas de la mesa y organizamos un lavado de platos electrónico. Pusimos todo en el suelo, y le disparamos el chorro de agua con la manguera del jardín. Era perfecto. Mientras volvía la mamá todo estaría seco, así que dejé a la Ji cuidando la sequía y partí a escribir mi diario. Pero cuando volví resulta que la Ji había discurrido lavar toda la cocina entera y ya empezaba a lavar el comedor. Era el verdadero diluvio y la Ji un Noé, pero empapado.

Rápidamente fui a buscar el secador de pelo y la aspiradora para secar todo eso. Pero sonó el timbre y por suerte era el Efrén Ulloa que venía a pedir una aspirina.

¡Chitas! —dijo cuando vio el problema—. ¿Están haciendo un tranque?

Total, que se ofreció para ayudarnos y con la escoba en un minuto barrió toda el agua. A la Ji le brillaban los ojitos.

—Quiero casarme contigo —le dijo al Efrén—. Papelucho es retonto al lado tuyo.

—Tenía razón. A mí no se me habría ocurrido la cuestión de la escoba. Efrén es un gallo admirable y ojalá se casara con la Ji cuando sean grandes. La Ji lo tenía pescado de la mano y lo miraba como losa radiante. Efrén se había puesto colorado y trataba de librarse de su mano.

—¿Me vas a dar la aspirina?

Fui a buscarla y me encontré con la mamá que venía llegando muy cansada.

—Todo el mundo tiene vacaciones menos una dueña de casa —dijo con envidia y se acostó en la cama con ganas de llorar—. No encontré empleada y tendré que hacerlo todo yo…

—¡Tengo la absolución! —clamé yo—, Efrén Ulloa está ahí y puede ayudarnos. Es una especie de genio… —me acordé de la Ji—. ¡Sabe de todo!

La mamá saltó de la cama feliz.

—Efrén Ulloa —le dijo sonrisosa—, ¿te darían permiso en tu casa para ayudarnos un par de semanas?. Estamos sin empleada, pero aquí todo es sencillo. ¿Sabes algo de aseo?, Eres tan amigo de Papelucho, y entre él y yo te ayudamos.

La Ji se le abrazó de las piernas al Efrén y le dijo suplicante:

—Di que sí, Lucifer, di que sí…

—¿Por qué lo llamas Lucifer? —preguntó la mamá.

—Es lindo nombre… como él —dijo la Ji sonrosándose.

—El demonio se llama Lucifer —explicó la mamá todavía contenta—. ¿Qué me dices, Efrén?

Pero Efrén tenía los ojos clavados en un montón de salchichas que había traído la mamá.

Estaba telepateado por ella.

—Mande —fue lo único que dijo, y la mamá empezó a mandar y no paró hasta que nos sentamos a comer.

Efrén resultó la maravilla y cuando llegó el papá al comedor, entró de garzón, con la fuente de salchichas, muy de pantalón negro y chaqueta de huaso de papá. Uno se sentía en restaurante.

Sirvió a la mamá y ella hizo los platos para todos. Apenitas terminó, Efrén voló con la fuente a la cocina. Perfecto

—¿Alguien quiere repetirse? —preguntó la mamá, y resulta que todos quisimos, porque estaba exquisito.

—Trae la fuente otra vez, Efrén —dijo el papá. Y Efrén la trajo. Pero venía pelada.

—Quieren servirse más —explicó la mamá, amable.

—No hay más —dijo Efrén—. Ya me comí las sobras.

—¿Tan ligero? —preguntó la Ji. Pero la mamá no dijo ni pío y el papá tosió.

—Trae el postre —dijo entonces la mamá, y por suerte era una sandía de tamaño familiar, así que alcanzó.

Después de la comida ayudamos al Efrén a quitar la mesa y lavar todo y él se comió hasta las cáscaras de la sandía para no dejar basura.

Después se fue a acostar a la pieza de servicio en su traje de garzón.

Esta mañana desperté feliz porque me acordé que teníamos de alojado a Efrén, un amigo de verdad porque hacía feliz a mamá. No lo encontré en ninguna parte hasta que por fin fui a su cuarto y ahí estaba durmiendo a pierna suelta con los brazos abiertos.

—¿Por qué duermes con los brazos abiertos? —le pregunté cuando por fin despertó.

—Para saber que estoy solo en la cama. Nunca había dormido así —dijo.

—Hay que hacer aseo —le digo—, la mamá salió a comprar… Metió su cabeza en el lavatorio y chorreando de agua se pasó el peine. Quedó impecable, pero bastante mojado.

Recorrimos la casa y encontramos tan limpia que no había más que soplar unas pocas cositas y listo. Así que nos sentamos a jugar a las damas y cuando llegó la mamá encontró la casa "soplada" y nos felicitó. Pero apenas nos felicito empezó de nuevo a mandar a Efrén de un lado a otro. Había traído montañas de paquetes porque el papá tenía invitados a almorzar y de cada papel salía una sorpresa macanuda.

—Pongan siete asientos en la mesa —ordenó la mamá, y empezó el acarreo, un plato cada uno. Pero chocábamos todos en la puerta.

—Deben llevar tres platos cada vez y no hacer tantos viajes —dijo la mamá. Obedecimos, pero justo chocamos con más fuerza y ahí quedó la crema.

—Yo llevaré las copas —dijo la mamá cuando paró de retarnos—. Lleven ustedes los cubiertos.

Uno por uno fuimos llevando cada cuchillo y tenedor y la puerta chillaba cada vez que se abría o se cerraba. La mamá estaba nerviosa…

—¡Hasta cuándo, Dios mío! —reventó de repente, y tapándose los oídos entró en el comedor y desordenó todo lo que habíamos hecho.

La mamá es de esa gente que no tiene confianza más que en ella.

BOOK: Papelucho y mi hermana Ji
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