Read Retorno a la Tierra Online

Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (25 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
7.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Me recibes, Harold? (Pero ¿quién es este jodido Harold?) Paso a S. C. realizado. Espero vuestras instrucciones…

—De momento nada nuevo. Desde luego, comprueba los deflectores como medida de precaución. Te llamaré a tu próximo paso, exactamente dentro de cien minutos.

—Okey, Harold. Corto.

El zumbido de los auriculares cesa.

¿Has entendido esto, Ben? ¿Qué estarán cociendo tus jodidos amigos comunistas?

Pero al mismo tiempo desbloquea
Push to Unlock
, el mando único que permite al NAOS rodar por las tres dimensiones del espacio. Adelante… atrás… a la izquierda… a la derecha. Cada vez el mínimo empuje posible: 125 kilos. Y el
Norbert Weinberg
cabecea y rueda a su aire, mientras sigue manteniendo su ángulo ecuatorial de 71 grados.

Son las 9.27 ? 07 ? 08 ? 09", hora de Vandenberg, seguro. Pero el NAOS ya deja atrás la Florida, sobrevuela las Bermudas, y las Bermudas ya quedan lejos; ahora se halla sobre el Atlántico Norte, oculto por un apelotonamiento afelpado de nubes. Arriba es mediodía, el sol está en lo alto, luego cae a su espalda, hacia el oeste que rueda interminablemente.

Ben…

No sabe qué decirle a Ben. Ben está lejos, en el espejo empañado de su adolescencia. Ya no se trata de bromas. El NAOS está en S. C. (en su jerga:
Supervisory Control
), lo que quiere decir que se anuncia tormenta.

Estaba tendido sobre la hierba con las manos detrás de la nuca, la camisa abierta sobre su pecho, los faldones fuera de los vaqueros. Hierbas a la vez suaves y picantes cosquilleaban sus lomos. Sus pies jugaban con la pradera, entre los dedos apretados de su pie izquierdo pasaba un largo tallo peludo y amarillento. Respiraba poco a poco, plenamente, el aire dulce pero vivificante de la tarde, el aire cargado con los potentes olores del valle.

A su derecha, un poco atrás en relación con su cuerpo, el sol descendía, inmóvil en apariencia, hacia el ángulo entre las colinas que parecía abierto expresamente para acogerlo. Su calor era agradable a la piel; el soplo del viento que inclinaba las hierbas no conseguía rebajar ni en un grado la temperatura ambiente.

Había corrido de un tirón desde la cabaña hasta el primer altozano, escalando la cima y dejándose caer devorado por la hierba, bebido por la oleada rasante de sol. Costaba devolver la respiración a un ritmo normal, y con los ojos cerrados oyó retumbar en su pecho los latidos de su corazón que se apaciguaba poco a poco. Sus músculos anudados por una excesiva inmovilidad abrigaban todavía en su estuche de carne un rescoldo de su fuego. Pero todas estas manifestaciones fisiológicas eran sanas; eran la vida, que es esfuerzo, fatiga y reposo.

Su cabeza se volvió hacia la derecha; la anaranjada bola del sol estalló en sus pupilas con millones de pepitas de oro fugitivas. Irguiéndose sobre un codo, abrió los ojos. El valle corría a sus pies como una hermosa marea verde, ondulada en sus bordes, frenando el empuje de las colinas más oscuras coronadas de árboles vigorosos. El horizonte era sereno y tranquilizador. El valle formaba un óvulo irregular rodeado de colinas encabalgadas, con el cielo de cobalto fundido encima como una gran tapadera perfecta, calentada hasta el blanco azulado por el sol poniente.

En el campo, o sobre las acogedoras hojas de los árboles, crepitaba la canción de los insectos, que quizás eran saltamontes, grillos o cigarras, en todo caso animales de élitros y patas nervudas que encierran la larga perseverancia del ritmo tamborileado sobre su cuerpo enjuto.

Echó su cabeza atrás para mirar del revés los troncos cercanos de los pinos. Al revés vio que un animal anaranjado o pardo de cuerpo delgado y ágil y cola en penacho, subía (no, bajaba) hacia él por el tronco de un árbol, se sentaba al revés, sobre sus posaderas y le miraba con curiosidad e inteligencia.

El le sonrió al revés.

11/17/21 ? 22 ? 23…

Harold le llama mientras está comiendo. Tiene derecho a 2150 calorías al día, es decir, una ración de quinientos setenta y cinco gramos más dos litros de agua reciclada. Sus calorías se presentan bajo nombres seductores como buey asado, zanahorias a la crema, potaje de champiñones, puré de hígado, compota de ciruelas, y para qué seguir, pero en forma de pequeñas bolsas de alimentos liofilizados a los cuales añade agua a sesenta y ocho grados para convertirlos en una pasta asimilable y de sabor casi aceptable.

Harold (parece que no es la misma voz) me pregunta si todo va okey, y le respondo que todo va okey. Tengo la impresión de que esperaba oírme decir alguna cosa más, pero como no tengo ninguna observación que hacerle, me callo. Cuando va a cortar, le pregunto de todos modos qué tienen previsto para antes de dormir. En tono de embarazo (digamos que ésa es mi impresión) me responde que debo aplazar mi período de sueño algunas horas; que volverá a llamarme cuando Vandenberg juzgue oportuno reanudar el D. D. C. Entonces podré descansar cuanto quiera.

Comprendido, Harold.

Y corto para seguir metiéndome en la boca, por la cánula del saquito, la pasta rehidratada que se llama pavo con castañas. A continuación, y como quien dice comer dice evacuar, evacúo. Cuando termino de cagar a gusto, la válvula se cierra y noto el chorro de solución bactericida que me limpia la raja.

Y como quien dice mierda dice comunista, me pregunto una vez más cual será la gran marranada que se prepara por allí abajo. Seguramente una crisis peor que la del sesenta y dos. Si los cinco primeros NAOS fueron lanzados violando el tratado del sesenta y siete…

Me cosquillean los sobacos.

Sus sobacos le pican desagradablemente y también la raja del culo, donde el bactericida no ha acabado de gotear a lo largo de sus pelos. Piensa en su mierda que los complicados mecanismos del aparato de recirculación deben estar triturando, seleccionando, para recuperar todo lo recuperable: el organismo humano produce cuatrocientas substancias de desecho que pertenecen a veintidós grupos químicos; ciento cuarenta y nueve substancias se eliminan a través de la saliva, doscientas diecisiete con el sudor, doscientas con las deyecciones sólidas, ciento cincuenta con la orina. ¡Conque figuraos!

Podría sobrevivir un año en el
Norbert Weinberg
, aparte de que mucho antes ya me habría vuelto loco.

Sobre el planisferio móvil, la pequeña mancha roja trepa, va a cortar la costa oeste de Irlanda. Comunistas también allá abajo…

Los comunistas. Están en todas partes: la guerra de la energía, como se suele decir, es su guerra. Y por culpa de ellos me veo encerrado en esta fábrica volante desde hace más de siete días, notando comezones y hablando solo. Quieren matarnos de hambre, privarnos de recursos, bloquear nuestros aprovisionamientos de petróleo. Aunque las manos sean árabes, el cerebro es de Iván o del Chinazo: no nos perdonan la reconstrucción de Vietnam del Norte. Y cuando los traidores que tenemos en casa consiguieron imponer al gobierno esa moratoria de quince años sobre la energía nuclear, fue el petróleo lo que… ¡Y habla, y habla, en su mente! ¿Qué me dices a eso, Ben?

Pero Ben no responde. Está lejos, ausente. Se pasó al enemigo hace más de diez años, cuando su compañero de colegio, Bob Giordano, ganó las oposiciones de ingreso en la Escuela Aeronáutica. Pero ¿qué querías que hiciese? Yo no soy intelectual. No tengo un papá industrial como tú, que te suministra la pasta para que puedas jugar a ser un hippy en los
campas
. La Escuela Aeronáutica era para mí el único medio de salir adelante yo solo. Después pasó lo del Vietnam, sí. Justo el final, justo los últimos seis meses, pero, puedes creerme, los peores para la aviación. La Cruz. Y luego White Sands, y luego Vandenberg. ¿Crees que me he divertido todos los días?

Ni mucho menos. Mientras tú metías mano a las chicas de tu grupo, fumabas marihuana, volabas con el ácido y te atiborrabas el cerebro con Marx, Lenin y Mao, yo…

Y después de todo, ¿qué cono puede importar esto?

Ahí dentro, tengo con qué mandar al infierno a la mitad de los países de tus amiguitos.

Desearía poder rascarse los sobacos. El izquierdo principalmente. Ha bebido su café liofilizado, ha cerrado la visera de su casco. El
Norbert Weinberg
está en el cénit de su trayectoria; el sol se pone tras él en un suntuoso estallido de púrpura y violeta, el satélite va a enfilar (pero sólo en el planisferio, no en la realidad) hacia la base de la península de Iamal, al extremo de la cordillera del Cáucaso, en casa de los Iván.

En principio debería dormir la próxima hora. Tres horas de sueño, seis de vela; todo previsto como sobre papel de solfa. Es fastidioso romper los condicionamientos. Tendrá que tragarse algunas anfetaminas.

Sobre el tablero, la marcha roja evoluciona por la densa sombra de la Siberia central.

Ya sabes, Ben; yo no digo que todo lo que tú has hecho sean necedades…

¡Ah! ¿Sí?

¡Ha respondido!

Quiero decir… que aparte de vuestras chorradas sobre las centrales nucleares, en cuestiones de ecología estoy poco más o menos de acuerdo contigo. Mira, ¿te acuerdas de la cabaña a donde íbamos a pasar nuestros fines de semana, cuando éramos críos, en aquel valle detrás de Handford? ¡Pues bien!, ahora todo aquello ha desaparecido: ni hierba, ni árboles, ni cabaña. Tan sólo un abominable arrabal, con una fábrica de no sé qué al fondo. Esto hace reflexionar… En Los Angeles, ¡tan sólo este año han habido quince alarmas por monóxido de carbono! ¡Y decir que se han puesto a construir esa jodida cúpula…! Ya lo ves; no tengo nada contra tus manifestaciones. Ni contra vuestros slogans sobre la tierra:
It's the only one we've got…

No hace falta ser comunista para tener esas ideas.

Impulsa su pierna izquierda adelante, hasta que la punta de su bota toca la base del pupitre.

Handford. Su juventud…

En Handford no sólo estaba Ben. Estaba también…

El mundo se volvió. Rodando boca abajo, apoyó los codos firmemente en la tibia hierba. La ardilla se echó atrás con un gran salto y se detuvo de nuevo, siempre sentada sobre sus posaderas. Pasó rápidamente una de sus patas delanteras, parecidas a manos, sobre su húmedo hocico, muchas veces, con una mueca cómica. El hombre rió. La ardilla, inclinándose hacia delante, agachó ligeramente sus peludas orejas, preparada para saltar de nuevo, mientras las canicas sombrías de sus ojos espiaban al hombre tendido en la hierba, mientras su hocico tembloroso husmeaba los fuertes efluvios de esta criatura gigante que se movía tan pesadamente. Pero no emanaba hostilidad el gran bípedo tumbado en la hierba. La ardilla, tranquilizada, inclinó la cabeza a izquierda y derecha; luego inició una afanosa limpieza de su larga cola en penacho.
Tsk, tsk, tsk…
, hizo el hombre, chasqueando la lengua. La ardilla no interrumpió su trabajo, pero mientras pasaba los incisivos por los largos pelos de su cola, no dejaba de observar al desconocido con circunspección. El hombre alargó la mano. La ardilla olvidó su cola, titubeó, dio dos pequeños saltos adelante, silbó. El hombre rió de nuevo; nunca había visto una ardilla tan de cerca, y menos en libertad. Lamentó no llevar comida que darle al animal. Luego pensó que la ardilla era bien capaz de alimentarse ella sola. Pero ¿qué comería, exactamente? Alzó la vista. Envueltos en las ráfagas del viento quejumbroso, por encima de su cabeza, los árboles rugían la marejada irregular de sus hojas y ramas entrechocadas. Habían olorosos pinos de finas agujas casi azules, y entre ellos, como intrusos que se abriesen paso a codazos, otras muchas clases de árboles de hojas caducas cuyos nombres desconocía, y que en aquellos momentos lucían un hermoso color verde. Un pájaro, antes invisible sobre una frondosa rama, se destacó del techo vegetal volando hacia la atmósfera libre del valle. Era un pájaro pardo o gris, no estaba seguro; volaba demasiado rápido para que se pudiera apreciar claramente su color.

Al volver la vista hacia el lugar donde hacía unos segundos se hallaba la ardilla, comprobó que el animal había desaparecido. Esta huida veloz y furtiva lo entristeció, pero no por mucho tiempo; el preciso para que el animal descendiese de un pino con una pequeña pina en la boca. Se instaló ante él, en el mismo lugar que ocupaba antes, y empezó a descortezar la pifia con sus cortantes incisivos y las largas garras de sus patas delanteras. El hombre imaginó que la ardilla había adivinado sus pensamientos y esa idea le complació enormemente. Contempló sonriendo cómo el pequeño y ágil animal separaba una a una las duras y oscuras escamas de la pina para sacar el fruto, que descascarilló inmediatamente para comerse la tierna pulpa blanca interior. Estaba tan cerca que oía claramente el ruido seco del fruto leñoso al romperse, y el roce de los diminutos dientes al cortar la dura piel. Cuando terminó su comida, la ardilla se enderezó sobre sus patas posteriores, arqueó el dorso y en esta postura curiosamente humana cambió con él una mirada penetrante, removiendo nerviosamente su pequeño y móvil hocico. Entonces el hombre alargó su brazo, despacio, muy lentamente, acercando la mano hacia el frágil animal que se puso en guardia, pero sin abandonar su sitio. Con la punta de sus dedos pudo acariciar, ¡oh!, sólo un segundo, el cráneo aterciopelado de la ardilla, que dio media vuelta para trepar con vertiginosa rapidez a la copa de un pino, accionando su ágil cuerpo como un resorte sobre el tronco vertical.

Todavía intentó seguirla con la mirada, pero ya había desaparecido. Entonces se levantó para acercarse al tronco, y posó en el mismo la palma de la mano. La corteza era tibia y áspera contra su piel; arrancó un fragmento y lo redujo a pedacitos entre sus dedos. Luego olfateó la albura del pino, que olía a resina. En algún lugar, entre el follaje, un pájaro desconocido lanzó un trino alegre y amistoso.

El hombre suspiró, pero fue un suspiro de comunión con el mundo, un suspiro de armonía con el viento, los olores, el calor del sol sobre sus mejillas, el monótono canto de los insectos, la presencia visible o invisible de los animales libres y audaces del valle y las colinas. Descendió lentamente la cuesta que momentos antes había escalado corriendo. Sus pies desnudos aplastaban la hierba crujiente; el sol que no parecía haberse movido en el cielo suntuosamente azul acariciaba su espalda. Ante él, la cabaña rectangular, con su techo de troncos entre los cuales crecían largos tallos amarillos, parecía flotar como un navío panzudo en un mar interior cuya opacidad verde apenas turbaban engañosas oleadas de una estudiada placidez. Detrás de la casa brillaba una serpiente de plata: un riachuelo que venía de un punto cualquiera de las colinas y desaparecía a lo lejos por una brecha invisible. El agua, el cielo, los árboles, la hierba, formaban como un decorado para la cabaña, un telón de fondo realizado tan sólo para ella y para que la vida fuese agradable. De pronto sintió la necesidad de Fegresar a la intimidad; aceleró el paso, chupando la savia dulce de un tallo que llevaba metido entre los dientes.

BOOK: Retorno a la Tierra
7.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Cold Death (D.S.Hunter Kerr) by Fowler, Michael
The Emperor's Knives by Anthony Riches
Lost Property by Sean O'Kane
Faery Kissed by Lacey Weatherford
Little Pink Slips by Sally Koslow
Kizzy Ann Stamps by Jeri Watts
The Border Part Six by Amy Cross