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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (22 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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El eco de mi sonar localiza perfectamente los contornos de la esfera. Algunos minutos después está ante mí, translúcida, luminosa, inerte. Giro lentamente alrededor de la esclusa de entrada. Cerrada. ¿Cómo es posible, si las máquinas se detuvieron después de mi expulsión? ¿Un último mecanismo de seguridad? Pero la luz, ¡la luz! ¡La central funciona! Me aproximo al lugar desde donde solía enviar la señal de sonar: tres largas, dos cortas, una larga. La pared se abre poco a poco. Una emoción intensa. Me descompongo, me desorganizo, flotando inmóvil. No puedo recobrar el control de mis órganos. Necesito entrar en la esclusa. Estoy paralizado y subo poco a poco hacia la superficie sin poder evitarlo. De pronto noto una minúscula forma rosada, delicada, en el interior de la burbuja, a través de la transparencia de las paredes. Esta visión desencadena una serie de reflejos: penetro en la esclusa, emito la segunda señal que la vacía y entro en la esfera.

Dulce ronroneo, atmósfera cálida, dulzona, infancia. Mis madres, las máquinas. Recorro con la mirada las hileras de pasadizos, recreo mis ojos en el verde–azul diáfano de las paredes que se espesan en capas progresivas hasta volverse casi opacas del otro lado de la burbuja. Sólo distingo las configuraciones electrónicas en el corazón del plástico, el brillo de los muebles de metal. Sí, allí, en la sala de vigilancia médica, distingo una mancha rosada. Instintivamente hallo el camino que conduce allí. Imágenes de la infancia. Largas auscultaciones cotidianas a las que estaba sometido; en aquella época el crecimiento de mi organismo era corregido por la quimioterapia.

Conteniendo el aliento me acerco a la puerta; no hacía falta. La joven tendida duerme. Sus cabellos y el vello de su sexo, de color caoba, dibujan dos sombras sobre su cuerpo de un rosa acidulado. La puerta, al abrirse, la descubre del todo. No debe tener más de diez años. Su cuerpo rollizo palpita en la luz azulada. Un metro cuarenta, aproximadamente; pies y manos que no están palmeados como los míos; brazos, pantorrillas, muslos, armoniosamente desarrollados por el ejercicio físico, con músculos largos. Caderas generosamente ensanchadas hasta la cintura irrealmente delgada. La guedeja de su sexo es demasiado espesa para su edad. Su desarrollo es más acelerado que el mío. A mis diez años era adulto, gracias a lo cual sobreviví a mi contacto brutal con el universo exterior, pero era impúber. Ella seguramente ya es núbil.

Más arriba, un tórax delgado sobre el que destacan dos senos redondos y firmes, amanzanados a pesar de la posición tendida de la joven. Cuello grácil, nariz traviesa, labios tan frescos que parece que el rocío acabe de depositarse en ellos. Y su cabellera salvaje, de largos bucles, cayendo en amplios pliegues sobre sus hombros, repartidos a su alrededor como una oleada de cobre. Un mechón describe una curva sobre su vientre.

Sus párpados tiemblan a veces imperceptiblemente. Las sondas láser la auscultan centímetro a centímetro.

Tiemblo de pies a cabeza. Tendré que sentarme si no quiero desfallecer. Aguardo apoyado en una pared. La esfera habla solamente para enseñar o para corregir un error. Mis madres, las máquinas, no están programadas para una conversación; no sacaría la menor enseñanza de sus altavoces. Muda, la vida. Silencio ronroneante. Las máquinas me explicaban por qué medios los pájaros pueden volar, cómo Fleming descubrió la penicilina, cuándo apareció el hombre sobre la Tierra; pero jamás respondían cuando les preguntaba si estaba obligado a vivir, por qué vivían los hombres. Sin embargo, esta pregunta la encontraba repetida mil veces, bajo mil formas diferentes, en los libros, los discos y las películas trivisuales a mi disposición. El meollo de una pregunta. «¿Y cuál es la razón de mi presencia en el fondo del océano, en este mundo cerrado?»

—Lo sabrás el día de tu salida.

—¿Y cuándo saldré?

—Cuando estés preparado.

¿Salí realmente en el momento exacto? En tal caso, habría confundido la programación de la esfera con una avería energética. Era posible que las máquinas me hubieran expulsado para someterme a las nuevas condiciones de vida sobre el planeta. O realmente la central sufrió una avería y un mecanismo retardado la reparó de nuevo. De todos modos, faltaba crear el segundo elemento de la pareja. Y si el primer macho no hubiese sobrevivido, quizás habría elaborado otro. Ahora que dispongo de un material informativo que pienso renovar tan a menudo como sea preciso, y los medios de visualizarlo, no cesaré hasta dilucidar el enigma.

Adaneva. Me divido. Ahora se ha materializado la segunda parte de mí mismo. Puedo perpetuarme en ella. Contemplo largo rato a la joven. Es hermosa. Duerme bajo el flujo neurónico que la esfera le proporciona. ¿Me está destinada? Antes de nacer ya llevamos mutuamente nuestro sello. Es necesario que la toque. Al incorporarme, mis articulaciones crujen. La esfera no parece notar mi presencia. O tal vez ha previsto mi regreso, día más o menos, lo que explicaría su falta de reacción. Pongo la mano sobre el muslo de Eva. Ni un temblor; ella también me ignora. Llevo mi mano hacia su cadera. Ni un temblor. No siento nada. Y, no obstante, estoy tocando un ser humano, una hembra; debería estremecerme de excitación. Todo mi organismo debería estar sometido a extraordinarias descargas químicas que me perturbarían profundamente. Entonces me vería obligado a dominar estas alteraciones, elevación de la tensión, taquicardia, disnea, a eliminar las toxinas descargadas por mis intercambios orgánicos. No siento el menor deseo. Con los labios, rozo su seno, elasticidad de la piel bajo mi beso, con las manos palpo sus caderas, la carne de sus muslos. Ninguna emoción. Si yo la abrazase, si me echara sobre este cuerpo que se me ofrece, debería sentir un deseo brutal, exultante. La beso más, con besos ligeros, rápidos, recorriendo su vientre, sus ingles y la guedeja resplandeciente de su sexo. Duerme todavía. Y yo no siento ningún vértigo, no me siento empujado por la violencia del deseo. Me echo atrás para contemplarla por entero. ¿Una sonrisa en sus labios? Imperceptible. ¿Sueña que existe, que existimos?

Me apoyo de nuevo contra la pared transparente. Soy incapaz de experimentar las emociones que acabo de imaginar. ¿Cómo ordenar a esta pasión que debería agitarme? ¿Se ha extinguido en mí el instinto de reproducción? ¿Han olvidado las máquinas el dotarme de él? Desde el día en que me turbó la primera emoción sexual, no he dejado de imaginar el acto según los libros y las películas que había visto. Luego las flores supieron seducirme. He confirmado mil veces mi virilidad.

Hoy no sufro ninguna reacción; siento tan sólo el inmenso consuelo de verme aliviado en mi soledad. El origen de mi indiferencia sexual está seguramente en el choque emotivo tan poderoso provocado por este encuentro. Estoy atiborrado de referencias, ahíto de informaciones sobre la sociedad, sobre las relaciones con los demás, sobre las pasiones, las esperanzas, los pensamientos, los sentimientos del hombre, pero jamás he tenido ocasión de utilizar mi saber. Adán, Eva, será necesario que invente otra vez las relaciones humanas.

Me levanto, lanzo una última mirada sobre la que debería inspirarme. Tengo urgente necesidad de visionar las bobinas que recogí. Encuentro sin la menor dificultad el camino de la sala de trivisión. Gestos aprendidos y repetidos inconscientemente, costumbres. Esto es lo que más me ha faltado desde que hace diez años fui expulsado de la esfera, las costumbres. En la actualidad soy dueño de mi destino, me he desembarazado por fuerza de todas las manías y tics inculcados, soy libre. Ahora voy a saber por qué \a no lo soy. Apenas introduzco el primer cassette en el trivisor, estoy seguro de mi acierto. Son en efecto las informaciones que busco.

Mensaje solemne del presidente. Hombre de trazos enérgicos, mejillas teñidas por la sombra azul de su barba. Estoy fascinado por el movimiento de sus labios que preparan el discurso. Aparecen sus dientes. ¿Yo sería así si hablase en público? Horas de contemplación ante un espejo, riendo, hablando, gritando, murmurando, no han podido enseñarme jamás. Creo que abriría demasiado la boca y que mi manera de pronunciar sería más desangelada, menos controlada.

»Por primera vez hace diez años, el planeta gaseoso rozó la Tierra. La primera vez este cataclismo causó diez millones de muertos. Dentro de algunos meses su órbita cruzará de nuevo la nuestra. Pero esta vez, el planeta gaseoso pasará tan cerca de la Tierra, que su masa será definitivamente captada por la de nuestro planeta natal; nuestra atmósfera quedará contaminada para siempre. No existe ningún medio técnico para evitar este encuentro, y no poseemos el secreto que permitiría evitar la acción de este gas. Todos sabéis que nos es fatal. No podemos aceptar sin luchar el fin de la humanidad. También, como todos sabéis, hemos decidido tantear nuestra suerte en otros lugares. Una larga marcha empieza hoy. Os pido que conservéis la sangre fría; cada uno de vosotros tiene su plaza en una astronave. Desde hace diez años, hemos preparado nuestra marcha sin dejar nada al azar, y hemos construido aparatos suficientes para que nos lleven a todos. En estos diez años, el esfuerzo de la humanidad ha alcanzado su objetivo. Nuestro potencial energético es enorme; además del carburante que hemos acumulado, utilizaremos el de todas las centrales. Dejaremos una Tierra ya en la agonía.

»Cada uno de vosotros conoce la dirección que debe tomar, el lugar que ocupa y las funciones que debe asumir. Tenemos grandes probabilidades de encontrar planetas habitables en los diferentes itinerarios que hemos elegido a través de la galaxia. La humanidad va a dispersarse, a colonizar el cosmos; vamos a conquistar pacíficamente el universo.

»De ahora en adelante, los atolones de nuestra civilización estarán separados por millones de años luz. Recordad y transmitid este recuerdo a vuestros descendientes: todos los hombres proceden de un mismo planeta; a través de las edades, todos los hombres han contribuido a constituir una patria única, la Tierra. Dentro de cien años, dentro de mil años quizá, cuando nos encontremos de nuevo después de vencer las dificultades que nos esperan, seremos siempre hermanos; deberemos amarnos como hoy».

A continuación contemplo otras cintas que contienen detalles complementarios sobre el gran éxodo, detalles técnicos, instrucciones de extrema precisión que no me suministran ningún dato sobre mi propia situación. También algunos testimonios sobre el «gran suicidio», una epidemia depresiva que padecieron muchos millones de personas. Ante la idea de embarcarse hacia lo desconocido, los espíritus débiles no resistieron; ante la urgencia de la marcha, el gobierno mundial tampoco podía dedicarse a contener este desastre, minúsculo en comparación con el cataclismo que se acercaba.

Tampoco encuentro la menor información sobre la esfera submarina y los mojones amarillos. Deslizo los dos últimos cassettes en el proyector pero antes de visionarios voy a echar una ojeada por la sala de examen. La muchacha acaba de despertarse. Me mira atentamente, sin moverse, como si yo fuese un extraño animal surgido de las profundidades. Ninguno de los dos tiene ganas de hablar, estupefactos al comprobar de repente que ya no estamos solos, que debemos salir de nuestra intimidad para enfrentarnos al desconocido: al otro. ¿Cómo expresarme, cómo comunicar a este ser tan parecido, pero tan diferente, todos los sentimientos que en este momento me agitan? ¿Cómo podríamos comprendernos, cuando mi pensamiento es tan rápido que a veces llego a perder el hilo? Aprovechar el instante de las convergencias, esperar hasta que la sienta aproximarse a mí, y rápidamente cambiar una idea que nos sea común. Sólo percibimos el eco de nuestras personalidades, sólo conocemos del otro una sombra fugitiva, reflejo de una realidad interior inalcanzable. Entonces nos acercaremos a los recuerdos, a las costumbres, que habremos escogido porque corresponden a los raros segundos en que nos hemos acercado y que nos serán más caros que nosotros mismos, proyecciones del uno hacia el otro.

Sin embargo me turba un sentimiento onírico, irracional, ¿el amor quizá? Me incita a abdicar de mi personalidad para fundirme con la suya, a dejar el cálido capullo de mi cerebro. Me siento conmovido hasta las entrañas. Ella está aquí, Eva, ante mí, en pie y me mira. Y yo querría abrazarla, apretarla hasta perder el aliento. ¿Porque la deseo, o porque quiero matarla? Incorporada también, ella parece todavía más graciosa. Sus senos amanzanados se han alzado, sus botones se erigen en el centro de la areola rosada, como un pistilo en el centro de su corola. El dulce liquen entre sus muslos me emociona. Estoy enteramente dispuesto a amarla, a desearla; pero parece que ciertas conexiones de mi cerebro no funcionan, y el choque emotivo que recibo no se transforma en reacción sexual.

Ella da algunos pasos hacia mí. Avanzo hacia ella. Eva. Sonríe. No parece extrañada de mi presencia. Pongo mi mano sobre su hombro, dulce, exquisita diferencia de nuestras epidermis. La conduzco hasta la sala de trivisión. Me sigue sin vacilar. ¿Estará ya advertida de nuestro encuentro? ¿Habrán programado las máquinas mi partida, previsto mi regreso en el momento escogido? ¿Ha sido planeado anteriormente todo hasta este momento, nuestros gestos, nuestras miradas, nuestras actitudes? ¿No seré libre de decidir mi porvenir? Es indispensable que descubra el secreto de la esfera y de la experiencia para la que fui concebido.

Eva me acaricia las alas; las suyas son invisibles, ni el más pequeño embrión. Adivino un comienzo de admiración en su mirada. Mis membranas se hinchan ligeramente. Felicidad. Todavía no hemos intercambiado ni una sola palabra. Es necesario que le diga por qué estoy aquí, cómo he llegado, que le cuente el mundo exterior, la selva, las ciudades devastadas. Después le mostraré las películas que recogí. Las palabras parecen atascarse en mi garganta, mal pergeñadas, ásperas; no se parecen ya a las que me han enseñado las máquinas. Han estado demasiado tiempo dentro de mí, una química interior las ha transformado. Sin embargo, debo aplicarme a transcribir lo más exactamente posible mi pensamiento. Ella me contempla con grave atención, siguiendo el esfuerzo de concentración que realizo. Tras este penoso comienzo, las palabras brotan, las frases se organizan, pronto me oigo hablar. Alegría de jugar con mi pensamiento, de transportar la realidad. Hablar y hablar. Incluso consigo distanciarme intelectualmente de mi discurso, vigilarlo, rectificarlo, decorarlo sin participar en él.

Arrebatados por mi alegría oral, mis ojos abandonan el rostro de Eva. De pronto vuelvo a verla y apercibo una infinita angustia en el fondo de su mirada. Ella me observa todavía. Sin verme. Sus pupilas indiferentes miran un punto situado lejos, detrás de mí. ¿Me oye? Ceso de hablar, pero continúo moviendo los labios, luego me detengo, espero unos minutos en silencio, grito súbitamente:

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