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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (11 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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—¿La nada? ¿Qué nada? ¿Qué puedo temer a tu lado?

—Pero ¿acaso no lo comprendes? ¿Sois estúpidos los del Exterior? ¿O es verdad que sois demonios? ¡No, esto no es posible! ¿Qué puedes temer? Pues, la falta de alimento.

Me ha lanzado esta afirmación como una evidencia. No acabo de entenderlo. Me arriesgo:

—Pero tú, Lia… perdón, Miére, ¿no podrías compartir conmigo tu ración?

Se arranca a mis brazos horrorizada, jadeante, indignada.

—¡Demonio! —grita, y huye sollozando.

La luz disminuye y luego se apaga por completo.

Quedo solo, pasmado, sobre mi bajo diván y en la más completa oscuridad. La palanca de mando ya no funciona.

El fuego. Me queda el fuego. «Ellos» me han quitado la combinación impermeable, pero rebusco en mis bolsillos. Mechero. Cigarrillos. Y papeles combustibles, esos documentos que nos olvidamos de arrojar. ¡Soy un hombre, qué diablos!

Descubrimiento inefable, culminación de la obra de toda mi vida, y después el espíritu se oscurece bajo los efectos de un tóxico vegetal. La mujer de la Tierra se incorpora y corre. Estoy desfallecido. Pero necesito sobrevivir y… ¡tratar de comprender!

Esto arde mal. Al menos consigo distinguir los muebles que me rodean. Una puerta que franqueo. El corredor. Por aquí hemos entrado. Veníamos de un almacén de artículos diversos. Bien apilados. Pero ¿a dónde ha ido Lia–Miére? ¿Cómo volver a encontrarla si consigo alcanzar la sala donde recobré el conocimiento?

Una pendiente. ¿La recorrí antes en sentido contrario? No lo creo. ¿Me he perdido ya? Es imposible. Idiota. ¡Precipitarse así, a ciegas! Al fin y al cabo, ella volverá. Ella, o quizá la luz. ¿Qué he podido decir para indignarla a tal punto? Media vuelta. Las mujeres tienen un humor curioso. Imprevisibles susceptibilidades. ¡Heme aquí convertido en persona razonable! Media vuelta. La habitación, el diván. Por fin conozco un lugar. No, no era esta habitación. Los asientos aquí son duros, de bordes cortantes.

—¡Lia! ¡Miére! ¡Vuelve, te lo ruego!

Bajo la Tierra… Yo deseaba la Tierra, pero ¿la había imaginado tan envolvente, tan devoradora de hombres? Veamos, todavía no he podido analizar francamente mi situación, debilitado por la droga. Estaba prisionero de una sombrilla gigantesca, y me encuentro bajo tierra… Entonces, ¿un pueblo troglodita? ¿Por qué? ¿Cuáles pueden ser las causas de semejante ocultamiento? ¿Qué evolución ha sufrido la mentalidad de esta gente?

Pasan minutos, horas, no lo sé. Los pensamientos se me confunden. ¿Qué puedo decirme? ¿Qué plan puedo preparar en la oscuridad, en las entrañas de la Tierra, sin más luz sino la de dos papeles rotos, que preciosamente decido conservar? Tanteando, me instalo en uno de estos duros asientos. Al fin me adormezco, aunque en incómoda postura.

¡Alguien llega! Me levanto, alarmado. Ante mí, una luz devuelve su existencia a los detalles de lo que sólo puede ser un cuadro de mandos. No me es familiar ninguno de los símbolos que en él figuran. Agujas que se desplazan sobre cuadrantes, lámparas verdes que parpadean dando vida al ambiente rojizo del conjunto. Contrariamente a mi recuerdo del despertar, no descubro ninguna presencia humana. Vuelvo la cabeza para descubrir las dimensiones de este nuevo lugar. Me es imposible distinguir una pared, a causa de la poca luminosidad que proporciona este cuadro.

¿Intentar una manipulación a ciegas pulsando estos botones, desplazando estas palancas? Tentado estoy de arriesgarme. Pero temo abrir la puerta al mar que irrumpirá en las galerías; desencadenar una reacción nuclear. Toda el agua que fuera se proyecta sobre las sombrillas debe ser aspirada, dirigida, impulsada por bombas… Por tanto, finalmente desisto de manipular estas potencias. Debo admitir que los cuadros de mandos siempre me han impresionado. Son un dominio material que me es totalmente desconocido. Deseo desesperadamente la vuelta de Miére. Esta soledad me angustia. A pesar de lo extraño de estos lugares y del carácter de mi cuidadora, no he sufrido la normal reacción física de inquietud ante lo insólito. Pero ahora, al despertar, con la boca amarga, frente a esas luces pequeñas y violentas, verdes sobre fondo rojo y dulce, desfallezco… ¡Diablos!, pero… si… ¡Tengo hambre!

Una sospecha me taladra el alma. La «nada» prometida por «ellos». Miére lo dijo bien claro: «Por falta de alimento». Le pedí que compartiera sus provisiones, y entonces huyó horrorizada.

Las lámparas parpadean ante mí, cada vez más rápido. Me llegan ruidos sordos, untuosos golpes de bielas bien ajustadas, gruñidos de motores. El acre olor del ozono acaricia mi olfato y revuelve mi estómago fatigado. Vomito miserablemente la bilis. Miserable humanidad, orgullosa de tu inteligencia, pero abatida tan pronto como se interrumpe la absorción regular.

Cuando la náusea dolorosa deja de retorcerme, después de un último espasmo, la maquinaria parece gruñir con mayor fuerza. Toda la tierra parece temblar a mi alrededor, presa de frenesí. He aquí los compresores de agua; funcionan, pero todo parece automático… Un latido gigantesco emana de las profundidades telúricas. El ruido aumenta,
in crescendo
, digno de las fraguas de Vulcano, genio antiguo de los libros «de miedo infantil», el que ahora reconozco en el astro originario. Mis manos buscan y tapan mis tímpanos. Ochenta decibelios, umbral del dolor… sobrepasados con mucho. Meneo la cabeza, el busto, todo mi cuerpo en cadencia, aprisionado por el loco engranaje del movimiento y la percusión. Pongo los ojos en blanco; todo se achata, se funde más bien, viscoso, líquido. La luz aumenta, el verde predomina decididamente sobre el rosa y estalla en mi cara; un chorro, un torrente verde que me arrolla, me aplasta, rueda enorme que se alarga sin cesar y que gira, hilando insectos asesinos pronto convertidos en un enjambre por el delirio rotativo.

Grito, incapaz de oír el sonido que sangra de mi gaznate. ¡Ah! ¡Morir! ¡Desvanecerse! ¿Por qué no llega la inconsciencia misericordiosa?

Todo se apaga, luz, ruido, movimiento. Me hundo, jadeante; los ojos se me saltan y no parecen regresar sino a regañadientes a la redonda caja de las órbitas y a la sombra de las pestañas cerradas, donde se entrecruzan algunas partículas centelleantes. Me hundo, sollozante, bajo el techo luminoso. Al fin acomodo la visión: Miére se halla de pie a mi lado.

En su rostro se confunden los sentimientos: vergüenza, temor, ansiedad. Es posible, pero sobre todo compasión, o mejor compasión infinita. Limpia mi frente con un tejido suave humedecido en un líquido, calmante como el movimiento de sus dedos que masajean con destreza mis lóbulos frontales. Habla, pero no he recobrado el oído. Sus palabras cuidadosamente pronunciadas se convierten para mí en una tempestad de ecos que ruedan, se mezclan y se anulan en una barahúnda atronadora. Guiño los párpados. Los labios femeninos se inmovilizan en una tímida sonrisa.

El tiempo pasa bajo la caricia de la mano que va de mi frente empapada de sudor a mi nuca rígida. Toca mi cuello, mis hombros y masajea deliciosamente.

—Debiste coger el casco —dijo al fin Miére, y al fin la entendí, lleno de gratitud porque mi oído no estaba muerto. ¿Qué dice? ¡Que es muy peligroso no protegerse los oídos en un centro de producción en funcionamiento!

Inclino la cabeza, convencido. Miére me enseña un casco forrado por dentro de un aislante acústico. ¿Cómo podía preverlo? Le sonrío con afecto.

—¿Cómo te encuentras, querido? —pregunta mi enfermera.

—Algo mejor, gracias. Pero ¿dónde estabas? Me he… me he dormido, sin duda. Solo, asustado también. Todo es desconocido. —Hago con la mano un gesto vago.

La muchacha sonríe e inclina la cabeza a su vez. Comprende y excusa mi debilidad.

—Debes quedarte conmigo. «Ellos» lo permiten. Tengo el derecho a asistirte. No temas, Philippe. Todavía te queda mucho tiempo antes de… del momento.

La he ofendido hasta el punto de hacerla huir, y lejos de denunciarme ha intercedido en mi favor, ofreciéndose a acompañarme. ¿Con qué fin? Desearía preguntar: ¿qué «momento»? ¿El de morir… de hambre? ¿Quieren realmente hacerme morir de hambre? Esto es insensato. ¡En algún sitio deben tener algo de comer! Sin embargo, temo que se repita la huida anterior, la retirada horrorizada de la joven. Y todavía más por cuanto, en el estado de debilidad a que me hallo reducido de nuevo, su ayuda es primordial.

Tras otro largo intervalo, Miére pasa un brazo bajo mis hombros y me ayuda a incorporarme en el asiento. Luego, con precaución y a pequeños pasos, me guía a través de una nueva serie de corredores hasta que nos vemos en un «camerino» ¿cómo llamarlo de otro modo?) semejante al que ocupábamos n el momento de su huida. Me ayuda a tenderme en un «sofá» n todo semejante al anterior. Sin duda es el mismo.

Pasan las horas y mi malestar decrece. Me levanto y luego intento dar sin ayuda unos pasos vacilantes. El dolor inicial desaparece pronto. El zumbido en los oídos desaparece. La cabeza vacila, pero puedo dirigir bien mis pasos.

—Desearía continuar la exploración de tus dominios —le digo.

—Pero si ya lo has visto todo. ¡Te lo juro!

¡Así pues, realmente no hay cocinas ni restaurantes!

Imagino registrarlo inmediatamente todo, pero yo solo. Miére me mira sin entender mi muda petición. Echo a andar, franqueo una puerta. Ella me sigue.

Me doblo de dolor, roto, y me desplomo en el suelo, con el tórax oprimido en el torniquete de mis manos enloquecidas. Rojo velo de este dolor: el hambre. Océanos que me tragan, masa verde ventruda y musgosa donde mis huesos implacablemente descarnados ruedan y se dislocan. Un mar, una marea eterna de flujo y reflujo, oleada verde pálido opalescente en la cual se derrama el rojo de las heridas que lo manchan. Lámina aguda, proa del dolor, recomponiéndome para mejor cortarme en lo vivo y dispersarme de nuevo hacia todos los puntos cardinales. Cada pulsación renueva el suplicio, horriblemente dilatado en el tiempo.

Luego el dolor se calma. Me hallo a cuatro patas en el suelo gris de un corredor. La lámpara abandonada por mi compañera ha rodado a dos metros de distancia. Su luz dibuja crudamente el relieve óseo de las manos de Miére, que me levanta, me adosa al frío muro.

—Esto pasará. Después de algún tiempo el dolor se hace mucho más soportable. Ven, Philippe; regresa.

Ha vuelto la cabeza al aludir a los dolores que se hacen más suaves cuando llega la debilidad. ¿Habrá visto a otros languidecer y morir? Imposible: nunca había conocido a ningún «exterior». Me ayuda a echarme de nuevo en el pequeño sofá. Cierro los ojos, sacudido aún por los últimos ecos del combate interior que mi cuerpo termina de atravesar. Incapaz de pensar lógicamente, de tanto en tanto abro un ojo, notando la proximidad de una mano ligera.

—¡Tengo sed!

El grito se me ha escapado sin querer. Tan sólo al oírlo he comprendido lo que implica. Mi hambre no me dejaba recordar este otro mal: la sed. Mi dolor, mi miseria resentida, aumentan con este nuevo concepto recién identificado.

Miére ha abandonado sus atenciones para conmigo. Insectos rojos se agitan a mi alrededor cuando regresa y lleva a mis labios el recipiente. Bebo a grandes tragos, asombrándome de no haber pensado en tal remedio. Con los grandes tragos, la vida vuelve a mí. Las ideas empiezan a ordenarse un poco bajo las paredes incandescentes de mi maltratado cráneo. Necesito obtener una entrevista con uno o varios de los congéneres de Miére. La dulce muchacha quizás esté loca, ¿quién sabe? A mi llegada a este lugar, ¿he escuchado voces distintas de la suya? No me atrevería a asegurarlo.

¿Le he comunicado este deseo? De nuevo me hallo a solas. Descanso todavía en mi jergón, que noto bañado en sudor bajo mi cuerpo. En medio de mi ser se ha alojado una serpiente que me devora poco a poco pero sin cesar, mientras se enrosca sobre sí misma. Sé que el vaso lleno de líquido salvador está a mi alcance, a mi derecha, sobre el suelo. Me bastaría bajar el brazo y la mano al extremo de este brazo, para alcanzar mi viático. Pero siento mi mano de hielo, prolongación de mi brazo de madera muerta. Alzar los párpados me agota. De nuevo la oscuridad, o tal vez me he quedado ciego. Lloro silenciosamente, casi sin darme cuenta. Sueño vagamente rodillas cálidas y redondas, un dulce pecho acogedor y vasto que, al acogerme, anularía estos inquietantes alrededores, esta negrura abisal. Nada se mueve, nada hace ruido aquí. Mi reloj se ha parado, pues no oigo el tictac monótono… a menos que también padezca sordera total…

El tiempo pasa. Miére vuelve, demostrándome que aún puedo percibir la realidad. Ella me habla y oigo sus palabras. Le contesto; frases deshilvanadas, palabras apenas pronunciadas. Cada vez me cuesta más formular mi pensamiento, dado sobre todo que debo usar esa jerigonza arcaica. Cierto que me parece agradable, pero me es menos familiar que mi lengua materna. Bebo, y de nuevo siento irrumpir las fuerzas en mí. Me desplomo en mi cama, aplanado. Miére sonríe con su expresión triste y amante. Le devuelvo la sonrisa mecánicamente. Buena chica, hermosa chica, estupenda chica. Mis párpados se cierran. El tiempo reanuda su carrera.

Miére desaparece y me hallo hundido en una oscuridad aún más negra que antes. Mi mineralización también progresa. Pienso, creo, me parece que dejo de sufrir del todo…

Luego ella se acerca. Todavía está a mi lado, dándome de beber, acariciando mi frente. Sonrisas, algunas palabras embarazadas…

De nuevo la ausencia, la oscuridad y la soledad.

Su amistosa presencia, divina, espléndida, la belleza de su risa, la luz y la vida de sus ojos…

La soledad…

La amistad…

La oscuridad…

El agua para beber sin tasa…

Decenas de veces se repite esta secuencia de somnolencia indiferente, de éxtasis al sentir penetrar en mí la onda verdadera, con bruscos regresos a la lucidez pronto cortados por la beatitud vegetativa. A veces razono y tengo miedo. A veces es la cólera. Miére siempre se ausenta en esos instantes.

Hasta que, sentado en la oscuridad y sintiendo latir mi corazón irregularmente en mi pecho: bum–bum–bum…B…um…b… b…bmmm…, veo sobre mí el techo que vuelve a la existencia, lo mismo que los escasos muebles. Miére avanza a mi encuentro, tendidos los brazos, los ojos anegados, las mejillas húmedas de lágrimas.

Le sonrío con esfuerzo. Entonces, ella solloza de verdad.

—¡Oh, Philippe! —Y se arroja en mis brazos. Me abraza, me cubre la cabeza, el cuello, el cuerpo, de besos enfebrecidos. Un vértigo se apodera de mí. La ronda de los objetos se anima y acelera. Miére se aparta un poco. Sus ojos en los míos. Una corriente pasa entre nosotros, amplia complicidad que no alcanzo a definir.

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