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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (17 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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(El trueno rodó sobre los templos, despertando en las vastas salas doradas una música saltarina, una cacofonía de ecos sonoros. Y volvió a verse con el pecho desnudo ofrecido al cuchillo de piedra del sacrificador: «¿Por qué quieres matarme?», le preguntó… sin obtener otra respuesta sino una sonrisa desengañada. Gritó al reconocer el rostro inclinado sobre él). Sin embargo, Ariz parecía haber olvidado a Claasen; estaba tranquilamente sentado al borde del pilón, con la mirada perdida en los oscuros abismos de la ciudad muerta, como si estuviera enfrascado en una conversación telepática con los dioses de la podredumbre universal.

Claasen perdió la paciencia:

—¿Por qué quieres matarme?

Yen se limitó a reír silenciosa e irónicamente, pero el oficial lo agarró de los hombros y lo sacudió con rabia:

—¡Estás completamente loco! ¡Ya no sabes lo que te haces! ¿De qué te serviría matarme? Bien sabes que estamos cogidos en la misma trampa… Más vale que me ayudes a buscar el módulo. No nos conviene seguir perdiendo el tiempo…

El rostro de pesadilla se volvió lentamente hacia él:

—¿Matarte? ¿Y por qué?

—Tú solo piensas en eso.

—¡Si ya estamos muertos! —exclamó Yen—. Hemos dejado de existir desde el mismo instante en que desembarcamos. Yo no soy responsable de tus desgracias, ni tú de las mías.

—¡Mientes! ¡Has firmado un pacto con las potencias que se ocultan en las ruinas de esta ciudad! Si no, ¿cómo habrías sabido encontrar nuestro rastro hace unos momentos?

—Ni yo mismo lo sé…

—¡Sigues mintiendo! Estoy seguro de que sabes un camino de regreso al módulo, pero quieres que reviente aquí, en este podrido planeta.

—El universo es complicado —dijo Ariz—; es un lío de contradicciones, de paradojas. Hace ya mucho tiempo, nuestros antepasados lucharon aquí mismo contra la selva, con medios que hoy nos parecen de lo más primitivo. Arrancaron los ojos, los dientes, el vientre y el sexo de la jungla. Castraron cientos, miles de metros cuadrados de vegetación para edificar una ciudad. Para ellos, era una especie de símbolo. ¿Comprendes lo que quiero decir? El hombre, rey de la naturaleza, el hombre sometiendo a su yugo toda la creación… Un sueño perverso, malsano… Ahora yo sé que somos en verdad los herederos de aquellos constructores de lo absurdo: ¿no estamos empeñados en castrar el Universo?

Claasen abrió la boca para replicar, pero no tuvo tiempo de traducir sus pensamientos en palabras: una pequeña luz anaranjada brotó de los dedos del pañolero, y sintió un calor atroz que le devoraba el bajo vientre, le abrasaba el ombligo, le escarbaba el pecho:

la mano roja del sacrificador le arrancó el corazón en un abrir y cerrar de ojos, y cayó sin un solo grito en la hoguera del sol…

Buscaba un jaguar para morir. Pero toda la ciudad estaba silenciosa. Intentó imaginar la consternación del comandante Zagradinsk, su explosión de cólera; quiso representarse las reacciones de los catorce hombres, las diecisiete mujeres y los ochenta y nueve androides de ambos sexos que componían la tripulación (elegida al azar) del
Megasol
, cuando lo supieran… ¿Cuando supieran qué?

Buscaba vanamente un jaguar para morir.

—¡Volved a Comu! ¡Aquí no se os ha perdido nada! Cuando lleguéis allí, decid que la Tierra murió de muerte natural y que los hombres no tienen nada que hacer aquí… ¡Nada más!

Hubo luces parpadeantes, estallidos de atrayentes colores; toda una fachada iluminada por una orgía de luz:

CI NE RA MA

una avalancha de sensaciones…

Entró en una sala oscura, notó a sus espaldas el discreto ruido de una puerta que se cerraba. Una hilera de lamparillas empezó a titilar, transformando la negra noche en penumbra, y cayó, más que se sentó, en una mullida butaca, profunda y confortable.

Al principio no pasó nada. Agotado, prisionero de la blandura acaparadora del asiento–camilla donde se había hundido, y que empezó a vibrar acunándole dulcemente como para hacer dormir a un niño, estuvo a punto de dejarse vencer por el sueño, de extinguirse de un papirotazo. Quizá, si verdaderamente se hubiera adormecido, habría regresado a sus antiguas pesadillas: los cuerpos desfigurados por la tortura, las carnes supliciadas en vivo por el fuego y el azufre, los ojos desorbitados por el terror inhumano, las mujeres arqueadas en un orgasmo de muerte. Quizá se habría convertido en perro.

garlopa, molusco, jalea voraz suspendida como una araña translúcida en su tela de dimensiones de sueño y despertar

¡pero!, una pantalla–espejo inmensa, rectangular, cóncava, se iluminó al fondo de la sala y la representación empezó:

la civilización se puso a hervir en estallidos de imágenes brutales (¡era mucho más de todo cuanto jamás había logrado imaginar!), la bestialidad humana renació de sus cenizas en un formidable caos asesino y obsceno… ¡Atención!

¡allegro!
, las armas sembraron la muerte en un fuego de artificio de inefables esplendores…
¡adagio!
, con un primer plano de cadáveres…

la sala pareció estallar, escupiendo sobre el único espectador granadas y centellas (¡¡¡diablos, qué hermoso!!!)

una música ritual (lágrimas, gemidos, aullidos de agonía, jadeos de goce, vociferaciones imbéciles) acompañaba triunfalmente a las imágenes:
¡andante furioso!
, en contrapunto de Apocalipsis y matanzas en tecnicolor y relieve total.

¡Rediós! ¡El mundo estallaba como una bomba! ¡Heme aquí de vuelta a casa! heme aquí…

Pero la representación no había terminado.

cambiaba de tema, pero siempre trataba de las mismas dos cosas: violencia y sexo.

… sobre un fondo abigarrado de lo mismo, un grupo de soldados barbudos, andrajosos y sudorosos perseguía a una joven ululante, de vestidos artísticamente desgarrados. El desenlace de esta escena era muy fácil de adivinar. En un decorado de rocas y zarzales polvorientos, la fugitiva jadeando ruidosamente tropezó, como era de esperar, con una piedra de agudas aristas y cayó de espaldas, con las piernas al aire y los muslos espléndidamente desnudos. Esta caída espectacular fue acogida por risas y gritos burlones. Uno de los bellacos se lanzó sobre su víctima y comenzó a arrancarle los pobres jirones de ropa que disimulaban (escasamente) las partes más interesantes de su exuberante anatomía. Los demás soldados, que llegaban a la carrera, arrojaron sus armas y se quitaron rápidamente los pantalones. Alrededor de la pareja que luchaba en el polvo, pronto hubo un semicírculo de caras brillantes, de gestos concupiscentes y de miembros erectos…

La mujer chillaba, se debatía, tumbada sobre sus harapos. Yen pudo comprobar que poseía unos pechos muy desarrollados, con pezones desmesurados… ¡muy excitante! La cámara encuadró, complaciente, la espesa guedeja del pubis, ya que dos de los hombres terminaban de agarrar las piernas de la fugitiva, manteniéndole los muslos bien separados. Le pareció sumamente interesante aquel espectáculo; era mucho mejor que los complicados ejercicios de los ciudadanos de Comu. ¡Esa sí que era una hermosa brutalidad bien realizada, a lo bestia, sin fiorituras! El soldado que había capturado a la mujer se tumbó entre sus piernas con magníficos gruñidos de bestia salvaje. Los aullidos de dolor de la víctima se transformaron poco a poco en un gemido prometedor…

pero cuando el verdugo, abandonando el sexo de la mujer, rodó hacia un lado, se produjo un cambio inesperado en el ritmo de la escena. La jadeante respiración de la joven quedó cortada en seco, los músculos de sus pantorrillas y muslos se crisparon y su rostro, sucio de polvo y lágrimas, se congeló en una máscara dolorosa. El vello de su vientre adquirió un relieve extraordinario y fascinante, mientras los soldados se inmovilizaban al mismo tiempo, como si algún sutil maleficio los hubiera metamorfoseado súbitamente en estatuas de barro y de silencio. ¡La música terminó con un hipo ridículo!

Yen se agitó nerviosamente en su butaca, sintiendo repentinas náuseas, vértigos; la cabeza le hervía en una atroz cefalea.

La película había quedado detenida en un cuadro singular: un hombre caído de espaldas en el pedregal, con el sexo erguido hacia un cielo implacable; una mujer echada por el suelo, con los muslos abiertos; los soldados semidesnudos, plantados en la escena como efigies ridículas y priápicas…

El dolor se hizo insostenible, y quiso levantarse. Pero un peso insoportable le oprimía las espaldas, le trituraba el pecho.

… mientras tanto, algo se movía, hurgaba dentro de la imagen. Pese al dolor que le inundaba los ojos de lágrimas, vio una pequeña masa temblorosa, un flagelo vibrante que se desprendía lentamente del sexo de la mujer. ¡Como si diera a luz
post mortem
al «gusano conquistador»!

Y la cosa insensata se retorció de manera grotesca, alzando una cabeza ciega, y empezó a crecer con un vigor inquietante hasta caer blandamente en el polvo, bruscamente despegada de las entrañas polucionadas que la habían engendrado.

Luego… (fue un espectáculo alucinante, que producía vértigo) de las bocas inmóviles, de las narices dilatadas, de los falos erectos, se escaparon otros seres vegetales que reptaron sobre la pantalla con movimientos de una lentitud hipnótica.

—¡Estoy loco!

En este momento sufría en grado intolerable, como si una mano cruel le sumergiera el cerebro en un baño de ácido. Frenéticas punzadas acometían sus tímpanos, millares de escalpelos sajaban el interior de su cráneo. Pero cuando sintió que una cosa «abominablemente viva» brotaba de su oreja izquierda y se arrastraba con nauseabunda circunspección a lo largo de su nuca, ya no tuvo fuerzas ni para gritar.

Los protagonistas del drama abandonaron la pantalla…

las lamparillas se apagaron una a una.

ADANEVA

Philippe Curval

Solo, sí, solo. Una vez más desciendo por el camino plastificado, cubierto de musgos y líquenes. Azul, rojo, gris. La mañana. El sol, bola enorme y tumefacta que surge. Cierro mis párpados laterales que oponen un filtro a los peligrosos rayos del astro. Violeta, rojo, pardo. A mi derecha un camión abandonado; su carrocería es cálida. Como ayer, hago un alto en este precioso lugar para contemplar el paisaje; valles que se cruzan, colinas que dan variedad al bosque. A lo lejos, el mar coronado de niebla. Me acomodo sobre los enmohecidos cojines, en el interior de la cabina del camión. Olor cálido y húmedo de la borra y del revestimiento plástico descompuestos. Por juego manejo el arranque, sin éxito. No existe la menor esperanza de que las baterías proporcionen algo de corriente y arranquen el motor aunque sólo sea un instante. Es lo que más encuentro a faltar en este planeta abandonado: el canto de las bielas y los rotores, el canto de las máquinas en acción. Aquí todo se halla reducido al estado natural, las ruinas de la civilización están muertas. Bastaría que este camión no se hallara fuera de la carretera, podría hacerlo deslizar por la pendiente, y al rodar, poner en marcha el alternador que produciría corriente eléctrica y recargaría la batería en los pocos kilómetros de pendiente que conducen hasta el mar. ¿Qué imbécil volcó la máquina de este modo en el momento de la catástrofe? Imposible responder, reconstruir el acontecimiento pasado. No existe ya inspector que realice la investigación, ni testigos, ni nadie. Estoy solo, sí, sí, solo.

Me prohíbo ceder a las lágrimas y bloqueo la secreción a nivel de mis glándulas lagrimales. No debo abandonarme a los sollozos que me sacuden. Un instante de debilidad puede acarrear mi muerte. A pesar de mi soledad no quiero morir, me niego a ello; así tengo la sensación de escoger mi suerte.

El sol empieza a hincharse; en pocas horas habrá doblado su volumen. Esponja de fuego. ¿Un pequeño animal que salta a mi derecha rozándome la pierna? Ño, no es nada, un torbellino de viento matinal que juega en la espesura. Soy el último representante de la vida superior en el planeta Tierra. Desde hace diez años recorro las antiguas carreteras en busca del menor vertebrado; en vano. Ni el menor cuadrúpedo, ni el más pequeño pájaro para hacerme compañía. La Tierra es un mundo vegetal. Mis ojos se hallan saturados de verde. Verde que bordea las carreteras de gran circulación, que roe los tentáculos de las ciudades, después de haber devorado pueblos y caminos. ¿Qué quedará dentro de un siglo de los restos de la civilización humana? Los más altos monumentos ceden ante las raíces, las garras, el succionar de las plantas, trepadoras, plantas que alcanzan fácilmente centenares de metros de altura y recubren inmediatamente las ruinas formando flores gigantes, desmesuradas, tumultuosas, pétalos amariposados, corolas preñadas de polen, polen que se derrama, polvo de ocre, polvo de oro, saqueador, volador, ciclo infernal de la reproducción, de la germinación.

Este mundo delirante me encadena a compartir su delirio. Entonces me refugio junto al mar. El sabe calmarme. Sus orillas cuajadas de sal conservan cierto frescor. En su ambiente las algas no se desarrollan de manera monstruosa. Dentro de media hora estaré cerca de la playa, mi refugio.

A pesar de todo no puedo evitar cada día largas incursiones al continente. El mar es acogedor. ¡Me ha visto nacer! Pero es el guardián de mi soledad. Yo quiero escapar a ella, encontrar un ser humano para compartir una herencia demasiado pesada. ¿Humano? ¿Me concierne a mí esta palabra aprendida? ¿Soy humano? ¿Tiene alguna significación esta palabra? No puedo aplicarla a otra entidad. ¿Existo? Puedo afirmar que yo soy, pero ¿quién más, qué otro puede atestiguarlo? Hablo en voz alta, chillo, pero esta manifestación, del monólogo al grito, no suscita el menor eco. ¿Quién me responderá algún día?

Bajar corriendo los pocos kilómetros de atajo que me separan de la playa de arena. Placer de sentir trabajar mis músculos. Domino mi carrera: firme la pantorrilla, proyección del muslo, la rodilla despliega la pierna que se distiende, el pie se asienta ruidoso sobre el suelo. Calor en el duro callo que me protege de las espinas y las piedras. No ando, agarro el camino con mis pies.

Durante mis incursiones solitarias en busca de un ser vivo, cien veces, mil veces, he intentado analizar los acontecimientos que preludiaron mi nacimiento. Hipótesis. Antes de deteriorarse, las máquinas que me educaron me lo han enseñado todo acerca de las ciencias humanas, historia, geografía, geometría, matemáticas, física, química, biología, sociología, filosofía, literatura y muchas otras disciplinas; soy una enciclopedia viviente, digna de sobrevivir a una larga cadena de civilizaciones. Soy el ser más evolucionado del planeta. Pero estas máquinas nunca me han explicado por qué he desembarcado en un mundo que no corresponde a los datos que me han sido suministrados. ¿Por qué las ciudades y el campo están despoblados? ¿Por qué la selva es reina? ¿Por qué no queda la menor traza de vida inteligente? Aparte los insectos y los peces, estoy solo.

BOOK: Retorno a la Tierra
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