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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

Parte de Guerra (2 page)

BOOK: Parte de Guerra
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También contaba García Paniagua, en pants y enormes zapatos tenis, desinteresado por la calle, alejado de la gente, acaso buscando la muerte:

Corría la sangre de la Revolución. En Michoacán, en un valle agreste, las llamas del sol y el incendio del combate se hacían un solo fuego.

La guerra cristera desataba el odio entre hermanos, que no había dolor más profundo que aborrecer al amado. Los blancos o los rojos deberían desaparecer. No cabían juntos en el espacio inmenso de la patria semipoblada.

El capitán primero de caballería, Marcelino García Barragán, mataba y esquivaba la muerte. Venció con sus hombres, ardiente el mediodía. Sobre la superficie, costra dura, pura piedra, quedaron los muertos insepultos. Eran muchos, hombres con rostro y sin biografía, muchachos la mayoría, hasta niños.

Cerca había un riachuelo, moribunda el agua. El espejo reverberaba bajo las luces del cielo. Era más que un oasis, ilusión y realidad fundidas. García Barragán ordenó a sus soldados que entraran al estanque. Desató el júbilo. Él mismo empezó a desnudarse, las botas primero, brasa que arrojó lejos. Pronto no quedó una prenda sobre los cuerpos de los vencedores. El capitán los observó, en grupo primero, después uno a uno. Colgado al cuello llevaban el escapulario, símbolo y tránsito de salvación eterna.

Gustavo Díaz Ordaz pasaba largas temporadas en Ajijic, a la orilla del lago de Chápala. Le atraía el clima y disfrutaba del golf en compañía del exgobernador de Jalisco, Juan Gil Preciado. Luchaba por sobreponerse a la matanza del 2 de octubre de 1968 y los pesares regresaban limpios, filosos. Sabía afectada a su familia, su esposa, sus tres hijos. Vivía su madre y como si un maleficio lo persiguiera, fue sepultada un 2 de octubre (1970). A la muerte del expresidente, el año 1979, seguiría la de su hijo menor, Alfredo.

En una pequeña casa que daba al bulevar Manuel Ávila Camacho, el general García Barragán me trataba como a un hombre de su entera confianza. Alguna vez me recibió en pijama, afiebrado por la bronquitis y protegido con el largo y grueso abrigo del ejército. Escupía sin cesar y hablaba sin fatiga. Tenía presente al licenciado Díaz Ordaz. Observaba que había cambiado desde la noche de Tlatelolco. Otro era su ánimo, abatido el temperamento. Bromeaba sin naturalidad y reía con estrépito. Una tristeza gris solía cubrirlo.

García Barragán viajó alguna vez a Ajijic para acompañar al licenciado Díaz Ordaz. Exhibía su presencia al lado del jefe, también una suelta familiaridad que el ejercicio del poder presidencial había hecho imposible. Pretendía, además, subrayar la conducta de algunos colaboradores del expresidente que se apartaron del capitán en su tragedia. Mencionaba a Luis Echeverría. No existía en el código de honor de un soldado alivio para una ausencia de ese tamaño.

Del exregente, Alfonso Corona del Rosal, celebraba que hasta el fin hubiera sido adicto a Díaz Ordaz, pero no lo tomaba en cuenta. Le parecía una figura secundaria, político y militar, político cuando convenía, militar si se ofrecía, coleccionista de la obra de Siqueiros, hombre de sociedad, de mascada fina, presidente de la Federación de Polo, deporte de aristócratas. No obstante, Corona del Rosal brillaba como nunca brilló el secretario de la Presidencia, Emilio Martínez Manatou. Atildado hasta la perfección, de baja voz insinuante, se atrevió a soñarse jefe de la nación.

(Inminente la Olimpiada, Martínez Manatou reunió a los periodistas en una larga y forzada comida, de tétrico buen humor. En nombre del Presidente pidió el esfuerzo común para llevar alto el nombre de México ante el mundo. Nuestro país era muy grande para mantenerlo encerrado un día más en el 2 de octubre. Por lo pronto, los muertos debían quedar atrás.)

De Julio Sánchez Vargas tampoco se ocupaba el general. Pro curador de la República, incumplió la ley y vetó la justicia. Bajo su firma, muchos terminaron en la cárcel. Uno fue Heberto Castillo, exaltado con honores oficiales que en vida despreció.

Desde joven unido al poder, el poder fue el único contacto de Sánchez Vargas con el mundo. No fue casual que Díaz Ordaz lo enviara a la Procuraduría en 1968. Ahí se mantuvo, atento a Los Pinos. En la brújula de Sánchez Vargas no había otro punto cardinal. Fue de los que exaltó con voz estentórea el patriotismo de Díaz Ordaz, la salvación de México en su puño firme.

A propósito de su trato con el expresidente, contaba García Barragán:

Una vez llegué a Ajijic en un Volkswagen rojo, llamativo. Me acompañaba Javier.

—¿Y su escolta? —me gritó el licenciado Díaz Ordaz cuando descendíamos del carro.

—Aquí la traigo —le grité a mi vez.

—¿Dónde?

Desenfundé la pistola y me miré los gemelos, encubiertos pero ostentosos:

—No se preocupe, señor, que no ando solo.

Un día, remoto entonces, vivo ahora, me dijo el general que dejaría al juicio de la historia su testimonio sobre la matanza del 2 de octubre. Las versiones propaladas le parecían incompletas. Ya investigaba lo ocurrido.

Fechadas el ocho de julio de 1975, en Guadalajara, había escrito cartas confidenciales. Conocí una de ellas. Decía, bajo su firma:

«Estoy tratando de reunir las opiniones de los Jefes que intervinieron bajo mi mando en los sucesos del 2 de octubre de 1968.

»Mucho le estimaré me envíe por escrito una descripción de sus impresiones personales, tanto de los asuntos en que usted haya participado personalmente, como de lo que haya observado de sus compañeros y Unidades que actuaron en esa fecha. Hágalo con mucha discreción, porque esto quedará únicamente entre usted y yo.

»Los hechos ya están consumados y la Historia que se escribe a largo plazo se encargará de darnos a cada uno el lugar que nos corresponde.

»Aprovecho la ocasión para saludarlo cordialmente y reiterarme su amigo de siempre».

Me contuve. Tranquilo en apariencia, pregunté al general:

—¿Escribe sus memorias completas o sólo el 68?

—Sólo el 68. Me miró, grave.

—A su tiempo, Javier hablará contigo (el general me hablaba de tú o de usted, el afecto parejo).

—¿Qué tiempo, general?

Dejó la pregunta sin respuesta y no insistí. Retomé el tema, sin embargo:

El tres de octubre informó al país que no decretaría el estado de sitio. ¿Por qué una declaración de ese calibre? ¿Peligraban las instituciones, cercano el caos?

Me explicó García Paniagua:

El día tres, cerrada la noche, el Presidente Díaz Ordaz citó a García Barragán en Los Pinos y le entregó un sobre. Contenía un proyecto de decreto: la suspensión de las garantías individuales. El Presidente quería la opinión de su secretario de la Defensa. Fue cla ro el militar: informó lo conducente y frente a su hijo rompió el papel. De ahí su declaración, horas después. Pasada la Olimpiada, en la Quinta Galeana (la casa del secretario de la Defensa), citó a miembros del gabinete. Debía volver la calma, el mando sereno. Dice el general: hay testigos de estas reuniones, compañeros de armas.

—¿Su declaración fue para el Presidente o para el pueblo de México? —le pregunto.

—Para el Presidente y para el pueblo de México.

—¿Y el gabinete?

—También.

—¿En algún momento se sintió Presidente?

—¿Tiene sentido tu pregunta?

Pasaba el tiempo. Yo no tenía idea acerca de las pesquisas de García Barragán. Suponía que avanzaban.

El 25 de junio de 1976 recibió el general una carta inesperada. Procedía de Corona del Rosal:

«Sr. General de División Marcelino García Barragán.

»Av. Américas No. 251.

»Guadalajara, Jal.

»Muy estimado señor General y fino amigo:

»Me es grato enviarte adjunto a la presente, recorte de la revista Siempre de fecha 23 del actual, que contiene una entrevista que me hiciera en la Ciudad de Pachuca, Hgo., el conocido periodista Joaquín López Dóriga, esperando que te interese su contenido, mismo que leyó con satisfacción nuestro amigo.

»Espero y deseo te encuentres perfectamente bien, como me han informado amistades que te han visto recientemente.

»Tengo también verdaderos deseos de verte y poder estrechar personalmente tu mano; ojalá cuando vengas por acá lo sepa yo, con el objeto de tener el gusto de convivir algún rato con el viejo compañero y amigo a quien tanto respeto y quiero.

»Un fuerte abrazo con el sincero afecto y compañerismo de siempre».

Corona del Rosal se solazaba en los méritos de Díaz Ordaz y en sus propias virtudes. Mencionaba a Luis Echeverría y a Marcelino García Barragán, unidos en el deber. Dijo de Díaz Ordaz:

«En el gobierno no hubo línea dura, pero sí firmeza ante la dureza de la agresión y el terrorismo. El señor Presidente vio los acontecimientos con pena, pero con serenidad y firmeza, pensando permanentemente en los intereses y el futuro el país».

Dijo también:

«Quienes organizaron esa situación [los estudiantes], seguramente no querían el retorno a la normalidad y creyeron que un hecho sangriento levantaría al pueblo».

Cuarenta y cinco días demoró la respuesta del exsecretario de la Defensa al exregente. Fechada en Guadalajara el 10 de agosto, escribió:

«C. General de División Alfonso Corona del Rosal.

»Paseo de las Palmas 131-3er. P.

»México 10, D.F.

»Estimado amigo:

»Recibí con agrado tu carta y leí con interés tus declaraciones, hechas con la sensibilidad política que siempre te ha caracterizado. Por su contenido deduzco que aún consideras prematuro que la Nación conozca la verdad de ese episodio deplorable que todos la mentamos.

»A los que fuimos responsables y protagonistas directos en aquellos sucesos, no nos queda sino esperar a que los años serenen las pasiones y que la Historia, que se escribe a largo plazo, al juzgar nuestra actuación corrobore con su juicio si servimos con lealtad y desinterés al entonces Presidente de la República, C. Gustavo Díaz Ordaz y a nuestras Instituciones.

»Oportunamente te comunicaré de mi próximo viaje a la ciudad de México, en tanto recibe un abrazo cordial de tu compañero y amigo».

Las cartas fueron públicas (Proceso núm. 985), sin respuesta, hasta la fecha, de Corona del Rosal. El menor de sus tres hijos, Ramón, ha dicho que no se explica la exclusión de las cartas en la autobiografía de su padre, Mis memorias políticas (la exaltación personal y el homenaje a los correligionarios). Cuenta también que don Alfonso comentó, ante sus ojos, la violencia silenciosa de García Barragán:

«No sé a que se refiere. Él y yo teníamos la misma información, la misma opinión. Siempre coincidimos, no tuvimos ninguna diferencia».

En la vida y en la política, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz desempeñaron papeles complementarios. López Mateos fue frívolo —bohemio, se le decía—, orador romántico, atractivo para las mujeres por su buena presencia y el éxito que lo seguía a todas partes, ninguno como él, Presidente. Viajaba cuanto podía, el placer antepuesto al deber y se aislaba con frecuencia. Víctima de la migraña incontrolable que lo postraba por días, dejaba hacer, dejaba libre al secretario de Gobernación, su amigo.

Sedentario, porfiado, de rotunda fealdad, a disgusto entre la multitud, Díaz Ordaz llegó a la Presidencia de la República con antecedentes que lo marcaban. Jefe del gabinete en la ley de secretarías de Estado y jefe del gobierno en los hechos, sofocó hasta el crimen la huelga nacional ferrocarrilera de 1959 y metió en la cárcel a diez mil trabajadores que soltó poco a poco. Demetrio Vallejo, símbolo del movimiento, salió de la prisión viejo, desmedrado.

Frente al asesinato de Rubén Jaramillo, el gobierno calló. Oriundo de Morelos, el líder campesino se oponía al despojo de terrenos ejidales por parte de fraccionadores apuntalados por autoridades locales y federales. Hacía ruido. Fue liquidado una mañana de cielo azul. También su mujer, abultado el vientre, y tres hijos del agrarista. El Presidente John F. Kennedy visitaría México con la belleza que lo acompañaba, su esposa Jacqueline. México debía exhibirse sin conflictos, valle tranquilo, feraz. Al crimen infame lo cubrió la tierra.

Al paso del tiempo y asombrosa como es, la historia iría haciendo de Díaz Ordaz un hombre del tamaño de la tragedia de Tlatelolco.

Poco antes de su protesta como Presidente de la República, Díaz Ordaz citó en su domicilio a Javier García Paniagua (la casa se fue haciendo grande, como las casas de todos. El poder necesita espacio, amplitud que se sienta, que pese).

—Dile al general que lo espero mañana a las diez, aquí, en mi casa. De civil.

Contaba don Javier que su padre se presentó uniformado a la cita, todas las prendas encima. Díaz Ordaz salió a su encuentro, llano. Fue prolongado el apretón de manos entre estos personajes que poco se conocían.

García Barragán sabía de qué se trataba, pero alimentaba el escepticismo. Una época militó en la oposición, enfrentado al Presidente Miguel Alemán y a su candidato a la sucesión, Adolfo Ruiz Cortines. Decía el general que Alemán había devastado la moral pública, deshonesto como hombre y como Presidente. Como hombre se había enriquecido hasta el escándalo y como Presidente había desviado la ruta de México en beneficio de los Estados Unidos.

Admiraba el general a Lázaro Cárdenas. En la vida moderna de México, no había hombre de su talla. A la visión cardenista de un país independiente y próspero, siguió la pérdida de principios, huecos los discursos nacionalistas. La lucha por la igualdad entre los mexicanos se hacía añicos y se desmoronaba la fortaleza interna frente a los Estados Unidos. Cárdenas fue un estadista que pensó en «los de abajo», la revolución contada por Mariano Azuela. García Paniagua hacía suyos los sentimientos paternos. Visitado con frecuencia por sus hijos, por el licenciado José Socorro Velázquez y por Julio Scherer Ibarra, contaba que había formado un abultado archivo fotográfico, juntos don Lázaro y don Marcelino, de uniforme y de civil. Para don Marcelino, expresaba la entrega; para don Lázaro, la admiración.

El seis de junio de 1985, don Javier me envió una carta que aludía a sus convicciones:

«Don Lázaro aprovechó su oportunidad histórica para escribió su mensaje inmortal, convencido de que la vida de México va unida al destino del C. Presidente de la República. Cuando este puesto lo ocupa un patriota, suele trazar el destino de todo un pueblo. Quizá por ello he querido obsequiarle esta estatua.»

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