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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (12 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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—Tengo hambre, Miére… Yo te, t, suplico. M, tengo hambre.

Noto lágrimas que ruedan con dificultad sobre mi crispada faz. Entonces abandono, fatigado más allá de toda medida, hundiéndome en un sueño que adivino distinto. No estoy muerto, puesto que oigo. Oigo su grito:

—Philippe… ¡No! ¡No, Philippe! ¡Vuelve! ¡Te lo ruego amor mío!

Pasos precipitados. ¡Ella huye, pues! Minutos mortales durante los cuales uno se siente colgado de un fino cordón, sobre abismos sin fondo. ¡Agua! Podría darme agua… Inerte, mineralizado, me quedo como una piedra, pero siempre allí. La luz se ha ocultado una vez más, pero yo no me hundo. Algún instinto me dice que si cedo al sueño ahora, ya no despertaré jamás. Noto mis ojos abiertos, con los párpados de cemento, pero replegados hacia lo alto. Y la luz vuelve a aumentar, lo que indica mi victoria, precaria pero victoria a pesar de todo. Miére está aquí. ¿Va a darme de beber al fin?

Sí, pero ahora no es el borde frío de un vaso lo que me suministra la vida. Y no es agua lo que fluye dentro de mí. Siento sobre los míos unos labios dulces y cálidos de los que se filtra un néctar extraordinario.

Como si unas nubes grises cayeran de mis pupilas, un huracán de energía limpia cada alvéolo de mis pulmones, cada sección de mis vasos sanguíneos, recarga a tope todos mis centros nerviosos, al tiempo que me invade una sensación de felicidad inefable.

La expresión de los ojos verdes de la joven que me contempla es sumamente tensa. Se comprende que acaba de tomar una decisión dramática. Pero esta decisión revela también una increíble serenidad en lo que concierne al afecto que me demuestra francamente. Todavía no comprendo la situación. A pesar de todo, lo adivino, se acaba de franquear un Rubicón.

—Aquí estoy, amor mío —pronuncian los tiernos labios donde quedan algunas partículas del formidable alimento.

—Aquí estoy, Lia; aquí estoy, Miére. Me has arrancado a las tinieblas. ¿Por qué has tardado tanto?

Sus manos están sobre mí, mis manos sobre las suyas. Sin pensarlo siquiera, intercambiamos caricias. Alegría, felicidad; encuentro a Lia diferente y parecida, entera y dividida. Querría gritar de alegría. Pero se produce una vacilación en el suave caudal de esa mirada de mujer amante.

—No me decidía a renunciar a mi vida —confiesa la joven.

Tengo un sobresalto.

—¿Quién habla de morir? En realidad se trataba de eso, amor, pero hemos de vivir los dos, reunidos al fin después de todas estas complicaciones. Tú, yo, la Tierra madre de todos nosotros y mis hermanos. ¡Voy a conducirte a las estrellas!

—No blasfemes, te lo ruego, dueño de mi ser —suspira la muchacha—. El Exterior está contaminado, como sabes. Tu contaminación me será transmitida. Moriremos como lo quiere la costumbre.

Su tono es monótono. Se nota que recita una antigua lección cuando añade:

—El Exterior está contaminado. Lleva en sí la muerte y la transmite. Alimentarle sólo acrecienta su muerte. Por eso, el Exterior nunca será admitido al festín de la vida, hasta su natural desaparición. Por tanto, me he condenado por ti, mi amor. Pero no me arrepiento. Estoy avergonzada de mis dudas. Fue largo. Pero soy feliz por haber vencido al fin el miedo. ¡Oh!, no del todo, querido. Temo a la muerte…

Ella llora sobre mis hombros, inclinada sobre mí. Acaricio su nuca, embelesado. ¡Cómo habría de temer a la muerte, cuando acabo de regresar junto a los vivos, por la gracia de este maná extraordinario!

—No llores, no llores —le digo—. ¡Esa ley no puede cumplirse! Yo querría…

Pero Miére llora sobre mi cuello, llora poniendo su boca sobre mis labios, me abraza como loca, buscando el consuelo de un íntimo contacto. No es momento de discusiones. Una fuerza incontenible me anima y me impulsa. Me recorre una llama; es el deseo. Miére se aparta de súbito, ligera pero notablemente.

—¿Qué haces, querido? —pregunta, asustada—. Tú no eres mi promovido.

Mi respuesta es alzar los brazos para enlazarla de nuevo estrechamente. Un furor ardiente me anima, en medio del cual sobrenada un iceberg: no hacerle daño. La resistencia que me opone es débil, afortunadamente. Suave pulido redondeado de los muslos, descubiertos al levantar los pliegues de la túnica; calor de su boca que se une a la mía, mientras mi lengua recoge todavía los restos del alimento maravilloso. Nuestros alientos confundidos armonizan su ritmo. Nuestras piernas se entrelazan y corresponden. Nuestras manos buscan nuestros cuerpos. Rodamos siempre enlazados, del sofá al suelo. Sus ojos vuelven a abrirse, los distingo en primer plano, en imágenes desenfocadas, pero los veo dilatados por la sorpresa feliz. Nuestros pechos se unen, mis palmas van del pequeño y tierno seno al pellizco exquisitamente flexible del talle. Luego nuestros sexos se aprisionan a su vez, se miden, se adaptan, antes de que el acuerdo vital nos arrastre, cada vez más velozmente hacia el vaivén sin fin recomenzado de la plenitud. Miére–Lia, por fin, empieza a gemir el éxtasis que me domina y estalla en mi rostro tal como era, intacta y pura, lustros atrás.

Uno en brazos del otro, nos hundimos en un sueño que, esta vez, no me asusta en absoluto.

—Pero, querida, necesito hablar con tus compatriotas. Es imposible que no me crean. El Exterior no está emponzoñado, puesto que vengo de allí. Es posible encontrar alimento. ¡Nunca he vivido de otro modo! Y mis amigos estarán allí para recibirnos. Vosotros seréis los primos lejanos, pero siempre iguales. Tú, mi Lia recobrada, el amor de mi infancia, la pasión de mi madurez y la personificación de todo lo que fui y de lo que quise ser y conocer.

Lia me abraza y nuestras bocas se unen antes de que pueda pensar en contestar. Luego:

—El Exterior no posee cámara de vida. ¡El Exterior está contaminado!

Esto es todo cuanto a mi nueva y deliciosa amante se le ocurre en respuesta a mis objeciones, desde hace más de una hora. Se niega a dejar que hable con sus hermanos de raza. Me explica que, al saber de nuestra unión, exigirían que nos separásemos.

—Yo no querría morir lejos de ti, querido —dice entonces con su mejor sonrisa.

En cuanto a la cuestión del alimento, renuncio a explicársela. Ciertamente, a este nivel existe una evolución divergente entre nuestras dos culturas, haciendo incompatibles los símbolos, sean cuales sean.

He registrado todos los rincones del dominio de la muchacha. Me ha suplicado tanto que no franqueara ciertos umbrales, capaces de colocarnos bajo la férula de «ellos», que he cedido a su temerosa insistencia. Pero no he descubierto ningún paso —trampas, escaleras, ascensores— que me diese esperanzas de regresar algún día a la superficie.

De pronto, una ligera vibración parece brotar bajo mis pies y se propaga a mi alrededor en círculos concéntricos.

—La máquina de la vida —dice Miére.

Por lo visto, ella también ha renunciado a explicarme su manera de considerar el problema nutricio. Toma mi mano y me conduce.

—Ahora, amor mío, lo tendrás todo de mí; voy a compartir mi vida contigo —dice ella. Ríe y llora a la vez, guiándome cada vez más rápidamente por los corredores. Franqueamos uno de los pasos hasta ahora prohibidos. El ruido de las máquinas, que temía volver a encontrar, no aumenta mucho, lo que me tranquiliza. Al fin, a través de un telón hecho de vapores inmateriales, penetramos en un local como jamás podía imaginar.

Una rotonda cuyo techo parece de humo. Las paredes brillan bajo un revestimiento dorado cubierto por una húmeda película.

—Pasaré primero y saldré del árbol de la vida a mitad de su ciclo —dice valerosamente mi joven amada.

Pasa hábilmente su túnica por encima de su cabeza y se vuelve unos instantes hacia mí, radiante en su desnudez perfecta.

—Tú también tendrás que quitarte tus ropas antes de tomar mi lugar.

Dicho esto, avanza hasta el centro del local circular.

Este está ocupado por un tallo verde y palpitante que parece brotar del techo luminoso. Miére penetra en él sin esfuerzo. Una membrana translúcida, ligera, se abre para dejarla pasar. La piel clara de Miére adquiere un tono castaño dorado, a través de este pálido verdor.

El espectáculo que se produce entonces lo conservo en mi memoria como el más extraordinario, pero también el más hermoso que me ha sido dado contemplar.

Incorporada al tronco del árbol de la vida, como ella lo llamaba —y era un nombre perfectamente adecuado—, Miére pareció perder todo su peso. Sus pies abandonaron el suelo y todo su cuerpo se elevó por entero algunos centímetros. Un tallo más oscuro surgió entonces en la parte superior, en el centro del tronco. Su diámetro era aproximadamente la décima parte del mismo tronco. Este tallo, francamente pardo, penetró en la boca de mi amada quien, doblando la cabeza hacia atrás, lo dejó penetrar en su ávida boca. Unos movimientos lentos y voluptuosos señalaron el comienzo de su deglución. Miére bebía la vida del árbol donante. Al mismo tiempo vi que sus pies se elevaban y sus muslos se abrían.

¿Cómo explicar lo que ocurrió entonces sin disminuir su belleza? ¿Qué palabras emplear, que no estén asociadas entre nosotros a imágenes desagradables? Al mismo tiempo que absorbía el don del árbol de la vida, Miére ofreció el producto de su alquimia corporal. Y esta nutrición–defecación simétrica adquiría un aspecto grandioso en su ejemplar complementariedad. Es que la planta también recogía su pitanza. ¿Cómo podría jamás confiar este escrito a cualquiera? ¿Quién podría comprender mi experiencia en su exquisita plenitud?

Miére se arrancó al abrazo acariciante del jade viviente. Con la mirada apagada, gestos tranquilos y seguros y un ligero fruncimiento de cejas hacia mí, se apresuró a desabrochar el cierre de mis vestidos.

—¡Rápido, querido! —murmuró. Luego me empujó literalmente al seno acogedor de aquella potencia verde que yo contemplaba un poco ofuscado, en actitud pasiva, o más exactamente indecisa.

Y conocí el éxtasis sin fin. Eternidades de plenitud exaltada, con la vida penetrando en mí, de quien salía también un don total y magnífico. Sentí estallar mi persona y extenderse a los límites extremos del universo entero.

Fue la mano de Miére quien me arrancó al delirio.

Había descubierto el «árbol de la vida» y su misterio, a la vez que lo comprendía en sus más recónditas consecuencias. Admirable simbiosis, rasgo de genio de un pueblo que, al término de un desarrollo científico cuyas implicaciones totales no podía ya comprender, había creado un sistema mediante el cual, abandonando la biosfera de su planeta, recuperaba de la misma los principios vitales, sin exponerse a los peligros que contenía.

He tardado bastante tiempo en ordenar un resumen como el que precede. Mientras regresábamos a nuestro local preferido, mi pensamiento vagaba, al mismo tiempo acariciaba con mano atenta el cuerpo de aquella mujer–símbolo. Las atmósferas degradadas por el desarrollo tecnológico (a su vez ligado a la explosión demográfica), con el envenenamiento consiguiente de la superficie terrestre y del fondo del océano, desgraciadamente son cosa demasiado frecuente en nuestros propios planetas actuales para que el mundo primordial se haya visto preservado… Como explorador de los rastros del pasado de la raza, ahora me parecía evidente que tal eventualidad debía habérseme ocurrido… Una ecología que sólo dependía de un único vegetal gigante —producto de una inmensa cadena de mutaciones provocadas— y la raza antiguamente dominante, sin nada que dominar ya, debía exigir a cada uno de sus complementarios el suministrar al otro sus subproductos como base nutricia. Al fin y al cabo, los sistemas en circuito cerrado existen desde hace muchísimo tiempo en los navíos espaciales, pero extender tal sistema y hacerlo funcionar a la escala de todo un planeta: ¡qué maravilla! ¡Y decir que este mecanismo de relojería quizá funcionaba naturalmente desde hacía más de un milenio!

Sin duda estaba demasiado conseguido, y los hombres habían llegado a olvidar el paso siguiente, renunciando a recobrar la superficie regenerada por la naturaleza, a quien habían dejado el campo libre. A menos que desde un punto de vista filosófico la humanidad terrestre decidiese no arrebatar nunca más su libertad restaurada a la superficie donde vio la luz.

De todos modos, en medio de mi súbita comprensión del admirable proceso, mi existencia, mi presencia «extranjera» quedaban ahí.

Había demostrado la gran idea de toda mi vida, no ya como un sueño de sabio algo poeta, sino como una realidad auténtica. Habiendo alcanzado la mitad de mi probable esperanza de vida, se me había ofrecido también la ocasión de zambullirse por completo en la trampa, para mí mortal, del pasado. Pero que quizá me permitiría inaugurar el porvenir con una unión llena de promesas, al conocer a Miére… Miére, mi salvadora, aunque ella había creído sucumbir conmigo, y no salvarme.

La debilidad de mi raciocinio, producida por la acción sucesiva, y sin duda combinada, de las emanaciones de la sombrilla raptora y las debilidades producidas por la inacción, parecía haberse disipado. La energía vegetal del «árbol de la vida» me había devuelto una agudeza mental que me producía la impresión de ser un genio de cerebro todopoderoso.

Por eso me sentí dispuesto a obtener de mi compañera los datos que todavía me faltaban, a fin de regresar con ella al navío de la misión científica, de la que yo seguía siendo el jefe. ¿Cuánto habría durado mi ausencia? Me lo preguntaba con ligera ansiedad. Sin embargo, no creía que el comandante Martson, por Bien que fuese, se hubiese atrevido a ordenar la partida.

No tardaría en desengañarme, por lo relativo a la muchacha. Con ella, situar la conversación en un plano general resultaba prácticamente imposible, a pesar de su ingenio natural.

—¿Por qué me amas? —le preguntaba.

—No lo sé —era la respuesta prácticamente invariable de Miére, a quien el conocimiento de los fenómenos naturales apasionaba en su manifestación, pero jamás en su origen ni en su correlación mutua.

Después, cuando yo insistía:

—¿Por qué te amo? ¿Existe un motivo para el amor? ¿No amamos naturalmente a nuestro promovido?

—Precisamente —añadía yo, tozudo—, en una circunstancia bien determinada tú me dijiste que yo no «era tu promovido». ¿Por qué me amas?

Miére fruncía las cejas, ruborizándose y palideciendo alternativamente, para declarar al fin en tono algo reticente:

—Yo te amo y te he promovido por mi cuenta porque… ¡Porque me era intolerable verte morir!

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