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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (4 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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—En nuestra Confederación, nuestra gran tribu, sí, más o menos. Pero está la tribu de estos otros —señaló a Unkumba— que son negros y nos hacen la guerra. No sabemos quién empezó. Es posible que también sean hombres llegados de tu planeta, o extranjeros que se nos parecen por casualidad. ¿Has oído hablar alguna vez de hombres como él?

—No, pero a lo mejor viven en otro sitio. Nosotros sólo conocemos bien los Siete Valles. El mundo es grande. Pero los del Centro lo saben sin duda. Ya los llamaré.

Ron arrojó sobre el rimero acumulado junto a la pared de la caverna la costilla de buey que acababa de roer, y se limpió las manos con el pedazo de piel de zorra que usaba como servilleta. A su lado, Dará servía de intérprete; frente a él y al otro lado de la hoguera estaban los ancianos de la tribu, sentados sobre cráneos de caballo. Un poco más lejos, dentro de la caverna y delante de las puertas y las tiendas de piel, los cazadores vigilantes, pero no hostiles, rechazaban de vez en cuando a algún niño que intentaba deslizarse entre sus piernas, o a alguna mujer curiosa que intentaba mirar de puntillas por encima de sus hombros. A su izquierda, Duru y Unkumba daban buena cuenta de trozos de carne cortados al sílex y hábilmente asados. A sus espaldas, cuatro astronautas con los paralizadores al cinto curioseaban alguna cara femenina entrevista en la semioscuridad.

Ron contempló a sus huéspedes. Todos tenían el mismo tipo físico de Dará: altas, robustas, con una piel morena o tostada, y cabellos muy negros y largos, pero casi sin bigote ni barba. Se volvió hacia la muchacha.

—Pregunta a los Ancianos si quieren hablarme de las tradiciones de vuestro pueblo.

—No es necesario. Yo las conozco, al menos en parte. Fui iniciada el año pasado. Nosotros somos los Hombres, Los–que–han–elegido. Hace ya mucho tiempo, nuestros antepasados abandonaron el Centro.

—¿Por qué?

—Allí la vida no era apropiada para verdaderos Hombres. Anduvieron largos días, encontraron este país y fundaron las tribus.

—¿Cuántas tribus?

—Nosotros conocemos catorce, pero seguramente hay otras al este, más allá del río y de las montañas.

—¿Y sois felices?

—¡Felices y libres!

—Pero ¿tenéis relaciones con las gentes del Centro?

—Como ya te he dicho, cuidan a nuestros enfermos o gravemente heridos que nuestros Ancianos no pueden atender. Pero sólo se quedan el tiempo preciso.

—¿Cómo los avisáis?

—Cada tribu tiene una caja de comunicación que nos dieron. Los llamamos con una señal convenida, pues pocos de ellos conocen nuestra lengua, que actualmente es distinta de la suya.

—¿Y son vuestras únicas relaciones?

—Algunos de los del Centro a veces intentan venir a vivir con nosotros. Pero suelen morirse pronto, o se van.

Ron se volvió hacia Duru.

—¡Curioso sistema! ¿Qué os parece?

—Curioso en efecto, y artificial. Sin duda sabremos más cuando entremos en contacto con ese Centro misterioso. ¿Podéis llamarles, Dará?

—¡Ya lo hemos hecho! A cambio de los cuidados que nos prodigan, debemos avisar al Centro si ocurre algo anormal en nuestra región.

Ron se levantó rápidamente.

—Dará, da las gracias a tu padre y a los Ancianos. He de regresar a mi máquina. Ignoro vuestras intenciones…

—Son pacíficas —respondió ella con una risita—. Quédate, pues. Hemos organizado para ti una cacería de osos, mañana por la mañana.

—Gracias, pero debo atender a mi tripulación. ¿Cuándo llegarán?

—Ya están en camino, llegarán aquí de un momento a otro. Pero te aseguro que no hay ningún peligro.

—Te creo, Dará, pero… ¡Vamos! ¡Vosotros, a la nave auxiliar, y pronto!

Las gentes del Centro llegaron media hora más tarde en tres aparatos que debían funcionar por antigravitación, puesto que no se veía ningún medio externo de propulsión. Dos de ellos eran platillos lisos, abultados en el centro, pero el tercero poseía una torrecilla de la que sobresalía una especie de proyector. Este último no aterrizó, sino que se detuvo a unos cien metros de altura, a tres kilómetros al norte de la
Aventurera
. En el crucero corsario se había dado alerta roja; todos ocupaban sus puestos de combate, y los grandes lasers y desintegradores seguían todos los movimientos de las naves recién llegadas. A tan escasa distancia era imposible usar los torpedos nucleares, y además, Ron no quería destruir al pueblo de Dará junto con el posible enemigo.

Abajo, en la estepa, se había formado un grupo formado prácticamente por igual número de cazadores que de recién llegados. Aumentando la ampliación, Ron pudo ver que Dará señalaba el cielo y luego la astronave. Dos siluetas se destacaron del grupo y avanzaron hacia la
Aventurera
: Dará y uno de los recién llegados. Era un hombre joven, de estatura mediana, vestido con una corta túnica roja sin mangas. No llevaba nada en las manos y parecía desarmado.

—Toma el mando, Stan. Estad alerta, pero sin nervios. Desembarco solo y desarmado.

Hacía tres días que los astronautas eran huéspedes del Centro, y Ron pensaba que apenas hacían visto nada. Siguieron a los tres aparatos hacia el sur sobrevolando un mar bastante estrecho y aterrizaron hacia treinta y cinco grados de latitud, en un paraje montañoso y boscoso que no se diferenciaba en nada de los demás. Consistía simplemente en un gran claro rectangular, en uno de cuyos rincones se posaron guiados por Tahir, el jefe de los enviados, que se había quedado a bordo de la astronave y ya dominaba el galáctico básico. Se abrieron unas trampas y los tres aparatos voladores desaparecieron bajo el suelo.

Pese a la insistencia de Tahir, antes de aceptar la hospitalidad que le era ofrecida Ron dejó un retén a bordo y reunió a sus hombres en la cabina general, excluyendo al terrano.

—Vamos a ser huéspedes de un pueblo desconocido para nosotros; pienso y espero que sus intenciones sean pacíficas. Veinte de vosotros quedaréis aquí, a las órdenes de Gunnarson. Los demás desembarcaréis conmigo. Nada de armas excepto los paralizadores; es lo convenido con Tahir. Recordad que si nosotros desconfiamos de ellos, ellos también tienen derecho a desconfiar de nosotros. Cuento con vuestra absoluta corrección, ya que este no es un mundo conquistado, sino que venimos como amigos. Si los trajes y costumbres os parecen curiosos, sed educados. Si os parecen repugnantes, sed más educados aún y ponedlo en mi conocimiento. No os excedáis en la bebida, si se os brinda, y dejad en paz a las mujeres, salvo invitación explícita. Y aun así, ¡mucha prudencia! Eso es todo. ¡Cuento con vosotros!

Tuvo una entrevista secreta con Gunnarson.

—Pase lo que pase, Einar, si no recibes nuestras noticias déjate de heroísmos inútiles. ¡Despega y regresa directamente a Federa!

De momento, todo iba bien. La ciudad que les acogía era totalmente subterránea, al menos por lo que se podía juzgar, ya que sólo les dejaron ver una pequeña parte. Estaba compuesta de largas calles brillantemente iluminadas, parques abovedados, pequeños lagos donde jugaban peces multicolores. Numerosos pájaros anidaban en los árboles, y también tenían muchas estatuas, bajorrelieves y pequeños templetes de columnas que revelaban un arte generalmente frío y académico. La población parecía feliz, pero debido a la barrera lingüística Ron no pudo conversar mucho con ella. Residía en un confortable piso de tres habitaciones, con una gran pantalla de televisión que ocupaba toda una pared de la sala de estar, pero que apenas utilizaba, al no entender lo que decían los actores. Parecían gustar sobre todo de representaciones teatrales; en cambio, no tenían nada que se pareciese a un programa informativo.

Sus oficiales residían cerca y en parecidos alojamientos. En cuanto a los hombres de la tripulación, fueron repartidos entre diversas «familias» (?) y decían estar bien acogidos, bien alimentados y que no les faltaba de lo demás.

—Te lo juro, capitán —decía Bruck—. Yo no tengo la culpa. ¡Es que caen literalmente como moscas!

Ron sonrió.

—Sí, ya sé, capitán. Soy un poco exagerado. ¡Pero es que aquí ocurre de verdad!

—¿Y la comida?

—¡Ah, capitán! ¡Si tuviéramos una cantina así a bordo!

—Así pues, ¿contento?

—¡Todos lo estamos! ¡Esto es el paraíso!

—¿Has explorado la ciudad?

—Pues, no. Realmente no sé lo que pasa, pero cada vez que me propongo hacerlo, ocurre algo: una nueva ratoncita que cae en mis brazos, una invitación a participar en competiciones1 deportivas… En realidad, ¡he vencido a su campeón de lucha!

—Bueno, diviértete, pero no descuides la vigilancia.

—¿Temes algo, capitán?

—No, nada concreto. Pero no te dejes ablandar.

Bruck se alejó y Ron conferenció con sus oficiales. Todos tenían la misma sensación de malestar. Se les había recibido con los brazos abiertos, pero les parecía hallarse «en observación». En aquella situación insegura, podían pasar pronto de huéspedes mimados a prisioneros. Sin embargo, nadie intentó impedir que comunicase con la
Aventurera
, donde no había novedad, salvo que los veinte hombres estaban ansiosos por ser relevados para gozar a su vez de la maravillosa hospitalidad de que les hablaban sus compañeros. Nada nuevo, comentó Gunnarson, excepto un detalle: desde que aterrizaron, el silencio de las ondas había sido reemplazado por una algarabía de señales de todas clases y sobre numerosas longitudes de onda, que procedían en parte del lugar en que se encontraban y en parte se recibían de otros muchos lugares del planeta. Por lo tanto, los de Terra se habían «hecho los muertos» cuando ellos llegaron, y esto inquietaba un poco a Ron y a su estado mayor.

Al cuarto día, Tahir los condujo a una gran sala o laboratorio, donde habían preparado una docena de camillas dispuestas de dos en dos. Cada una de ellas había sido equipada con un casco análogo al de hipnolingual, salvo algunos detalles.

—Hemos sacado de los museos, reparado y ensayado estos aparatos —dijo Tahir—. En tiempos muy lejanos, cuando en este mundo existían pueblos distintos con diferentes idiomas, fueron utilizados por nuestros antepasados. Uno de nosotros se tumbará en esta camilla y se pondrá el casco, y uno de vosotros hará lo mismo en la de al lado. Los centros del lenguaje de cada cerebro quedarán intercomunicados y excitados, y se intercambiarán las memorias relativas al vocabulario. Es cuestión de pocos segundos y completamente inofensivo. En seguida comprenderéis nuestra lengua, y nosotros la vuestra.

—Y ¿con quién lo habéis ensayado, si aquí se habla una sola lengua? —preguntó Duru.

—Muy fácil. Hemos empleado a un hombre de las tribus salvajes que estaba aquí en tratamiento médico. ¿Quieres empezar, capitán Varig? Yo seré tu pareja.

—Como quieras, pero tu cerebro va a verse sobrecargado, pues además del galáctico hablo otros siete idiomas distintos.

—¡Magnífico! He estudiado las lenguas muertas y poseemos muchos documentos anteriores a la unificación. ¿Quién sabe? Si realmente procedéis de Terra, alguno de vuestros dialectos podría facilitar mi trabajo.

Ron indicó a Dupar que vigilase y luego se tendió en la camilla. El casco se ajustó a su cabeza, e inmediatamente tuvo una ligera sensación de vértigo, de intrusión en su personalidad. Tahir ya se levantaba.

—Terminado, capitán. Te hablo en terrestre y me entiendes, y lo mismo en soomi, en franches, en rus. ¿Estás convencido? Tan pronto como tus oficiales posean las mismas facultades, o sea, dentro de pocos minutos, os conduciré ante el consejo local, que está impaciente por recibiros. Mientras tanto, vuestros hombres irán pasando a su vez bajo el casco.

El consejo estaba formado por treinta miembros, hombres y mujeres, todos de aspecto juvenil y vestidos, como todo el mundo en el Centro, con túnicas cortas de vivos colores. Se hallaban reunidos en una agradable sala en forma de anfiteatro. La mayor desenvoltura parecía reinar entre sus miembros, quienes conversaban alegremente entre sí cuando llegaron los astronautas. Fueron instalados en el estrado del anfiteatro, en confortables asientos. Luego, un hombre alto se puso en pie para imponer silencio, y dijo:

—Tiene la palabra el capitán Ron Varig, de la astronave la
Aventurera
, actualmente de escala en Terra. Deseamos que nos exponga el motivo de su viaje.

Entonces, Ron habló. Hizo una viva descripción de la Confederación Waite, su extensión, sus pueblos, sus distintas lenguas, costumbres y formas de gobierno, aunque sometidas a la autoridad central de Federa; habló de su desarrollo científico, de su historia y también de su poderío. Habló de la guerra contra los Melanios, cuya causa exacta nadie conocía y que despilfarraba energías creadoras cada vez mayores, que producía más muertos y ruinas cada año, sin que nadie supiera cómo ponerle fin. Habló de los dos partidos: el que opinaba que los Melanios eran monstruos extraños que era preciso destruir, y el que creía en la común procedencia del planeta donde él actualmente se encontraba, aun careciendo de pruebas que lo confirmase.

—Y por eso estamos aquí —terminó—. Para hallar esas pruebas. ¿Queréis ayudarnos?

—Así lo creo —respondió el terrano—. Pero antes me gustaría conocer el punto de vista de éste —señalaba a Unkumba—, que supongo será un Melanio.

—Mi relato será parecido al del capitán Varig, con una ligera variante —dijo el negro—. Nosotros constituimos una Confederación aproximadamente de la misma importancia, quizás algo más poblada, pero tecnológicamente menos, un poco menos desarrollada. Otra diferencia es que, como nosotros no sufrimos ninguna catástrofe comparable a la de Madissa, poseemos documentos antiguos y sabemos que procedemos de Terra, aunque ignorábamos dónde se hallaba. Cuando se produjo nuestra emigración, las astronaves eran mucho menos perfectas que ahora y, si bien sabían de dónde partían, llegaban a donde podían.

—¡Unkumba! Eso no me lo habías dicho —exclamó Ron.

El negro sonrió.

—¿Desde cuándo un prisionero debe contárselo todo a sus guardianes? ¿Me habrías creído sin pruebas? Nosotros sabemos que procedemos de un mundo donde existían razas de distintos colores y conflictos raciales. Estamos convencidos de que vosotros procedéis también de este mundo. Lo abandonamos más tarde que vuestros antepasados, y cuando vuestras astronaves partieron con un cargamento de hombres en hibernación y a velocidades hiperlumínicas, nuestros pueblos todavía se hallaban en pleno subdesarrollo, víctimas de la desnutrición y de una demografía incontenible. En el 2100 de aquella era, hace más de doce mil años… años–patrón, que como las horas, los minutos y los segundos son los mismos para nosotros que para vosotros. ¡Esto debió bastar para abrirte los ojos, capitán! En el 2100, como iba diciendo, las primeras astronaves hiperlumínicas construidas por los blancos regresaron, y entonces algunas naciones negras se desangraron, materialmente, para enviar también algunos de sus hijos al Cosmos, para darles su oportunidad. Consiguieron armar tres naves, capitán Varig, ¡sólo tres naves! ¿Comprendéis ahora por qué, pese a no sufrir ninguna catástrofe como la de Madissa, al comenzar con tan insignificante número hemos necesitado tanto tiempo para llegar prácticamente al mismo nivel que vosotros?

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