Ron sintió pena un momento. Si se hubiera tomado tiempo para buscar a Saura… Pero sin duda valía más así. Ni por un instante pensó en Vana.
—¿Crees que conseguiremos la paz, Unkumba?
—Sí. Mi pueblo está harto de esta carnicería. ¿Y el vuestro?
—Creo que también. Aunque, ¿durará esa paz? ¿Está hecho el hombre para la paz? Reinaba aquí abajo, pero ¡a qué precio! Una masa drogada y feliz, esclava sin saberlo. Una élite cuya única razón de vivir es un deber impuesto por un implacable condicionamiento, despreciando su libertad. ¿Es que para el hombre sólo existe la alternativa entre la guerra o la esclavitud?
El Melanio colocó su mano sobre el hombro del capitán.
—No hay que desesperar del hombre, Ron. La comarca de donde procede mi pueblo, el África, fue durante mucho tiempo una tierra de esclavitud, incluso antes que los antepasados de los Waites la invadiesen. Nuestra historia, más larga que la vuestra, nos enseña que incluso entre Afrains han habido largos siglos, quizá milenios, de guerras y de servidumbre. Hoy día somos una vasta Confederación de miles de planetas. También de vuestro lado han habido infinidad de luchas fratricidas, y hoy sois un solo pueblo en el Cosmos. Si llegamos a detener esta guerra, ¡y lo conseguiremos!, por primera vez en su historia la humanidad estará completamente pacificada. Sí, ya lo sé; quedarán los demás, los no–humanos, a quienes a veces tendremos que presentar batalla. Pero incluso esto pasará. Algún día, Ron, todos los seres conscientes del Universo estarán en paz. Nosotros no lo veremos, ni quizá nuestros biznietos, pero llegará. ¡Y llegaremos a esto siendo libres! ¿Se unirá Terra a nosotros entonces?
Cayó el silencio. «Si hay paz, ¿qué haré yo?», pensó Ron. Renovar los viejos lazos, volver a mis primeros amores, a la ciencia. O retirarme a mi casa natal del valle Clara. Vivir a lo filósofo. ¿Solo? ¡Si Moya no me hubiese engañado!
Se estremeció. Si Moya no le hubiera traicionado, él no habría sido capitán corsario. Probablemente sería profesor en cualquier universidad. De pronto sintió fatiga.
—Stan, toma el mando. Voy a descansar a mi cabina.
Cuando abrió la puerta vio que Saura dormía en un sofá, sueltos sus largos cabellos. El ligero ruido que hizo él al entrar la despertó. Se levantó y lo miró tímidamente. Ron quedó un instante inmóvil, luego se lanzó hacia ella tendiéndole los brazos.
—Así, pues, ¿me aceptas? —dijo ella en voz baja.
—Has cambiado, Saura. No tienes la misma expresión que cuando…
—Ya no estoy bajo la influencia del
sudra
. Antes de que Gunnarson nos aceptase, a bordo, Bornet nos dio la inyección que libera.
—¿Y cómo te encuentras?
—¡Sola, atemorizada y libre!
—Mira, la guerra terminará pronto, o así lo espero. Y yo también voy a sentirme solo, un poco atemorizado y libre. Pienso retirarme a una propiedad que poseo en un hermoso valle donde nací, en Federa, nuestro planeta central. ¿Quieres compartir conmigo ese retiro?
Se lanzó a sus brazos.
—¿Y para qué crees que he venido? Te he amado incluso cuando era… una cosa esclavizada por el
sudra
. Sólo lamento que los niños a quienes enseñaba…
—¡Podrás seguir haciéndolo, Saura! Enseñar la historia de un planeta que fue valiente, que ganó el universo para sus hijos, y que quizá momentáneamente tuvo miedo y se replegó sobre sí mismo.
La tomó dulcemente en sus brazos. A su alrededor, la
Aventurera
vibraba con toda la potencia de los motores que la propulsaban hacia un espacio que no había sido hecho para el hombre, y que sin embargo el hombre había conquistado.
«Una mujer me lanzó a la aventura, otra mujer la termina —pensó—. ¿Añoraré la aventura?»
Se encogió de hombros. El porvenir se encargaría de decírselo. De momento era feliz envuelto en el olor de los cálidos y negros cabellos de Saura.
Pierre Marlson
A Daniel Drode, guien demostró, a finales de los años cincuenta,
que Francia podría abrir caminos a la ciencia–ficción.
A Harlan Ellison, quien demostró, mucho más tarde,
que Drode tenía razón.
Zumbaba la radio de mi casco, pero no me molesté en poner el contacto. Después de todo… ¡que llamasen! Demasiado conocía el motivo de esta comunicación.
Había observado atentamente la catarata que caía sobre la sombrilla viscosa bajo la cual me deslizaba, y que goteaba lentamente sobre mis hombros. Duró cuatro minutos justos, como siempre. El sol arrancaba reflejos multicolores a ese telón saturado de sales. El vapor se alzaba a mis pies entre tallos ocelados, teñidos de verde y castaño rojizo. Las pequeñas lagunas confluían en una corriente, azul al principio y luego cada vez más verde, hasta difuminarse en el amarillo "pálido del horizonte, hacia la cálida niebla donde el agua, la tierra y el cielo se mezclaban como un caldo de cultivo. Yo sudaba cada vez más.
Al cabo de cuatro minutos, la fuerte precipitación finamente dividida se interrumpió de repente: treinta y cuatro grados centígrados, densidad uno con veintisiete milésimas, y conteniendo todas las substancias necesarias para la fotosíntesis.
Cuando el agua cesó de caer la sombrilla inició su lento temblor, ínfimas sacudidas elevaban sus bordes relucientes, bruñidos por el líquido bienhechor. La planta se hallaba en sus breves instantes de distracción. Corrí bajo los cien metros cuadrados de dosel verde oscuro. Mi radio lanzaba aún, y siempre a molestas ráfagas, su zumbido de llamada. ¡Que se callen ya! ¡Deberían hacerse cargo de que estoy ocupado! Necesitaba secarme la frente con el dorso de la mano, pero conocía el riesgo mortal que correría si echaba a perder la impermeabilidad del traje: el líquido urticante segregado por la planta, o mejor dicho, por el animal–vegetal, roería mi carne hasta los huesos. Mis desgraciados compañeros lo descubrieron a su costa: ambos habían muerto. Esto irritó profundamente al jefe de nuestra expedición. Quedaban las «patas» del ser verde, capaces de partir por la mitad al hombre que se pusiera a su alcance. Pero me quedaban de treinta a cuarenta segundos para ir y volver… y quizá para descubrir el secreto que quemaba mi espíritu.
Treinta segundos son muy poco… y quince aún menos, pero ¡por Dios, que pueden parecer interminables, y todavía más bajo esas llamadas ensordecedoras! A mi alrededor, los tallos empezaban a curvarse hacia el suelo, recordándome que mi tiempo disponible era peligrosamente escaso. Pero ya llegaba al centro de la superficie abarcada por la gran criatura. Uno… dos… cinco de sus pies se desarraigaban del humus. Hice un quiebro a la derecha y al instante atisbé un tallo rojo que se hundía. El tronco de la sombrilla avanzaba hacia mí. Volví a cambiar de dirección y rocé dos patas sólidamente hundidas todavía. Luego desvié la mirada para correr hacia el otro lado con el fin de salvar la vida. ¡Y aquella porquería de radio seguía sonando como una trompeta! El ruido me parecía formidable, pero era mi intenso esfuerzo físico lo que me producía tal ilusión. Ante mis ojos danzaban mariposas rojas. ¡Había que abrir un poco más el oxígeno!
Por fin me desplomé, jadeante, al fondo de uno de aquellos embudos de bordes ligeramente inclinados, siempre blancos y secos, donde las sombrillas no llegaban jamás. Di media vuelta a la válvula del oxígeno para respirar a fondo repetidas veces. Finalmente, cuando me pareció que ya volvía a ser capaz de articular algunas palabras, conecté la radio.
—Os oigo —resoplé en dirección al micro—. Pero… dejad ya… de pitar a… así… Cuando… uno… uno tiene que correr…
—¡Olmar! —dijo la voz severa del capitán Vbur—. Me alegra comprobar que te has salvado y te decides a responder. Debo comunicar una orden urgente a todos los exploradores individuales. Y el comandante me encarga que te la transmita personalmente: ¡Regreso inmediato a la base principal, para abandonar enseguida este planeta!
—¡Oh! ¡No! —exclamé—. La misión debe durar tres días enteros, ya lo sabes, y hace tan sólo unas horas que he salido. Acabo de hacer una observación interesante… Estoy…
—Basta —cortó mi interlocutor—. Las órdenes del jefe son terminantes: ¡Regreso inmediato! El desconfía de esos esfuerzos desesperados de última hora, por parte de hombres como tú. Lo siento, Philippe —añadió en tono más amable—, pero nuestro camarada Nothin acaba de morir atacado por una sombrilla. Nuestra brigada ha recogido sus pedazos. Confieso que, ante el silencio de tu radio, temí que te hubiera ocurrido lo mismo. Estás haciendo un trabajo que no te corresponde y… En fin, vuelve. Es una orden del comandante. Y es también lo que como amigo espero verte hacer, ¡viejo perro loco! ¡Que ya no somos los jóvenes atletas que fuimos!
—Habría sido mejor que me acompañaras como te propuse —refunfuñé—. Estarías tan entusiasmado como yo. Oye, amigo Jacques: no puedo obedecer esa orden. Estoy sobre la pista de la prueba que buscamos. Por suerte, la cámara de mi casco ha funcionado bien; habré impresionado al menos dos milímetros de microfilm. Ahora estoy estudiando un detalle que acabo de ver. ¡Es maravilloso! ¡Un tubo, o un tallo metálico, indiscutiblemente de fabricación artificial! Está en el centro del tronco de la sombrilla. ¡Sí, lo has oído bien! Y se retrae al mismo tiempo que la sombrilla saca las patas del suelo, a cada lado de la protuberancia. En el sector donde me encuentro hay otros cuatro o cinco emplazamientos para sombrillas. Dentro de una hora y cuarto volverá la lluvia, y hasta ese momento voy a emboscarme. Luego trataré de utilizar por fin nuestro narcótico para vegetales.
—¡Esto es una locura! ¡Un verdadero suicidio! —cortó el capitán—. Ya conoces mi opinión sobre este tema. Os prohibimos que llevarais ni una gota de ese producto supuestamente milagroso. No sirvió para evitar la muerte de Svili, como ya sabes…
—Dosis incorrecta —respondí—. Y si no dispones de otro argumento para hacerme cambiar de opinión, cambio y cierro. Adiós y buenas tardes. Por lo demás, y hasta que podamos hablar, quedemos en que esta conversación no ha tenido lugar. No has podido comunicarte conmigo. Y para tu informe oficial, si desaparezco durante esta misión: ¡mi radio se ha estropeado! ¡Voy a pasar aquí los tres días!
—Veamos —objetó Vbur todavía—, ya conoces el reglamento: en caso de avería de la radio, regresar inmediatamente a la base.
—Pero yo no soy militar; ni siquiera empleado civil de la flota. Casi estoy obligado a «ignorar» los reglamentos… Es inútil que insistas, Jacques. ¡Me quedo!
—¡Atención! No cortes el contacto. Todavía tengo algo que añadir de parte del comandante. ¿Sigues a la escucha?
—Sí, sí. Aquí estoy. Vamos, di lo que sea.
—
El Previsor
abandona este planeta dentro de doce horas. Martson ha estado concluyente. Y ya sabes que es capaz de cumplir su palabra y abandonarte.
—Pues voy a correr el riesgo. —Reí un poco antes de proseguir—. No creo que abandone aquí al director científico de una expedición financiada por cuantas entidades importantes tiene la investigación histórica de nuestro planeta. ¡Adiós! —añadí con firmeza, cortando la comunicación.
No estaba muy seguro de mis últimas palabras. De todos modos, y actualmente lo admito, había llegado a un punto en que ya no razonaba con normalidad. Mi rivalidad con el comandante Martson, su obstinación en abreviar a cualquier precio la duración de nuestra estancia, me habían enemistado con él. Los científicos teníamos razones para sospechar que tal actitud obedecía a las intrigas de la Liga de Políticos Modernos.
Además, estaba lo de la avería de la astronave, que preocupó a los oficiales navegantes y sin duda justificaría la cancelación de la misión. Pero esa avería, ¿no sería debida a un sabotaje?…
Estaba completamente seguro de haber hallado el Planeta primordial. Quería demostrarlo… Si no lo conseguía, ¿qué valdría mi vida? La había consagrado por entero a ese fin.
Estaba un poco exaltado, pero todavía era dueño de mí mismo y capaz de coordinar mis movimientos, ¡qué diablos!
—
What on Earth
! —murmuré, sonriendo ante la puerilidad de este juego de palabras de una lengua muerta: «¡Quién sobre la Tierra!» o «¡Qué importa!»
Y repté hacia el borde de mi embudo, vigilando la pequeña cúpula, aparentemente dura y maciza, de color turquesa, en medio de su anillo de tierra blanda. Estaba decidido a capturar la sombrilla que dentro de (consulté el reloj) sesenta y siete minutos acudiría para tomar su ducha. Emplearía mi inseguro anestésico, que sería preciso inocular peligrosamente cerca de la presa. Pero así podría
andar
sobre la misma y ver, en su centro, el misterioso orificio.
Para distraer la espera, y casi a mi pesar, empecé a recordar. Tres meses de «tiempo–patrón» ocupados en buscar, en escudriñar desafiando los peligros de aquella tierra inhóspita. Tres veces treinta y un días de veinticuatro horas, que desde hacía muchos siglos no correspondían al período de rotación de ningún planeta conocido… Excepto aquél, precisamente, salvo un error de unos cinco minutos que, a mis ojos al menos, era prácticamente despreciable.
Aquél era «mi» planeta, «nuestro» planeta, nuestro astro mítico, el de nuestros orígenes. A esta carta habría apostado sin vacilar toda mi fortuna. Pero ¿cómo fundamentar esa convicción? Los de la Liga podían exhibir su famosa sonrisa. En cuanto al navio, ¡cuánto dinero desperdiciado! Y, ¿dónde estaban los secretos cuyo descubrimiento les había prometido?
Cada hora que pasaba hacía tambalearse un poco más la escasa autoridad moral de que disponía. El día anterior, precisamente, cuando se decidió por votación entre la postura del comandante y la mía, apenas obtuve tres votos de mayoría. ¡Y eso que no admití la participación de los simples marinos, ni tampoco la de los contramaestres! Acepté sólo el voto de los oficiales… Entonces me concedieron tres días, ni uno más, como un caramelo a un niño caprichoso… El propio Vbur, mi amigo, mi único aliado en el clan de los tripulantes, me había abandonado la víspera. Aún me parecía escuchar la voz del comandante Martson:
—La responsabilidad total sobre quienes viajan o viajarán a bordo de este navío, es mía, Maestro Olmar —había sentenciado, abrumador—. Conozco sus argucias: no estamos en travesía, y por tanto es usted el director técnico. A pesar de ello, le repito que aquí sólo hay un jefe, y ése soy yo. Si, enfrentándome a su voluntad expresamente manifestada, yo ordenase despegar dentro de una hora, pues bien: partiríamos a dicha hora. Entienda que le doy tres días, que le concedo a petición de sus colaboradores. Tres días; ni un minuto más.