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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (6 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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Los dos hombres desaparecieron y Ron quedó pensativo.

Ni por un instante dudó de la veracidad de lo referido por el biólogo. Ahora todo se explicaba demasiado bien. Se preguntó si podría seguir el juego sin traicionarse, y se encogió de hombros. ¿Por qué no? Por lo visto, la sudraína tenía al menos un efecto duradero, el de destruir las inhibiciones sexuales. No se traicionaría regresando a su antiguo carácter, por el que algunos de sus hombres solían apodarle «el fraile», si bien él jamás trató de imponerles su propio código moral. Pero una parte del plan de Bornet le inquietaba. ¿Pasaría lo mismo con todos los miembros de la tripulación? Tal vez sería mejor reunirlos y administrarles el tratamiento de forma colectiva para emprender la huida. Pero tal plan era aún más difícil de realizar; además, Akero le pareció sincero cuando prometió documentos sobre el pasado multirracial de Terra. No podía volver a Federa con las manos vacías. Aunque no le gustaba haber sido drogado, a lo mejor los terranos lo habían hecho sin mala intención. Nadie parecía retenerles contra su voluntad. Aquella estancia en Terra quizá quedaría en su recuerdo como un interesante y feliz intermedio en una vida ruda y peligrosa. Así pues, a menos que ocurriera una crisis súbita, era mejor esperar y ver qué pasaba.

La crisis llegó algunos días más tarde, cuando la mayoría de los tripulantes de la
Aventurera
ya se habían desacostumbrado de los efectos de la sudraína. Aquella tarde, Ron celebraba una fiesta en el parque cercano a su alojamiento, y estuvo muy animada, aunque sin alcanzar los extremos de la recepción de bienvenida. Estaba allí casi toda la tripulación de la astronave con sus oficiales junto con sus compañeras y un buen número de terranos, entre quienes figuraba Jon Akero. Este acababa de enviar a su huésped una caja que, según él, contenía todos los documentos necesarios para demostrar que Waites y Melanios procedían del mismo planeta. Saura alzaba su vaso para brindar a la salud de Ron, cuando éste la vio palidecer de repente. Dejó caer el vaso y se llevó la mano a la boca con expresión de pánico. —¿Qué ocurre, Saura? —¡Los. los Negros!

Ron se volvió. El parque estaba rodeado por una treintena de hombres que vestían túnicas negras, como el que un día vio en un corredor. Instintivamente, echó mano al cinto en busca de un arma, pero no halló nada. Se había dejado en casa, bien escondido, el desintegrador que le facilitara Bornet, y también el paralizador que antes solía llevar. Uno de los hombres de negro habló, y su voz, artificialmente amplificada, resonó bajo la bóveda del parque.

—¡Ciudadanos! ¡Volved en paz a vuestras casas! ¡Capitán Varig, síguenos con tus hombres! ¡Toda resistencia es inútil! El resto de tus compañeros están en nuestro poder.

Los terranos obedecieron, pero antes Akero se acercó para estrechar la mano de Ron.

—Nosotros no tenemos nada que ver con esto —dijo—. Pero cuando los guardianes intervienen, nadie puede desobedecer.

—¿Los guardianes?

—Ellos —dijo señalando a los hombres de negro—. Los guardianes de Terra.

Se encogió de hombros y salió a su vez. Vana desapareció sin una palabra, pero Saura se lanzó hacia él, abrazándole apasionadamente antes de seguir a los demás. Ron y sus hombres quedaron solos.

—De acuerdo —dijo en voz alta—. Os seguiremos. ¡No, Bruck! ¡Nada de resistencia! ¡No tenemos con qué luchar!

Como para desmentirle, se oyó la descarga de un desintegrador y dos siluetas negras se desplomaron.

—¡No disparéis! ¿Quién…?

Del círculo de los Negros brotó un delgado rayo rojo y Gueden se desplomó soltando su arma, con el pecho agujereado. Ron se precipitó hacia él, pero ya estaba muerto. Un murmullo amenazador se alzó entre las filas de los astronautas.

—¡Paz! ¡Os lo repito, no podemos hacer nada! ¡Si Gueden me hubiera obedecido, aún viviría!

Se volvió hacia los guardias negros.

—¡Dadle una sepultura decente!

—No lo dudes, capitán —respondió su jefe—. Ha sido atolondrado, pero valiente. Dos de mis hombres se ocuparán de ello enseguida. Y ahora, ¡seguidme!

Marcharon en fila de a dos, flanqueados por los terranos vestidos de negro, que no les perdían de vista, con las armas apuntando. Ron les observó mientras caminaban. Sus caras eran duras, severas, incluso melancólicas, muy diferentes de las caras sonrientes de los ciudadanos con quienes acababan de convivir. Se volvió hacia Gunnarson, que caminaba a su lado, y le dijo en soomi:

—Estos no parecen drogados. O, en todo caso, lo están con otra clase de droga.

—¡Silencio!

Ron obedeció. Fueron conducidos a un estrecho corredor perforado en la roca, que debieron pasar en fila india. Una sección de los guardianes les precedió y la otra les siguió.

—Son competentes —dijo Gunnarson—. ¡Lástima!

Atravesaron puertas blindadas y llegaron a una rotonda flanqueada por una serie de celdas. Allí los oficiales fueron separados a un lado y los tripulantes a otro. Ron y su estado mayor se encontraron en una ancha pieza cuya única abertura era la puerta que acababan de franquear, y que se cerró tras ellos con ruido sordo. A lo largo de las paredes había una decena de literas atornilladas al suelo, algunas sillas de metal ligero y una mesa.

—Bien, ya estamos prisioneros. Pero de nuevo falta Bornet. Y nos dijeron que los ausentes ya habían sido capturados —se extrañó Blondel.

—¡Sin duda está en otra celda, o muerto!

—Lo dudo —dijo Boren—. Es astuto como un
zintivar
y desconfiado como una
pulusa
. Lo más seguro es que esté escondido en algún lugar con los hombres que faltan, o encerrado en la
Aventurera
, con todas las pantallas defensivas en acción.

—¿Cómo han matado a Gueden, capitán?

—Una variedad de láser. Nada difícil de combatir si tuviéramos armas, y nada que pueda atravesar las pantallas del crucero, salvo si tienen algo más poderoso en reserva. En todo caso, han sido las primeras armas que vemos en Terra. Y queda el instrumento con el que alguien hizo aquel agujero en el satélite.

—Tenemos compañía —interrumpió Dupar.

La puerta se había abierto silenciosamente. Tres hombres armados se hallaban junto a ella.

—Sigúenos, capitán Varig.

—Einar, te dejo el mando. ¡Para lo que vale! —añadió con sutil sonrisa—. ¡Vamos, guiadme!

Por estrechos corredores y ascensores llegaron ante una puerta de madera negra forrada de metal. Sólo una parte de esta puerta giró y Ron penetró en una pieza austera, donde se veía una gran mesa llena de instrumentos, estantes de libros, pantallas de visión y algunas sillas. En un rincón, detrás de una mesa más pequeña, había un hombre moreno y delgado, con los rasgos físicos de la raza terrana: pómulos salientes, nariz estrecha con aletas dilatadas, mentón puntiagudo, ojos oscuros, labios más bien delgados. En él estaban exagerados de modo casi caricaturesco, prestándole un aspecto inquietante, de máscara.

—Siéntate, capitán. Soy Fon Kebelda, mariag… coronel, diríais vosotros… encargado de la defensa del Centro 81.623. Te preguntarás, sin duda, dónde estáis.

—Entre los verdaderos amos de Terra.

El hombre meneó la cabeza.

—Te equivocas, capitán Varig. No los amos, sino los servidores y guardianes. Los guardianes de lo que, en una conversación que me ha sido transmitida, has llamado Utopía.

Se llevó la mano a la frente con gesto cansado.

—La Utopía, capitán. Uno de los más antiguos sueños de la humanidad. ¿Sabes que probablemente es mucho más antiguo de lo que podéis imaginar? Poseo en facsímil, claro está, un libro de un tal Tomás Moro cuya primera edición data del año 1518 de la era cristiana, es decir, de hace más de doce mil años. Pues bien, ese antiguo sueño actualmente está casi realizado en Terra. Digo casi, pues todavía no puede prescindir de sus guardianes.

—Y ¿en qué amenazamos nosotros a Utopía, para que nos hagáis arrestar al precio de tres bajas, dos de vuestros hombres y uno de mis oficiales?

—Para que lo comprendieras sería necesario explicarte muchas cosas. Y voy a hacerlo, pues quiero convenceros de que a pesar de todo no soy vuestro enemigo. Jon Akero ya os ha contado lo que ocurrió en Terra después de que vuestros antepasados salieran en las primeras naves hiperlumínicas. Ellos partieron en el año 2060 de la era antigua, durante el renacimiento científico que siguió a los años de estancamiento a principios del siglo veintiuno. Cuarenta años después, cuando aún viajaban hibernados por el espacio, muy lejos de su objetivo, las astronaves hiperlumínicas recién inventadas exploraron un radio de unos cien años luz y todas volvieron. La emigración de los negros, si se puede afirmar que tres astronaves constituyan una emigración, tuvo lugar en 2120. Todavía se estaban estudiando las condiciones de vida de los planetas descubiertos, y no había empezado la verdadera colonización, cuando estalló la primera guerra racial. Amarillos y negros vencedores, tuvieron que ocuparse en restablecer la habitabilidad del planeta, y no hubo más expediciones. Cuando podían interesar de nuevo estalló la segunda guerra racial, que fue peor que la primera. Después de la dictadura de Cayeux y la fusión de las razas, lo cual necesitó algún tiempo, la mentalidad humana había cambiado. Cierto que en 3005 hubo otra salida, hacia la periferia de la galaxia esta vez, pero jamás hemos vuelto a saber de la misma. ¿Fracasó la expedición? ¿O quizá los colonos estaban hartos de Terra? ¡Vosotros mismos habéis esperado bastante antes de buscarnos! Como decía, y cualquiera que fuese el motivo, la mentalidad había cambiando. La ciencia, responsable, no de las guerras, pero sí de sus destrucciones, era mirada con desconfianza. Todo partidario de los descubrimientos partió el año 3005. Los demás prefirieron vivir en calma, seguridad y estabilidad. Así nació el orden social que actualmente podéis ver en este mundo, y que habéis llamado Utopía.

—Cuando aún ignorábamos lo que ocultaba la calma de su superficie.

—¡Espera antes de juzgar! Los ciudadanos corrientes llevan una vida feliz. Son tan libres como es posible, trabajan poco, tienen una formación artística y literaria muy sólida. Habrás visto las obras de nuestros artistas, oído a nuestros músicos… —No estoy calificado para juzgar, pero me parece que les falta vigor, que son… ¿Cuál es la palabra? ¡Académicas!

—Es el precio de la seguridad. ¿Ves la hilera de libros antiguos que ocupa todo este rincón de mi biblioteca? Pese a las destrucciones de las guerras, hemos salvado muchos de la primera civilización. Los hombres de aquellos tiempos salvajes contaban con algunos espíritus amantes de la cultura que construyeron refugios antiatómicos. Pues bien, allí hay obras magníficas, que de momento nosotros ya no sabemos producir, aunque serían incomprensibles para la mayoría de nuestros ciudadanos. —¿Y la ciencia?

—Se enseña algo de ciencia en nuestras escuelas. Mejor dicho, las recetas necesarias para el mantenimiento de las máquinas que sustentan nuestra civilización. La verdadera ciencia sólo se cultiva entre los guardianes.

—Pero, aunque sólo sea de vez en cuando, deben nacer espíritus a los que vuestra civilización estática no puede satisfacer. ¿Son eliminados?

—No, a menos que nos veamos absolutamente obligados a ello. No somos tiranos, capitán, ni salvajes. Los que aman la actividad física, o creen amarla, se van con los paleolíticos. Allí encuentran su propio género de utopía. Algunos regresan y crean problemas. Los que se apasionan por la investigación intelectual son descubiertos muy pronto en las escuelas y se convierten en guardianes. Aquí se les permite utilizar su inteligencia, pero es casi la única libertad que poseen. ¡Ser guardián de sus hermanos, capitán, es un trabajo agotador y sin recompensa! —¿Y no tenéis problemas con ellos? Kebelda inició una pálida sonrisa.

—Están adoctrinados, como yo mismo lo he sido, y cuando recapacitan con el tiempo y la experiencia, su sentido de la responsabilidad los convierte en mejores guardianes, la mayor parte de las veces.

—¿Y las otras?

—A veces hay que tomar medidas lamentables. Es el precio que pagan para tener acceso a la ciencia.

—Pues yo he conocido entre los ciudadanos a hombres que, como Akero por ejemplo, son buenos historiadores…

—Y pudiste conocer a otros, generalmente mediocres. En el caso de Akero, lamento que no llegase a ser guardián. Fue uno de los pocos que no pudimos descubrir a tiempo.

—¿Puedo hacer un par de preguntas?

—¿Por qué no? No tengo nada que ocultar.

—La primera es: ¿Por qué lo del
sudra
?

—Capitán, si el hombre ha llegado a ser lo que es, ello obedece a su agresividad. Esto duró más de dos millones de años, o quizá tres. Utopía tiene menos de diez mil años. ¿Crees que es suficiente para modificar la naturaleza humana? ¡Mientras subsistan trazas de esta agresividad, que ya ha cumplido su misión y debe desaparecer, la humanidad necesitará estabilidad, guardianes y
sudral
! El
sudral
es una especie de substituto a las excitaciones de la caza, de la guerra, de la lucha personal, e incluso de la misma rivalidad. Para el animal humano bruto, Utopía tiene ese enorme defecto: uno se aburre.

—La segunda pregunta se refiere a vuestros paleolíticos. Los he visto. Tienen aspecto feliz, aunque estén llenos de agresividad…

—¡Tampoco existe la guerra entre ellos!

—Sí, ya me lo han dicho. Pero tienen la aventura cotidiana de la caza. ¿Para qué existen? ¿Y no teméis que al cabo de algunos siglos su población llegue a multiplicarse excesivamente y…?

Se interrumpió al recordar las palabras de Dará sobre el escaso número de colonias que sobrevivían.

—¿Para qué existen? Al principio reunieron a todos aquellos para quienes habría sido demasiado difícil hallar sitio en Utopía. Luego inventamos el
sudra
. Además, los guardianes no son numerosos; no todos lucharían en el caso, improbable aunque no imposible, de que ello fuese necesario. Los paleolíticos son una especie de reserva genética de agresividad, por así decirlo. En cuanto al aumento de su población, se controla sin que ellos lo sepan. En nuestros laboratorios hemos desarrollado un microorganismo muy especial, la fiebre hilarante. La muerte es muy dulce, pero inevitable.

—¡Pero esto es monstruoso!

—¿Más que vuestra guerra, capitán?

—¡Pero nosotros desconocemos el porqué de esta guerra e intentamos…!

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