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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

Parte de Guerra (3 page)

BOOK: Parte de Guerra
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La estatua mide unos ochenta centímetros. Se ve al general de traje, claro el relieve de la banda presidencial.

Fue prolongado el encuentro entre el licenciado Díaz Ordaz y el general García Barragán: una hora y algunos minutos. Terminada la audiencia, agotadas las palabras, juntos fueron hasta la puerta que da a la Cerrada de Risco número 133, en el Pedregal. De nuevo el apretón de manos, largo.

García Paniagua vio a su padre, la pregunta en la mirada. García Barragán vio a su hijo, la respuesta en los labios, sugerida la sonrisa.

—¿Y? —exigieron los ojos de García Paniagua.

—Juré lealtad al Presidente —respondió «El Tigre».

Alguna vez sugirió el licenciado Díaz Ordaz a los miembros de su gabinete que se hablaran de tú. Pretendía la sencillez y en su casa él mismo preparaba los jaiboles. De López Mateos cuidó, devoto, pero no lo acompañó más en los viajes vertiginosos a bordo de autos europeos de gran precio, pasión de su amigo. Testigo de bodas, incontrastable en las ceremonias familiares, el Presidente no regateaba el tiempo a los anfitriones. El buen humor y la inteligencia rápida y aguda borraban la fealdad de su rostro. Su cuerpo enjuto también desaparecía.

Tomaba a broma su aspecto, tan pequeños sus ojos, tan afilado el rostro, tan pronunciados los pómulos, tan prominentes los dientes, tan abultados los labios. Decía que la mueca era propia de las bocas finas, que si se tuercen, se nota. «Yo tengo todo menos una boca fina. Si sonrío, mi sonrisa se torna risa. Hasta simpático parezco.» A su irónica jactancia lo ayudaba la voz, absolutamente varonil.

Como secretario de Gobernación se había movido seguro, protegido por las cuerdas del ring en que batallaba. Como Presidente no contaba con cables que lo salvaguardaran. Un golpe podría ser mortal, el vacío a la espera. Así opinaba de él mismo. Y agregaba que sabría gobernar y gobernarse.

Temprano conoció los primeros conflictos. Los enfrentó, escindida su personalidad entre la claridad de su inteligencia y la sinrazón de su conducta.

A unos meses de la toma de posesión, pasado 1964, los médicos desfilaron por las principales calles de la ciudad de México. Exigían prestaciones mejores y el pago de su aguinaldo. Uniformados, sacerdotes de blanco, conmovían a los transeúntes que se agolpaban a su paso. Hubo quienes les lanzaron flores. También serpentinas, confeti. Los aplausos alcanzaban en algunas esquinas el tono conmovedor de las aclamaciones sentidas.

Abogado, polemista adiestrado en la política provinciana, a ras del suelo y en el Senado que apunta alto, Díaz Ordaz se negó a los médicos. Utilizó emisarios, uno, otro. Fracasaron en fila. Los médicos optaron por el paro. Atenderían sólo las emergencias, anunciaron. Díaz Ordaz los amenazó con el personal de los hospitales militares, incluidas las enfermeras. No podrían más que él. Apareció la mano dura, el puño invisible y cierto del Primer Magistrado. Los débiles se doblaron. Siguió la desbandada.

Vencidos los médicos, siguió la persecución selectiva contra algunos de ellos. Fue el caso del doctor Ismael Cosío Villegas, hermano de don Daniel, insustituible en su tiempo e imprescindible en la historia. Alto y encorvado como el escritor, enfurruñado como él, de pocos amigos y legión de seguidores, don Ismael alcanzó los más altos méritos en su especialidad. Neumólogo, fue presidente de sus colegas en América Latina, presidente de la Academia Nacional de Medicina, maestro indiscutido. Trabajó en los hospitales de atención gratuita. En Huipulco se pasaba las horas, insensible al tiempo, sensible a los enfermos macilentos, sin oxígeno suficiente, temerosos de la muerte por asfixia. No se repondría don Ismael del acoso de que fue víctima. El gobierno le cerró uno a uno los caminos de la medicina pública, razón de su sapiencia. Murió en 1986.

Como ningún otro rector de la UNAM, joven aún el sexenio de Díaz Ordaz, fue vejado el doctor Ignacio Chávez. Secuestrado en el salón del Consejo Universitario, renunció entre gritos, insultos, a punto algún energúmeno de golpearlo en el rostro.

Zeus, como llegaron a decirle, era contrario al pase automático para ingresar a la Casa de Estudios. Inconforme con los jóvenes que se hacían viejos en la UNAM, agitadores profesionales, los dejaría fuera del campus, que nada tenían que hacer ahí. Planeaba reformas académicas fundamentales. Sin rigor, afirmaba, la Universidad no salvaría su abatido prestigio.

De nada valieron los argumentos del cardiólogo a favor de la UNAM. Tampoco la claridad de su conducta ni su pasión por la ciencia y la enseñanza. Menos su reconocimiento en México y el extranjero. Su hija Celia contaba que lo poseía el trabajo, clara su inteligencia en la vacilante luz de la noche y el alba. Cercana la fecha de algún suceso, orador inevitable, reaparecía Víctor Hugo en el buró de su recámara. Admiraba el estilo del nove lista, su mirada profunda sobre el hombre. Decían del doctor Chávez que era desagradable por orgulloso y cautivaba. Envolvente su conversación pausada, tenía algo mejor que la simpatía, la amabilidad.

Fue pertinaz la guerra en su contra. A los estudiantes, dirigidos por fósiles, el gobierno los dejaba hacer y reservaba las formas para el rector. Díaz Ordaz lo recibía en Los Pinos, entrada la noche. El doctor Chávez escuchaba promesas y volvía a la batalla al día siguiente. Era claro el avance de los agresores en la lucha desigual. Las autoridades toleraban el secuestro de camiones y el malestar exasperado que pro vocaba, la algarada de los jóvenes, su exhibición de fuerza, los mítines amenazantes fuera del recinto universitario.

El 26 de abril de 1966, el depuesto rector abandonó para siempre la Ciudad Universitaria.

Rosario Castellanos, responsable de la dirección de prensa y relaciones públicas de la UNAM, la primera en el cargo que suprimió el embute a los periodistas de la fuente a cambio de libros, vio claro el futuro:

«La Universidad fue degradada —le dijo violenta a su marido, Ricardo Guerra, profesor de tiempo completo en la Facultad de Filosofía —. Renuncia, ¿qué esperas? Salte.»

La escuchó Ricardo, yo también, un largo domingo en su casa de Constituyentes:

«Vendrán tiempos nefastos.»

Resueltos los problemas bajo la ley del autoritarismo presidencial, se sucedían de manera distante los encuentros entre el Jefe del Ejecutivo y el secretario de la Defensa Nacional. Pasaba tiempo sin que se les viera en los acuerdos de Los Pinos.

Desde joven, Marcelino García Barragán era tenido por un jinete a la altura de Joaquín Amaro, fundador del ejército mexicano. No había un tercero. Amaro, látigo en mano, adiestraba a la tropa incipiente. Una mañana, frente a jóvenes llegados del norte, de sombrero rústico, ordenó a los bisoños que se descubrieran. Algunos se hicieron sordos a la voz de flauta de Amaro, un pito, como se albureaba entonces. «¡Qué chingaos!», gritó la ira de Amaro. Dos reclutas se resistieron. El fuete, una llamarada, abrió sus rostros.

Esas eran las maneras de Amaro. Otros fueron los modos de García Barragán. No vejó a sus hombres. La dureza fue su estampa. No obstante, se parecían.

Del seis de marzo de 1940 al 14 de junio de 1942, el general de brigada Marcelino García Barragán ocupó la dirección del Colegio Militar. Sugerentes las biografías cercanas, el general Joaquín Amaro había cumplido igual cargo en el edificio de Popotla, palacio hermoso que se extiende sobre una superficie apacible, sea invierno o primavera. No hay soldado que camine por el rumbo sin algún sentimiento que lo renueve, que ahí está la historia del ejército mexicano.

Los jóvenes de nuevo ingreso pagaban su cuota cruel a los hermanos mayores. Era la tradición. La brutalidad tenía el valor de la primera asignatura. No podía ser de otra manera. La rudeza probada a los hombres destinados a la muerte, los que mataban y los que morían. Era el credo de García Barragán, el hierro que templa el carácter. Los cadetes envo lvían a los principiantes en pesadas alfombras o colchones viejos y los lanzaban a la alberca de agua helada. Ignoraban los verdugos si sus víctimas sabían nadar. No era su problema que el primerizo saliera a flote. También los encerraban en los lockers y prendían un fuego largo al pie del guardarropa de acero. Eran normales las visitas a la enfermería, los pies heridos. Por las noches, en el comedor desfilaban los novatos. A su paso, menudeaban los golpes con el puño cerrado o la palma de la mano hecha callo. Alguna vez culebreaba la fajilla, el cinturón de cuero ancho, gruesa la hebilla y sólido el escudo del Heroico Colegio. Del golpe brotaba la sangre.

Jefe de la zona militar en Toluca (1960) el general García Barragán ordenó a uno de sus oficiales:

—Apaga ese fuego —una revuelta pueblerina, escandalosa.

El oficial se mantuvo tirante. Aguardó, quizá, un dato más en la orden terminante.

García Barragán volteó hacia el jefe de su Estado Mayor, Félix Galván López, años después secretario de la Defensa:

—Le faltan güevos. Vamos tú y yo.

Amaro culminó una era, García Barragán inició otra, primer soldado que llegó a la Defensa con estricta formación militar. Sus antecesores, Gilberto R. Limón, con Miguel Alemán; Matías Ramos Santos, con Adolfo Ruiz Coruñés y Agustín Olachea Avilés, con Adolfo López Mateos, ascendieron por sus hechos de armas y un escalafón respetuoso de su edad avanzada. Fueron revolucionarios y terminaron burócratas. No hablaban del ciudadano Presidente o del señor Presidente. Hablaban de «mi Presidente». Era su gloria y su destino. Olachea ensuciaría el uniforme, en la penumbra su alma senil:

Aún hoy narran militares cercanos a García Barragán que Olachea era un hombre decaído al frente de la Secretaría de la Defensa. Le faltaba la salud y su inteligencia inculta se había venido abajo. Recibió la orden, de ésas que no tienen voz. Rubén Jaramillo ya había hablado con el general Lázaro Cárdenas y se aquietaba. No obstante, había que tranquilizarlo antes y durante la esperada visita presidencial, Kennedy en casa.

Un ser opaco de la judicial militar, la sombra temible que todos conocen y nadie identifica, recibió instrucciones y las transmitió al modo de la época. Existen en el ejército, como en cualquier corporación multitudinaria, formas, estilos, un caló que corre y se deja correr. «Que arregles definitivo» era una frase común y ambigua. Un miserable tranquilizó a Jaramillo, tranquilizó a su mujer, tranquilizó a sus hijos y a todos los mató a mansalva en Xochicalco. La maldad cobró forma y volumen, podía tocarse, olerse.

Cabe suponer que Díaz Ordaz imaginó que no tendría problemas con García Barragán en la Secretaría de la Defensa. Se trataba de un centinela seguro y lejano, ideal para un hombre inclinado a la soledad, autoritario y allá adentro, sombrío. El Presidente sostenía su acuerdo cotidiano con el general de brigada Luis Gutiérrez Oropeza, jefe de su Estado Mayor y años atrás, en Gobernación, responsable de la ayudantía del titular.

Sin historia sobresaliente, Díaz Ordaz le entregaba su confianza al militar. El trabajo habitual hacía su parte, afinaba el trato, los unía. No fue extraño que a Gutiérrez Oropeza se le tuviera como virtual secretario, tantas veces al lado del jefe nato de las fuerzas armadas. Era, además, la línea inspirada por Miguel Alemán, creador de las guardias presidenciales, un pequeño y poderoso ejército dentro del ejército, un cuerpo de excepción para el Primer Magistrado.

Deliberaban Díaz Ordaz y Gutiérrez Oropeza, ausente García Barragán. Sobre la mesa citaban nombres, ponderaban grados, antigüedades. Aprobaban las promociones: mayores a coroneles, coroneles a brigadieres, brigadieres a divisionarios.

El general García Barragán se inconformó ante el Presidente Díaz Ordaz. Se presentó en Los Pinos uniformado de gala, que sólo así concebía la relación con su jefe, el respeto manifiesto. La omisión de que se le hacía objeto le parecía inadmisible. «Si no puedo revisar y aprobar las promociones militares, señor presidente, porque usted así lo decide…»

El general volvió a la Defensa. Guardó la historia para sí. Algunos contemporáneos la contaron tiempo después. A García Paniagua le pregunté del suceso, una rajadura en la estructura castrense. Sonrió sin humor. Asintió.

Transcurría un año crítico: 1966.

Insistente, yo le pedía a García Paniagua los papeles de su padre.

—Son suyos —me decía.

—Si son míos, que sean míos. —Son suyos, de nadie más.

—En una de ésas no me da tiempo. Estoy viejo, mucho más que usted.

—Usted sólo tiene más años.

Su obesidad me causaba angustia. De estatura regular y en la media entre los cincuenta y los sesenta años, podía llevar encima ciento treinta o ciento cuarenta kilos.

Yo caía en la obsesión.

—Hábleme de los documentos, don Javier.

—Ya los verá.

—¿Cuándo?

—Pronto.

El 31 de mayo de 1995 se cumplió el centenario del nacimiento de Marcelino García Barragán. Envié unas líneas a don Javier, a Sayula. Mencionaba la última vez que había visto a su padre, en el hospital. «A usted lo recuerdo tieso, taciturno.» Lo instaba, de nuevo, a que nos ocupáramos de los documentos del 2 de octubre. Temía la respuesta como se dio: el silencio.

Mi contumacia podía encender la sospecha: visitaba y aun escribía a don Javier por una razón marginal a la amistad. No era el caso, reconocida mi pasión por el material que atesoraba. La gratitud gobernaba mi relación con él. También ese cruce de sentimientos que culminan en la confianza, inasible y compacta como es. De haber cambiado de opinión, me lo habría dicho, omitidas o explícitas sus razones.

Olvidé el tema sin olvidarlo. Además, la muerte se había instalado en la casa de García Paniagua. Ahí estaba, silenciosa y terrible. Algunas veces, a lo mejor para alejarla, me había pedido que del desayuno hiciéramos almuerzo y del almuerzo la comida formal. Sin tiempo para el tiempo deberíamos darnos tiempo para conversar. Los últimos meses su fatiga crecía, aguda. Juntos hacíamos el recorrido hasta la puerta de salida, a la calle. Sentía su esfuerzo al caminar, más y más lentos sus pasos cortos, ahogada su respiración. Percibía que se bamboleaba, inseguro su centro de gravedad.

No recuerdo nuestra última conversación. Ignoraba que no habría una más, pero tengo presente una escena:

Un perro que vi inmenso, mastín con ojos sin color, se dejó venir a nuestra mesa. Don Javier gritó, grito de muerte: «¡Lobo!». El animal ocultó la cola y huyó.

García Paniagua llevó a la Federal de Seguridad, de la que fue director (1976-1978), el carácter recio de su personalidad profunda. También el amor a su padre. Las credenciales de los agentes ostentaban la cabeza de un tigre. Era esmerado el trabajo, en metal grueso. El auditorio de la Federal mostraba, a la entrada, la foto enorme de un tigre. El animal, naranja y negro, imponía su estremecedora belleza.

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