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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (5 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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Un hombre se levantó entre los terranos.

—Lo que ocurrió luego puedo contarlo yo, puesto que soy historiador. Me llamo Jon Akero. En el 2150 de la antigua era estalló la primera guerra racial. Durante muchos siglos, los blancos explotaron el planeta sin hallar oposición seria. Durante los dos últimos siglos, los pueblos de color intentaron liberarse de esa explotación. Pero, aunque desde el punto de vista político consiguieron cierto éxito, económicamente fracasaron, por lo general. ¡Sí, también tenían su parte de culpa! Estaban divididos por viejos odios, intentaban a su vez explotar a los más débiles y perdían mucho tiempo en vanas palabrerías. Pero poco a poco constituyeron una fuerza nada despreciable, aliándose con dos poderosas naciones pertenecientes a la raza amarilla. Prescindo de los detalles, que podréis consultar en nuestros libros. Así pues, la guerra estalló en 2150. No fue todo tan sencillo: algunos blancos eran aliados de los amarillos y negros, y algunos amarillos de los blancos. Pero después de algunos meses y de no pocas alternativas, se definieron los dos bloques. Aunque las armas nucleares fueron utilizadas con cierta moderación, las devastaciones fueron espantosas. Lamento decirte, capitán Varig, que los blancos perdieron esta guerra. No desaparecieron del todo, pues constituyen un tercio de nuestros antepasados, pero por más de setecientos años dejaron de contar como potencia. En 2903 tuvo lugar la segunda guerra racial, esta vez entre negros y amarillos. También aquí las pérdidas fueron espantosas. Tras la guerra y las epidemias, la población terrestre quedó reducida a unos quinientos millones, de los catorce mil millones que contaba antes. Entonces surgió un hombre, un mestizo procedente de una isla llamada Martinica: Bartolomé Cayeux. Apoyándose en los blancos, relativamente poco perjudicados esta vez, sobre una fracción de los amarillos y otra de los negros, consiguió imponer la paz. El precio fue una implacable dictadura que duró cincuenta años. Uno de sus primeros decretos consistió en legalizar sólo matrimonios interraciales. A partir de 2908, todos los niños de pura raza fueron declarados bastardos y privados de sus derechos civiles. Sólo podían recuperar estos derechos si al alcanzar la edad adulta se casaban con una persona de otra raza. El decreto fue aplicado inexorablemente y, como la pérdida de los derechos civiles excluía prácticamente todas las carreras profesionales interesantes, consiguió lo que se proponía. Al cabo de pocas generaciones, la población terrestre se mezcló y nosotros somos el resultado. ¡Ah, sí! Como era de esperar, en 2957 la revolución humanista derribó a Cayeux, pero el nuevo gobierno tuvo la prudencia de no abolir aquel decreto. Desde entonces poseemos seguridad, estabilidad y paz. La población de la Tierra se ha mantenido en los cuatrocientos cincuenta millones. Hemos renovado la faz del planeta, dejándola prácticamente virgen. Nuestras ciudades, nuestras fábricas, nuestros cultivos, son subterráneos. El problema del envejecimiento de la población no se plantea, ya que hemos retardado la muerte y principalmente la senectud. Hasta pocos meses antes del término de nuestra vida, nuestras facultades físicas e intelectuales permanecen intactas. Mi edad es de noventa años, capitán Varig —finalizó con cierta vanidad.

Ron sonrió.

—Nosotros hemos conseguido prácticamente los mismos resultados en este sentido. Pero quiero formular una pregunta. Vuestra civilización es subterránea, ¡de acuerdo! Pero utilizáis ondas hertzianas para vuestras comunicaciones. ¿Cómo no las detectamos a nuestra llegada?

—Vosotros entrasteis cerca de la órbita de Neptuno, y, de haber escuchado entonces, nos habríais detectado. Pero tenemos puestos de observación que nos avisaron. Son puestos automáticos, naturalmente. Perdisteis muchas horas observando el sistema solar, de modo que, cuando iniciasteis la aproximación, ya habíamos interrumpido todas las comunicaciones.

—Pero ¿por qué?

—No conocíamos vuestras intenciones. Podían ser hostiles.

—¿Habéis sido atacados alguna vez?

—No, pero era de prever. Y no somos guerreros. Combatiríamos si fuese preciso? pero…

—Otra pregunta. ¿La aldea donde hemos aterrizado…?

—¿Los paleolíticos? Algunas veces nacen individuos inadaptados a la civilización pacífica que hemos desarrollado. Individuos que necesitan luchas y conflictos para distraerse. Estos seres constituyen un problema, y este problema fue resuelto hace mucho tiempo, dejándoles vivir como quisieran en una zona salvaje de la Tierra. Luego descubrimos otros procedimientos de reajuste, pero los descendientes de aquéllos constituyen las tribus. Alguna que otra vez, raramente, algunos de nuestros conciudadanos prefieren incorporarse a los «primitivos». Por lo común vuelven pronto, y reajustados. O mueren libres. Pero… basta de palabras. En el parque central hemos preparado una fiesta en vuestro honor, y ya es tiempo de ir allí.

La fiesta fue magnífica. Apagada la habitual luz difusa, el parque resplandecía con mil fuentes luminosas de colores, y en él se hacinaba una alegre multitud. Eran hombres y mujeres de gestos armoniosos, vestidos de vivos colores. Hubo una representación teatral que los astronautas no entendieron del todo por estar llena de alusiones que revelaban una civilización compleja, hermosos cantos, excelente música, y para quienes gustaban del esfuerzo físico, pruebas de lucha en las que participaron los marineros de la
Aventurera
con diversa fortuna, aunque Bruck venció a todos sus adversarios.

—Son demasiado educados —dijo a Ron mientras éste le felicitaba—. ¡Parece que tienen miedo de hacer daño!

También hubo danzas que a Ron, algo puritano por educación y por temperamento, le parecieron más bien decadentes; luego llegó el banquete. Fue servido a orillas del lago, en un bosque florido. La comida fue delicada y abundante, las bebidas deliciosas y variadas. Por último un cortejo de muchachas sirvió ceremoniosamente unas botellas llenas de un líquido iridiscente y se llenaron los vasos.

—Capitán —dijo Tahir, sentado frente a Ron—, vamos a pronunciar un brindis en honor de la
Aventurera
y para celebrar su escala entre nosotros. Brindaremos con el licor sagrado, el
sudra
, que da la felicidad. ¡Bebed, compañeros reencontrados después de milenios! ¡Por Terra, nuestra madre común! ¡Por vuestras Federaciones, blanca o negra! Y que puedan, gracias a los documentos que os daremos, recobrar la paz. ¡Bebamos, compañeros!

Ron bebió. El licor tenía un sabor fresco y delicado, que no se parecía a nada de cuanto conocía. Pensó que debía ser muy alcohólico, ya que sintió inmediatamente un calorcillo que desde su estómago se extendía por todo su cuerpo. ¡Sí! ¡Era divino! Mejor que el más viejo whisky de Caledón, mejor que los más finos caldos de Franchia. En verdad era una extraordinaria aventura el hallarse en el planeta ancestral y saber que probablemente —mejor dicho, seguramente— se pondría fin a la absurda guerra. Esos terranos eran gentes deliciosas. Y en el fondo tenían razón. ¿Por qué correr de un lado al otro del Cosmos? Tan pronto llegase a Federa, cumplida su misión, se retiraría a su casa natal del valle Clara, buscaría una mujer que compartiese su vida y por fin viviera feliz, cultivando sus recuerdos. ¿Una mujer? ¡Seguro!, eso era lo que necesitaba. Mientras tanto, si era verdad lo que decía Bruck, no le sería difícil.

Recorrió con la mirada la multitud; a su alrededor sólo se veían rostros sonrientes. Sintió remordimientos: Einar y sus veinte hombres estaban encerrados en el crucero, en una guardia estéril y estúpida. Era preciso llamarles. ¡Que probasen aquel excelente
sudral
! Sacó la radio de su bolsillo.

—¿Einar? ¡Aquí Ron! Todo va inmejorablemente, todo es perfecto. Puedes acompañarnos con tus hombres. Te mandaremos un guía… voy a ocuparme de ello. ¿Qué? ¡La
Aventurera
no corre ningún peligro! ¡Sí, cierra las esclusas si quieres, pero ven! Te esperamos.

¡Utopía! ¡Allí era donde ahora se encontraba él, Ron Varig, capitán corsario! ¡El sueño milenario realizado al fin! ¡La armonía, la paz de los cuerpos y de las almas! ¡El país de la eterna felicidad, de los ideales encarnados! Vio a Stan Dupar con una chica a cada lado. ¡El buen Stan! Comprendió al fin que la disciplina era la fuerza de las flotas de combate, pero no la felicidad. Blondel, Abú, Duru, todos estaban allí, ¡radiantes! Bruck y sus camaradas ya habían desaparecido, sin duda en la sombra de los bosquecillos, o en alguna casa. Entre los oficiales, tan sólo Bornet había desaparecido. ¡Caramba, caramba! ¡Si le creía aún más puritano que yo! Unkumba hablaba vehementemente con una preciosa muchacha que apoyaba la espalda en un árbol. Los Melanios eran hermanos; todo se arreglaría. ¡Ah!, ahí llegaban Gunnarson y sus hombres. Estaban sirviendo más
sudra
. Se dirigió hacia ellos, pero le cerraron el paso dos preciosas jovencitas. Aunque, ¿cómo saber si lo eran? ¡Bah! ¡Poco importaba! Eran lozanas y hermosas.

—No es bueno estar solo —le dijo la más bajita—. ¿A cuál de las dos escogerás?

Se echó a reír.

—¿Debo escoger? ¡Es muy difícil! ¿Por qué no las dos? ¿Es posible?

—¡Es posible! ¡Depende de ti! —respondió ella riendo.

—¡Entonces, vamos! ¡Y viva Terra!

Despertó lentamente, con los brazos alrededor de un cuerpo femenino y otra forma cálida acurrucada a su espalda. ¡Ah, sí! ¡Vana y Saura! ¡Qué noche! ¡Qué noches, quizás! Akero había dicho que necesitaría algún tiempo para reunir los documentos. Mientras tanto, se vivía muy bien en Utopía.

—¡Vamos, niñas! ¡Levantaos, que es tarde!

Le respondieron unos bostezos. Saura se incorporó a medias, desperezándose sobre la cama.

—¡No hay prisa! ¡Hoy no se trabaja! Nos han dado tres días de fiesta.

—Voy a preparar el desayuno —dijo Vana—. ¿Vienes a ayudarme?

Ambas partieron desnudas, y pronto un apetitoso olor le incitó a levantarse también. El desayuno se componía de una bebida caliente, negra y aromática llamada
kaua
, con pequeños panecillos dorados y calientes, y deliciosas confituras. Lo tomó sentado entre las dos muchachas. La sonrisa de Saura le recordó a Moya y, por primera vez en su vida, pudo recordarla sin dolor. El recuerdo era lejano, borroso, como una historia semiolvidada.

—Saura, ¿qué haces cuando no estás en mi cama? ¿Y tú, Vana? ¿Qué edad tenéis?

—Enseño a los niños —dijo Saura—. ¿Mi edad? ¿Y eso qué importa? Veintisiete años, puesto que quieres saberlo.

—Yo llevo un sintetizador de alimentos —dijo Vana—. Y tengo veintinueve años.

—¿Os ocupa mucho vuestro trabajo?

—Tres horas al día.

—¿Y el resto del tiempo?

—Pinto, leo, hago escultura. Y también me divierto.

—Y yo leo, bailo y me divierto.

—Y ¿qué les enseñas a los niños, Saura?

—La historia de nuestro pueblo. Otros enseñan algo de ciencia, lo preciso para hacer funcionar las máquinas… Y luego están los cursos más importantes, los de ajuste social. ¡En ellos se combaten las tendencias individualistas!

—Les habría dado mucha guerra si me hubieran tenido como alumno a mis diez años —dijo Ron, sonriendo—. Pero comprendo la necesidad de tal enseñanza. ¿No tenéis sabios, aparte de vuestros técnicos?

Ellas le miraron con aire de extrañeza. Luego pasó por el rostro de Saura una sombra.

—Los hay, pero no los frecuentamos. No son simpáticos.

Ron recordó al viejo Zenón Attomansk, su profesor de física en la Universidad, con su carácter intratable.

—En mi planeta, algunos también son así. Pero hay otros. De todas maneras, no tiene importancia. ¿Qué haremos hoy?

—¡Bueno! —dijo Vana, que era la más decidida—. Para empezar podríamos nadar en el lago. ¡Luego ya veremos!

A orillas del lago, Ron halló a Duru acompañado de una hembra alta y escultural, así como a Gunnarson, cuya compañera apenas le llegaba al hombro. Ambos tenían aspecto feliz.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Ron.

—No lo sé —dijo Duru—. Estoy demasiado ocupado en estudiar antropología práctica. —Y se echó a reír.

—Supongo que por ahí andarán —respondió Gunnarson—. En realidad, te agradezco que me hayas dispensado de esa estúpida guardia a bordo. No hay ningún peligro, en efecto.

—¿Verdad que esos terranos son deliciosos? ¿Has visto a Bornet? Desapareció ayer al final del banquete.

—¡A lo mejor tenía prisa! Cuando estos puritanos empiezan a destaparse… Por ejemplo, tú mismo… —Y la mirada de Einar, francamente admirativa, pasó de Vana a Saura.

Pero Vana le atraía hacia el agua y él la siguió, dejando para más tarde los asuntos serios, suponiendo que existiesen.

Así pasaron muchos días. Como las horas de trabajo de sus compañeras no coincidían, nunca estaba solo. Cierto día, paseando con Saura, entrevió en un corredor a un hombre vestido de negro.

—¡Atiza! ¡Qué color más curioso! ¿Significa algo? ¿Está de luto?

Pero Saura parecía atemorizada y no respondió. Luego se estremeció.

—¡No es nada! Seguramente un excéntrico, mal ajustado. No hablemos más, ¿quieres?

Pero el incidente quedó grabado en su memoria. La euforia de los primeros tres días de fiesta ya se había disipado. En efecto, estaba contento, relajado, pero aquel bienestar era una felicidad tranquila, bien distinta de la desbordante alegría del principio. Se franqueó con Saura, más intelectual que Vana.

—No se puede vivir siempre a toda velocidad —respondió ella—. No te preocupes. Habrá más fiestas.

Algunos días más tarde Bornet apareció de súbito. Casualmente Ron estaba solo, sentado en un bosquecillo junto al lago. El médico–biólogo venía acompañado por Bruck.

—Ron, tengo que hablarte. Ya me conoces y sabes que puedes confiar en mí. Estoy seguro de que has contraído una enfermedad, y debo ponerte una inyección, ¿quieres?

—¡No, por Dios, infeliz matasanos! ¡En mi vida me he sentido mejor!

Bornet suspiró y se encogió de hombros.

—Sabía que contigo no resultaría. Lo siento. ¡Atízale, Bruck!

Creyó que un rayo había descargado sobre su cabeza. Más tarde se enteró que sólo había sido un puñetazo del gigante. Se despertó poco después, con la mandíbula dolorida. Bornet guardaba en su estuche una jeringuilla. Ron se sacudió.

—Diablos, ¿qué me habéis hecho? ¿Y qué pinto yo con este ridículo traje? ¿Dónde están los hombres?

—No grites. No llames la atención, pero escucha. Tengo cosas muy serias que contarte. La tarde del banquete me ofrecieron de beber, como a todos. Como tú sabes, jamás bebo alcohol. Por eso rehusé. Pero cuando sacaron el
sudra
, como se trataba de un rito que nuestros huéspedes parecían tomarse muy en serio, fingí que bebía. Como nadie me vigilaba estrechamente, pude verter el contenido de mi vaso en un tubo de ensayo que llevaba en el bolsillo. Luego observé el cambio en tu comportamiento y en el de nuestros compañeros. Cuando llamaste a Einar y los hombres de guardia para que vinieran, comprendí que pasaba algo raro. ¡Tú dejar el navio sin guardia! Me alejé sin que nadie se diera cuenta, regresé a bordo y enseguida analicé el
sudra
. Contiene un alcaloide euforizante, afrodisíaco y que probablemente crea hábito, aunque no perjudica al organismo, a juzgar por nuestros huéspedes. Inmediatamente me puse a buscar un antídoto, mientras me preguntaba cómo me las apañaría para obligar a tomarlo. Por suerte, apareció Bruck; es inmune a la sudraína por naturaleza, pero nadie se dio cuenta, ya que Bruck no necesita afrodisíacos para comportarse como un terrano. Y hemos hecho un descubrimiento terrible: algunos terranos son tan inmunes como el mismo Bruck. No ha sido fácil encontrarlos, pues disimulan su inmunidad lo mejor que pueden. Cuando se les descubre, desaparecen. Conque debes estar muy atento. Sigue la corriente; compórtate como si estuvieras bajo los efectos de la sudraína. Mientras tanto, procuraré desintoxicar a los oficiales y luego a todos los hombres que pueda. Pero la próxima fiesta con absorción obligatoria de
sudra
es dentro de quince días tan sólo. Hay que largarse antes de esa fecha. También intentaré hallar algunas armas. ¡Vamos, Bruck! No hay que llamar demasiado la atención.

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