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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (16 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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—¡Cuidado!

Fue la voz de Siran.

Jason había desenfundado su desintegrador: un ridículo trozo de metal brillante que abría su pequeño ojo negro y burlón a la sofocante penumbra.

—¡Va a disparar!

Pero la muerte es un viejo tirador de primera. Fue más rápida que el gordinflón de Jason Bern. El tubo resplandeciente del desintegrador hizo un salto de carpa y desapareció en un charco al mismo tiempo que finalizaba la canción.

Bern yacía en un montón de basuras: su cabeza quedó hundida en él, como si no hubiera podido aguardar para volver al seno primitivo de la Gran Puta Podredumbre. El círculo se había cerrado.

Quedaron petrificados; aquella muerte incomprensible y brutal los llenaba de un terror ancestral. ¡El barniz de la civilización quedó rascado hasta los huesos!

Entonces, en el silencio que por breves instantes cayó como una losa sobre la desolación de aquel planeta restituido a la eternidad, se elevó una musiquilla cristalina, saltarina y sostenida, un
pizzicato
mineral y ridículo: era la piedra–cantante de Vanessa, que improvisaba la oración fúnebre del guardia (¡cuatro condecoraciones!) Jason Bern, de la Flota Confederada.

Nada que hacer. No se podía hacer nada. Claasen había intentado repetidas veces comunicar con el
Megasol
. Sus dos compañeros incluso llegaron a insultarle, conminándole a reparar el «puñetero trasto viejo». Pero el «puñetero trasto viejo» estaba muerto.

—¡Es preciso volver!

Colgada del cielo como una caricatura de sol mortecino, la espesa y roja luna les mostraba un mundo que ya no era el suyo. Entonces corrieron. Y se extraviaron.

La muerte inexplicable de Bern les había abierto las puertas de un infierno sin límites:

Aquel planeta, la Tierra, que según la tradición había dado origen a su especie, ¡en realidad era sólo una inmensa cloaca, un océano de pus con continentes de mierda y archipiélagos de guano!

Ambos corrían como animales perseguidos por cazadores implacables. Si quisiera, podría abatirles con una sola ráfaga de luz anaranjada. Reducirlos a cenizas. El viento de la mañana los habría barrido con un papirotazo indiferente, se los habría llevado, átomos de polvo dispersos, hacia los grandes árboles tranquilos, hacia el humus devorador–purificador–regenerador de la selva.

Corrían… Y no encontraban su camino.

Pasaban bajo vastos puentes de metal; se perdían en calles siempre iguales a sí mismas; tropezaban con las losas rajadas de avenidas de donde brotaba una abominable babosidad vegetal:

¡Debería mataros ahora mismo! ¡Yo soy de aquí! ¡He vuelto! ¡Heme aquí bebiendo en las fuentes!

Los pájaros nocturnos empezaron a revolotear por el aire. Buscaban su presa. Sus ojos infalibles localizaban en las grietas de la ciudad silenciosa a los roedores huidizos, a los animalillos de imperfecto mimetismo. Esta presencia sobre sus cabezas era insoportable para los fugitivos:

¡No para mí! ¡Yo soy de la raza de los pájaros nocturnos! ¡He odiado siempre vuestro mundo, vuestra prostituida civilización!

¡Vuestra prostituida civilización!

¡Vuestra podrida sociedad!

¡Vuestra negra vanidad! ¡Basuras! ¡Todas vuestras retóricas sangrientas!

Creía caminar sobre la ruta de la nada, podía verse a sí mismo corriendo por este sendero de desgracia y de muerte, mientras un miedo insensato penetraba en su alma. Se sintió vigilado por la espalda, espiado por una presencia cruel e implacable, y se volvió de súbito. Pero a pocos pasos, corriendo y sudando lo mismo que él, sólo se veía la silueta vacilante de Siran… y más lejos, perdido entre las sombras movedizas de la noche hostil, Yen Ariz. Y tuvo la impresión de que los grandes ojos abiertos de Ariz ocultaban una terrible amenaza en sus pupilas fijas y heladas. Súbitamente, un cortejo de nubes oscuras veló la luna, ahogando el grito monótono de los pájaros predadores, anegando la ciudad en profundas tinieblas…

Soñó: él era otra persona y caminaba por un camino a oscuras entre altas montañas coronadas de nieve;

soñó que bruscamente se desencadenaba el viento, una oleada de sonidos y colores, una pirámide construida por los dioses.

soñó a un hombre con una máscara de metal blandiendo un puñal y que con gesto exacto le abría el pecho, arrancándole el corazón;

soñó una erupción volcánica;

soñó una gigantesca serpiente que devoraba el sol, una lluvia de meteoritos abatiéndose sobre la faz del mundo;

soñó un aguacero púrpura sobre los techos de la ciudad de los dioses…

Sin la menor transición, de nuevo volvió a ser Jon Claasen, oficial de tercera en el navío superlumínico de exploración Megasol 9.

luego, un gemido, un lamento, un grito.

Atroz, como de alguien que se ahoga

¡ARIZ! ¡ERA YEN ARIZ quien gritaba!

gritos / rechinar de millares de láminas de metal / chirriar de uñas en las murallas de la eternidad / perros (?) de lava y de cólera / serpientes de hiedra estrangulando las sombras de la noche / fuego en esa noche rajada por granizadas azules de puñales —herida en el vientre por escalpelos templados en el veneno de los árboles— y mientras tanto, yo soy algo sin nombre, sin facciones, sin descanso, soy una piedra que cae y no cesa de caer, que va a la deriva por un río de cieno y purulencia, soy un hacinamiento de ávidas mucosas

devoradoras, vomitadoras, pulsantes,

putrefactoras;

la jungla separa los pesados cortinajes de sus sortilegios: soy una bola de cegadora luz, soy un perro, una garlopa y rasco hasta que brote la sangre de multitudes de cuerpos crucificados en suplicio colgados de los pulgares

¡ESTÁ MUERTO! DIOS SABE DE QUÉ HA MUERTO, PERO ESTÁ MUERTO…

muerto… dijo otra voz que no pudo identificar / lo mismo que no había podido reconocer la que habló al principio

soy una bestia blanda enrollada en la sangre del lento encenagamiento de la materia / ¡NO SOY YO QUIEN PIENSA ESTO… ESTAS IMÁGENES QUE ATRAVIESAN MI ESPÍRITU COMO GOTAS DE ÁCIDO Y DE VENENO NO HAN NACIDO EN MI MEMORIA! / ¡NO QUIERO, NO QUIERO SEGUIR SIENDO ESTA COSA ÁVIDA, ESTE DEVORADOR AMASIJO DE PSEUDÓPODOS, DE FLAGELOS PRENSORES.!

luego notó la sensación de un contacto húmedo y áspero a la vez sobre su rostro (¿He encontrado por fin mi cuerpo?) —sin duda había derivado hasta un entrecruzamiento de babosas plantas acuáticas que acababan de pegarse sobre su mejilla izquierda; luego abrió los ojos.

—Los demás se han ido —declaró el perrito blanco—. Es de suponer que habrán vuelto al artefacto que os trajo hasta aquí…

¡Había que oír cómo pronunciaba la palabra «artefacto»!

Todo el desprecio del mundo resbalaba entre sus colmillos, que relucían levemente a la claridad lunar.

—¡Desaparece! ¡Lárgate! —gritó Yen—. ¡No eres más que una pesadilla!

—Te equivocas. Soy muy real. Existo verdaderamente… Tú eres quien debe desaparecer.

—¿Qué les ha pasado a los demás? —preguntó con pavor.

—Te lo he dicho hace un momento. Se han ido. Te creyeron muerto. Qué falta de juicio, ¿verdad? Te han dejado tirado, como vulgarmente se dice. Pasaba por este lugar (creo innecesario decir que no tengo gran cosa que hacer día y noche, que dispongo de todo mi tiempo para pasearme por doquier); así pues, pasaba por aquí y viéndote en tan lamentable situación me he tomado la libertad de lamerte la cara con mi áspera lengua. Es un truco de mi especie, un truco muy antiguo, pero que siempre da resultado. A condición, claro, de que el paciente no esté realmente muerto.

Yen lanzó un gruñido de contrariedad: le molestaba tener que admitir que estaba en deuda con aquella pequeña y ridícula criatura de modales pretenciosos y hablar ampuloso. Intentó levantarse, pero un dolor insidioso empezó a martillearle el vientre.

—¿Qué esperas de mí? ¿Que te dé las gracias? ¿Que te prometa eterno agradecimiento?

—¡A mí qué me importa tu agradecimiento, tu gratitud! Lo que has de hacer es ahorrar tus fuerzas o lo que quede de ellas. Aquí la noche es peligrosa; pertenece a las fieras de la selva, a los magos del aire… A veces los jaguares llegan incluso hasta las calles céntricas de la ciudad. Son animales muy vigorosos y después de la «partida» de los hombres, han adoptado costumbres de grandes señores. Si te espabilas, aún tienes una posibilidad de alcanzar a tus amigos…

«Hace infinidad de períodos y de superperíodos que arrastro mi desgraciada osamenta y mis pobres fantasmas de un mundo a otro, desde planetas de miseria hasta abismos de infelicidad, pero, desde luego, es la primera vez que una imagen nacida de mi subconsciente se empeña en mandarme qué debo hacer…»

—¿Y si sacara mi desintegrador para abrasar tu miserable morro blanco?

—Tu destino seguiría siendo el mismo. Un buen consejo: olvida tu antropomorfismo. Es una calamidad que ya ha sido eliminada de la Tierra.

Y, tan súbitamente como la primera vez, desapareció. El pequeño ovillo blanquecino pareció disolverse en la noche como un terrón de azúcar en una taza de café.

Yen se incorporó sobre un codo, incapaz de reaccionar. Se estremeció. La luna parecía dibujar en la explanada curiosos arabescos, movimientos furtivos, quizá contornos de ciudadanos fantasmas espiándolo entre las ruinas. En algún lugar (¿lejos? ¿cerca?) creyó oír un bramido bestial. ¡Los jaguares!

Finalmente, Yen consiguió reunirse con sus dos compañeros: peleaban entre sí como energúmenos, revolcándose por el suelo de una gran plaza embaldosada. Lanzaban profundos resoplidos, propinándose codazos y puñetazos. Pegaban con fuerza y lentitud, casi torpemente.

Cuando los llamó interrumpieron su ridícula actividad, sentándose sobre sus talones para mirarle fijamente. Había aparecido entre la noche como un espectro acuchillado de estrías sangrientas por la luz de la luna, dejando pasar largo rato antes de dirigirles la palabra:

—¡Vaya par de marranos! ¡Ibais a dejar que reventase aquí! Su mano empuñó el desintegrador; a tal punto desconfiaba de sus reacciones:

—¡Dos buenos marranos, realmente!

Luego, sin solución de continuidad, estalló en una carcajada incontenible.

Por último preguntó:

—¿Se puede saber por qué luchabais?

Claasen fue el primero en levantarse. Parecía avergonzado. —Creo que no podremos responderte. Puedes dejar tranquilo tu desintegrador…

Yen aparentó no oír el consejo del oficial, aunque después de todo, a lo mejor era una orden.

—Sin duda ya habéis olvidado el motivo de vuestra pelea… De pronto, Siran rompió a sollozar, con la cara escondida entre las manos. Lo miraron estúpidamente; sacudido por hipos convulsivos, su compañero dirigía a un misterioso e invisible enemigo insultos y amenazas que salmodiaba como exorcismos. La sorprendente letanía se transformó pronto en un caudal de palabras incomprensibles, en una especie de cantilena balbuceante. Después se levantó de súbito y les pareció más alto que de costumbre, como si acabara de crecer un palmo. Creyeron que iba a lanzarse sobre ellos y que serían incapaces de oponerle la menor resistencia.

—¡Siran!

Pero ya corría, ágil y veloz, como un animal cazando («No he visto jamás un jaguar —pensó Yen—, pero deben correr así»); se alejaba de ellos a velocidad sobrehumana, salpicado por cascadas rojas y doradas de claridad lunar. Parecía saber exactamente a dónde se dirigía: hacia una gran construcción brillante que destacaba junto a la plaza con la masa reverberante de sus quince pisos abandonados.

—¡Siran! ¡Siran Chadifü!

—No grites —dijo el oficial—. Está loco. ¡Completamente loco!

—¡Eso lo dices tú! —aulló Ariz—. ¡Hay que detenerlo!

Pero Claasen le sujetó con firmeza:

—Te matará. ¡Eso intentó hacer conmigo hace un momento! Quería matarme. Hay algo en el aire, alguna cosa que desea nuestra muerte ardientemente, odiosamente.

Y añadió con voz tensa:

—Que busque un agujero para esconderse, para enterrarse vivo en él…

Yen no respondió.

Mientras tanto, Siran Chadif, el hombre que añoraba un capullo caliente donde enrollarse como una bola y dormir, si no sin sueños, al menos sin pesadillas, se erguía en la terraza de la enorme casa, claramente recortado contra el telón de nubes.

Y LOS OJOS ATERRORIZADOS DESCUBRÍAN EL LÚGUBRE PANORAMA DE LA CIUDAD DESIERTA COMPLETAMENTE EXPUESTA AL RESPLANDOR SOCARRÓN DEL ASTRO NOCTURNO, UN VACÍO ESPANTOSO, UN SILENCIO DEVASTADOR…

En cuanto al navío, estaba allá arriba, tras la alta cúpula de negrura, oculto por ininterrumpidos tapices color plomo y ceniza.

—Es el fin… —dijo el oficial; en su voz se notaba como una melancólica satisfacción.

La titubeante silueta de Siran se destacó un instante contra una nube estriada de reflejos escarlata y pareció elevarse verticalmente, como para tomar impulso, para lanzarse hacia las estrellas, hacia la mole fraterna e invisible del
Megasol
. Pero su salto no elevó a Siran hacia las alturas etéreas, sino que cayó como un meteorito y con un solo grito hacia el mar de piedra.

Y se taparon los oídos para no escuchar el golpe repugnante del cuerpo al aplastarse sobre las losas. Pero sintieron en todas sus fibras aquel despachurramiento brutal, insensato, y hasta mucho más tarde, mientras corrían ya de callejuela a callejón sin salida y de avenida abierta a plaza abandonada, no dejaron de oír el grito de agonía de su infortunado compañero.

—Nunca saldremos de aquí —declaró el oficial cuando se detuvieron al lado de un ancho pilón de piedra oscura surcado por los flagelos de la densa vegetación.

Yen se abstuvo de hacer comentarios. Volvía una y otra vez su cabeza hirviente de pensamientos inquietos, de relámpagos morados, eléctricos, mientras respiraba con sus dilatadas fosas nasales la suave pestilencia de la muerte…

Claasen cerró los ojos, pero fue inútil: seguía viendo con una precisión implacable los rasgos de una faz odiada, que se dibujaban con claridad alucinante sobre un fondo de algas violetas. Entre las masas verdosas se abrían siniestras cavernas donde pululaban sabandijas impacientes. Era una cabeza de ahogado que parecía a punto de corromperse, descomponiéndose en espesos regueros de carne fundida.

Sus manos empezaron a temblar; descargas de adrenalina sacudieron todo su cuerpo.

Como el día en que, sobre un planeta lejano iluminado por un sol azul, se encontró cara a cara con un Lem. Sin armas, medio muerto de hambre y de sed, tan vulnerable como un recién nacido. Pero su adversario, dando prueba de espíritu caballeresco, o quizá de un supremo desdén, le perdonó la vida. Adivinaba que Yen, en cambio, sería un enemigo mucho más implacable.

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