Retorno a la Tierra (18 page)

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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Retorno a la Tierra
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¿Soy el fruto de un experimento conducido hasta su fin? ¿Este fin implica el fin del mundo? ¡Un superviviente! No obstante, si me comparo a los seres humanos de quienes creo ser el último ejemplar vivo, me es fácil comprobar lo mucho que difiero de ellos. Mis genes han sido modificados. Tercer párpado para protegerme del ardor del sol. Pies prensiles para trepar a los árboles de la selva. Doble sistema respiratorio que me permite vivir en el seno de dos elementos: aire y agua. Al contrario que mis antepasados, estoy equipado para sobrevivir sobre este planeta. ¿Han inventado las máquinas mi origen? Ya no menciono el embrión de alas cuyo desarrollo puedo observar desde hace poco sobre mis omóplatos, mis huesos duros, compactos y ligeros, mis manos y mis pies palmeados hasta la segunda falange, el sonar que me permite desplazarme sin visibilidad. No, no menciono todos estos atributos suplementarios porque quiero ser un hombre, sólo un hombre, para encontrar a otros hombres que no me arrojen piedras cuando los encuentre. Soy de su raza, he heredado su cultura. ¡Escarnio! ¿Qué queda de todo esto? Libros roídos por los insectos, cuadros corroídos por extraños mohos, películas precintadas en botes herméticos y que es imposible visionar por falta de electricidad, músicas muertas en la cera, esculturas, arquitecturas devoradas por la vegetación.

Soy el único sucesor de civilizaciones dormidas e intento hacer fructificar mi parte de herencia. He leído millares de libros, visitado centenares de museos, he aprendido a tocar diferentes instrumentos musicales, pero después de diez años, desde que se detuvieron las máquinas que me han educado, no he podido reconfortarme con imágenes de la vida de mis semejantes. Es necesario que consiga poner en marcha una unidad energética, aunque sea tan sólo para despertar los fantasmas dormidos en las cinematecas.

Algunos pasos, luego el mar. Batiburrillo de desperdicios multicolores. Plásticos despedazados, maderas flotantes, hartas de mar, claves de una civilización. La grava. Dentro de unas horas la temperatura será de más de cuarenta y cinco grados a la sombra; no le temo a este horno. Mi equilibrio biológico está regulado para soportar las mayores diferencias de temperatura. Del espacio cubierto por los árboles a las blancas rocas reverberantes de sol, pueden haber enormes diferencias. Desde hace quince días es verano según el calendario, pero el viento glacial que no cesa de soplar del casquete polar, situado algunos grados de latitud por debajo de Niza, lucha contra la canícula.

Telón cerrado de eucaliptus, pinos y palmeras. Frontera sombría, ininterrumpida, que corre a lo largo del mar hasta perderse de vista. El muelle de hormigón gris que orla la ciudad junto a la playa está agrietado, fisurado. En los intersticios, se depositan semillas y esporas. Algunos arbustos y lianas ya han conseguido romper el suelo. Las viñas lanzan al cielo sus tortuosos sarmientos. Las enclenques mimosas corren sobre el suelo como fresales. La vegetación se lanza al asalto del muelle. Tras de mí se extiende la ciudad, cortada a filo de cuchillo, graciosa y complicada. Ciertos barrios de Niza están perfectamente conservados y son testimonios del genio de sus constructores. Saledizos calados, ocres pálidos de las fachadas a la italiana, torres solares. Densidad fantástica de construcción; manierismo y estilo funcional mezclados y entrefundidos. En las alturas, el poderoso crecimiento de la jungla ha hecho crujir la arquitectura. Las paredes desmoronadas sufren el asalto de una vegetación salvaje. También nacen extravagantes fantasías, jardines colgantes, macizos lujuriantes, espesuras de flores barrocas que estallan como fuegos de artificio por encima de la verde monotonía de la selva. Armonía destruida y recreada. Cadáver, un hermoso cadáver. Porque amo a esta ciudad, por eso me he quedado en ella después de diez años de viajar a través del planeta, después de millares de kilómetros recorridos a la busca del hombre.

Apenas tengo razones para creer que encontraré una respuesta a mis preguntas en esta ciudad, y no en otra, pero sin embargo intento quedarme el máximo tiempo posible. ¿Será por un presentimiento? ¿Por un recuerdo?

Han transcurrido dos meses desde mi llegada, pero la impresión que aquel momento me causó todavía sigue fresca. Era al comienzo de la primavera, al fin de una estación de lluvias. Yo salía de entre las últimas vegetaciones; del suelo empapado de agua subían vapores azules y rosas. Un amanecer tan dulce como insinuante. Finalizaba un recorrido de muchas semanas siguiendo los rastros de las pequeñas carreteras comarcales que aún subsisten a través de la selva, peregrinación hacia las ciudades y pueblos del interior donde a veces sólo quedan trozos de un campanario, restos de un castillo, una piscina, un supermercado, las ruinas de una torre de vigía. Viaje penoso e inútil. Tan sólo un buen recuerdo, el olor de las cavas. He descubierto en este país gran número de botellas de vino perfectamente conservadas pese al creciente calor exterior, por hallarse hundidas en laderas calcáreas a muchos metros de profundidad. Junto a los alimentos en conserva y las obras de arte, son los únicos testimonios tangibles que hacen soportable la enseñanza de las máquinas. El alcohol todavía puede hacerme creer que seres semejantes a mí han vivido en estas ciudades fantasmas.

La embriaguez aligeraba mi paso; tenía prisa por abandonar la terrible atmósfera de la selva, rancia y malsana exhalación. Gracias a un claro situado cerca de un barranco, terminaba de entrever Niza, anidada junto al mar. ¡Abandonar la noche verde! El miedo, amplificado por el alcohol, me hacía correr hasta la ciudad. Al encontrar el primer inmueble, pasado el cartel indicador, me dejé caer contra una pared, sin aliento. Después de beber un último trago lancé la botella contra las piedras. Rota. Trozos de vidrio sobre el suelo todavía oscurecido por las últimas lluvias.

Un ruido, no un zumbido de insecto; un ruido, no una rama agitada por el viento, ni el agua caída súbitamente de una hoja abarquillada. Un ruido anormal. Digamos más bien que jamás había oído otro parecido y que no podía proceder del medio natural que frecuento. No era tampoco el ruido rítmico de un ser o de un animal corriendo. Me levanté, estaba borracho. Anduve titubeante hasta el lugar de donde procedía el ruido, en una calle cercana. Me pareció ver desaparecer una silueta a la vuelta de un inmueble cercano. Asustado, me precipité en esa dirección. Tropecé en mi carrera cayendo a algunos metros de la encrucijada donde se desvaneciera la aparición. Un grito grave y lúgubre surgió de la calle oculta. ¿Soñé? Me levanté, luego nada. Hoy ya no consigo recordar los sueños que tuve después de ese incidente, sumido en el sueño de la borrachera. El ser humano que huía ante mí corría demasiado aprisa, demasiado rápido, yo no podía alcanzarle porque dormía.

Siempre estoy obsesionado por la misma visión, atenazado por la misma duda. Pero jamás he descubierto nada que pueda asegurarme la veracidad del hecho. Sin embargo, luego he recorrido esta ciudad en todos los sentidos, he visitado hasta el más pequeño rincón de los barrios todavía habitables, cerca del puerto y detrás del paseo de los Ingleses, me he aventurado incluso hasta la ciudad alta para visitar los rascacielos ruinosos, asaltados por una vegetación demencial. He sufrido el ataque de flores venenosas, bejucos tentaculares que prefieren los rincones más aislados y sombríos de las ciudades al abrigo de la selva. A veces tengo la impresión de que estas plantas son disidentes y que han escogido libremente su residencia. Ni un signo, ni un indicio. Nadie. Siempre el silencio y la soledad. El ruido no se ha repetido jamás.

Botellas alineadas a lo largo de los vacíos mostradores; me gustan los cafés, lugares encantados por las masas desaparecidas. ¡Y no es solamente el alcohol lo que me trae a ellos! Más que las viviendas desiertas, los cines vacíos, los aeródromos muertos, las calles y las plazas abandonadas, los cafés a veces me proporcionan la sensación de moverme todavía entre mis semejantes. Capto allí el sentido de la palabra sociedad. Durante mi educación, las máquinas me han intoxicado con esta noción, me recordaban cada día que el hombre es un individualista que sólo puede sobrevivir en sociedad. La sociedad, objeto primordial de su enseñanza. ¿Cómo se puede crear una sociedad cuando se está solo? Quizá yo sea el prototipo que los hombres han concebido para realizar una sociedad perfecta. Pero, entonces, ¿dónde están mis semejantes? Yo soy libre y dueño de mis actos, me ha sido dado un planeta entero para inventar una nueva civilización. Soy único, y cada mañana, al despertarme, determino quién soy yo, en qué sociedad vivo. Por una vez al menos, desearía que se me impusiera una voluntad distinta de la mía. Entonces sabría cómo reaccionar.

Estallido de los plásticos y de los metales, rutilar de las vidrieras bajo los rayos del sol creciente, imitación de la luz eléctrica. ¡Luz eléctrica, placenta de mi infancia, yo te he perdido! ¿Cómo encender las pantallas de la trivisión, las vitrinas de las tiendas, cómo recobrar el embrujo de los cafés? ¿Qué hacer para que la energía anime de nuevo este mundo muerto? Teóricamente soy ingeniero. Una rigurosa enseñanza ha desarrollado mis conocimientos en los campos más avanzados de las ciencias y de las técnicas. Pero las instalaciones subterráneas de las centrales están totalmente desprovistas de combustible; no puedo arreglar la avería general. Por otra parte, necesitaría más de una vida para poner en marcha estas fábricas con los circuitos corroídos por la humedad, los mecanismos oxidados, los conductos de plástico retorcidos por el calor.

Y sin embargo, si pudiese revivir un solo barrio de una sola ciudad, ver las calles rodar, las tiendas iluminarse, surgir el sonido, aparecer las imágenes, tendría por un instante la ilusión de resucitar un universo concebido para mí. Pues, en verdad, es el hombre quien ha creado las ciudades, quien ha poblado la Tierra de una fauna y una flora a su antojo. Soy el último descendiente de los inventores del mundo, el heredero de su ciencia, y asisto impotente a la rebeldía de la creación.

Tenía diez años cuando las máquinas se detuvieron en el interior de mi esfera submarina. Automáticamente fui expulsado, supongo que por medida de seguridad. Brutalmente, pero sin daño. Mi cuerpo fue preparado para vivir en este planeta bajo las más duras condiciones. En aquella época sólo conocía del universo las imágenes holográficas que mis educadores electrónicos me proyectaban. Para ejercitar mis músculos, para entrenar mi cuerpo encogido en la esfera, me era permitido nadar por su periferia. Para conocer la Tierra, tenía tantos simuladores, que no era preciso confrontarme con la realidad. No estaba preparado para abordar la superficie del planeta, estaba aislado en este laboratorio onírico donde las máquinas me enseñaban a creer que yo existía, sin querérmelo demostrar. Incluso tenía la impresión de que la esfera quería retenerme, tan afectuosa era. Impresión solamente, calor familiar de los objetos, sistema de olores indicados para entrenar mi imaginación. Incluso en el terreno del gusto, pienso que las máquinas me maleaban, que querían retenerme en este Eldorado por todos los medios posibles. Reflejos múltiples de los pasadizos, de las habitaciones y de los muebles. Aparte de la semiesfera inferior, reservada a los locales técnicos y a la que no tenía acceso, las restantes partes de la burbuja eran completamente transparentes. A través de las paredes circulaban las redes cobrizas que enlazaban la burbuja submarina con las máquinas, panoplias de circuitos impresos sobre paneles, ferritas de reflejos metálicos, imágenes de mi infancia, jeroglíficos indescifrables. Es la imagen más exacta que puedo dar de mi universo fetal.

Y el mar rodeaba esta burbuja transparente; luminosa, irradiaba a su alrededor durante el día ficticio, y se apagaba cuando decidía ser noche. Silenciosa, palpitaba en el seno del océano que se teñía de un azul diferente según las estaciones. No sentía deseos de huir del regazo delicioso; allí estaba rodeado de los más tiernos cuidados. Jamás podré olvidar el instante en que fui arrancado.

No lo comprendí durante los primeros minutos. Estaba tan acostumbrado al perfecto funcionamiento de la esfera, que no establecí la relación entre las ciencias y las técnicas que me enseñaban y la actividad de las máquinas que me educaban. La burbuja madre era de esencia divina, inmortal.

La separación, pérdida de vida. Dolor y soledad. Durante mi ascensión a la superficie, caracoleaba, ebrio, en el embudo de perlas que me rodeaba. Algunos peces familiares con los que jugaba de niño me acompañaban. Grité. ¿Qué ocurría? ¿Había sido programado desde mi nacimiento el instante de mi expulsión? No, estaba seguro de que la luz se había apagado repentinamente en la esfera, y que la ínfima vibración que la recorría, la pulsión misma de la vida, se había detenido algunos segundos antes de que yo fuese proyectado fuera. ¿Avería? ¿Se había agotado la pila atómica antes de tiempo? Actualmente, después de visitar tantas otras instalaciones similares, todas fuera de uso, pienso que la vida eléctrica de la Tierra se detuvo en los años que precedieron a mi eyección de la esfera. ¿Fueron robadas las reservas de combustible? No, el laboratorio había sido previsto para durar mucho tiempo, pero no para funcionar ilimitadamente.

Por tanto, si soy el fruto de una experiencia destinada a preservar un representante de la especie humana ante una amenaza previsible, o más simplemente, un tipo particular de humano destinado a una tarea precisa, debí gozar durante más tiempo de la protección de la esfera. En tal caso, el plan habría previsto seguramente dotarme de una hembra.

O quizá las máquinas se pararon cuando el fenómeno devastador privó a la Tierra de sus habitantes. ¿Quién me responderá? ¿Moriré sin saberlo? Estoy solo y busco. En algunos momentos creo que hay una mujer sobre la Tierra que me espera, que voy a encontrarla. ¡Absurdo! Soy el único ser humano, soy Adán y Eva, formando simbiosis en un cuerpo único. Por eso me llamo a mí mismo: Adaneva. Grito mi nombre en el silencio.

Emergí. Sol ardiente. Mis párpados se cerraron. Sentía el calor sobre el rostro. Mi cuerpo todavía estaba bañado por el fresco líquido en cuyo seno había nacido. Abrí los ojos prudentemente; por instinto conservé la protección que constituye mi tercer párpado, indispensable cuando el cielo no está velado. Anegado en el azul. A lo lejos, en el horizonte, un hilo gris oscuro estaba tendido paralelamente a la superficie. Era la primera vez que veía el horizonte. Tardé muchos minutos para comprender que estaba viendo una costa. Luego me dirigí a esa dirección. Ni por un instante pensé volver a la esfera; el trauma había sido demasiado fuerte, demasiado súbito. Reaccionaba bien. Mis brazos y mis pies batían fácilmente el agua en rápida cadencia. Perdí la noción de mi existencia, era acción, motor puesto en marcha, sin dirección, rodando hasta el agotamiento. Agotado lo estaba, cuando llegué a la blanca playa que sirvió de cuna al recién nacido que el mar acababa de parir.

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