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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (10 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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Pero ¿por qué?

¡Qué importaba! Abrí la visera de mi casco y luego el cierre del cuello, para sacármelo. .

¡Loco! ¡Vas a perecer con las carnes devoradas por el corrosivo!

¿Quién lo dice? ¡Si es mentira! Veamos; aquí todo sigue bien. Duerme, amigo, que yo te llevo; duerme o descansa, pero no te excites. No era nada muy preciso, pero las ondas tranquilizantes no dejaban de llegar.

Al fin caí dormido, diciéndome que seguramente soñaba y que sin duda ya estaba muerto.

Hubo una vez un planeta. Hubo una vez una mujer. El planeta fue perdido por el niño–hombre separado de su tronco, exiliado lejos de su madre natural, ajeno a todo lo que fuese tradición. La mujer murió. Les lloré a ambos, al planeta y a la mujer; desde siempre, al mundo inicial, y después de casi el mismo tiempo a la compañera escogida. Y la Tierra me tendía sus brazos, como una mujer anhelante abre sus piernas a la penetración larga y sedosa de su macho. Laderas dulces y dulces colinas de mi Tierra de ensueño, planeta verde como nosotros te amábamos, ¿a dónde te place llevarme? Rítmico balanceo de mi obra viva, al fin te reconozco y te adopto, perdiéndome en ti, a quien absorbo golosamente.

«Cincuenta planetas, señores, cincuenta planetas y sus mitos cien veces verificados confirman esta evidencia. Lejos de crecer como hermanos que no se conocen unos a otros pero esperan la felicidad de encontrarse algún día, hemos olvidado a nuestro lejano antepasado por la ambición de ser los primeros en nuestros dominios».

Y allí estaba Lia, su dulce rostro, su mirada sostenida pero siempre pendiente de la mía, imagen en mi pensamiento de este planeta al que repetidamente me refería. ¿Se daban cuenta de ello mis oyentes? Después de todo, ¿quién estaba enterado entonces de mi amor, amor perdido? La Tierra se había convertido en mi única idea fija, ideal aparentemente inaccesible. Investigaciones, compilaciones, preguntas, descubrimientos y reconstrucción del modelo inconsciente de las sociedades humanas, a base de centenares de expresiones legendarias, todas ellas relativas a su esquema planetario, y a su vez integrables todas en ese modelo. Similitud imposible, salvo origen único de las formas del lenguaje inicial y estructura idéntica del pensamiento en todas partes, una vez abstraída de las relaciones verbales. Tales fueron las rondas doradas de mis amores terrestres. Había viajado, hablado, escrito, descubierto y luego enseñado, reflexionado, convencido y apremiado hasta a mis peores adversarios.

Y mientras tanto, mi flor, mi llama, mi tierra, mi mujer, yo te poseía y tú me poseías, estábamos abrazados, sin avergonzarnos el uno del otro, enlazados, apretados y felices, felices…

Una excursión aérea, Lia reía, yo inclinaba el aparato, su velamen sustentador deslizándose sobre el límpido océano atmosférico comprimido por la velocidad. El lago centelleaba más allá de los mandos que obedecían a las fuerzas sometidas a mi mano. Volver a poner en juego la potencia tras el descenso a motor parado; inclinarse para el rizo; pilotar ebrio por el viento loco que hacía volar los rojos cabellos de mi compañera. Compartir alegrías y responsabilidades. Lia se había hecho cargo de la difícil secretaría de mi organización. Ella ordenaba los espesos folios de las encuestas; cuidaba de todo, documentos oficiales, licencias de los gobiernos locales siempre atentos a sus prerrogativas. Su cuerpo ardiente contra el mío; nuestras uniones enlazaban la vida con los recuerdos tejidos día a día como un tapiz se construye hilo a hilo, por un delicado juego de los colores escogidos y las coincidencias oportunas. Nuestro amor, sin clasificar nada, mezclaba la obligación, el estudio, el juego y la diversión. ¿Cómo no amarnos? ¿Cómo no sucumbir a su invitación femenina de ingenio, de corazón, de cuerpo y de belleza? Era maravilloso para mi moral muchas veces débil que me hubiera tocado tal compañera. Yo daba las gracias a todos los universos bienhechores y sobre todo a quien nos llevó, nos creó, hizo de nuestra raza la cumbre viviente de innumerables moléculas abisales: la Tierra, a la que llegaríamos juntos como habíamos jurado.

Pesadas volutas de los patios olorosos, la tarde que nos despedimos de los estudios terminados; la subida en pleno cielo nos enloquecía. Yo dejaba los mandos y Lia me relevaba. Su estilo brillaba más cuando ejercía su audacia con alguna reserva. Sin tropiezos, bañamos de aceite nuestros cuerpos y nuestro vehículo. Tardes felices sobre los brillantes peldaños de nuestra ascensión. Desde el escepticismo de los comienzos habíamos llegado muy lejos, viendo asomar en el horizonte el océano de las armonías universales. Apoyos, promesas y al fin, obtenidas las coordenadas maravillosas, la gran aventura que habíamos deseado alzaba su ojo amigo; paso a paso la habíamos visto crecer gradualmente. Hasta la caída.

Pensamiento contra pensamiento, mejilla contra mejilla, terminamos la jornada con alegría. Ovaciones, entregas de grandes premios y vistosas condecoraciones. Huimos. Árboles frescos y océanos sin edad acogieron nuestra intimidad. Desnudos en la onda fresca y luego regenerados por el astro de un sistema acogedor, nuestras pieles frotadas con bronceadores, luego con sales y siempre la una contra la otra, en una renovada explosión. Lia me precedió a la morada para redactar papeleos y justificar nuestro vuelo.

La encontré muerta, asesinada por un Bien fanático…

Y ahí estaba, recobrada al fin, libre y vivida, mi esperanza en la Tierra, planeta que sentía, que había visto pero no reconocido. La duda… ¡oh afrentosa duda, que apenas supe vencer! Apagada mi pasión clarividente, yo no había visto mi tierra de esencia ideal. Palabras mal dichas y reproches injustos; había soportado cosas peores que las injurias o el endiosamiento de un miserable «pacha». Dudaba. Pero ¡cómo no me había arrojado al suelo ebrio de alegría, besando esa tierra que tanto había anhelado y el regreso de la mujer que yo vivía sufriendo cada momento de mi vida… sin querer confesarlo, a mí mismo sobre todo! Yo no sé cómo me emperraba en no querer apearme del burro. Un telurismo insospechado. Pero yo la tengo hoy y estrecho entre mis brazos a mi mujer. Recobrada. ¡Alegría!

Colores de abril, signos semánticos perdidos de relaciones con una realidad, meses en que habíamos transcrito de viejos legajos medio borrados y palidecidos, microfilms estropeados, cintas magnetofónicas corroídas, promesas de primaveras y de renovación como en el tiempo de los primeros balbuceos. Legendas acerca del sina–trop y del ostral–opitek, de donde había extraído un haz de prietas conjeturas. Volvía al nido. Y las formas plenas de vida estarían allí, los primos lejanos presentes al fin, animales míticos considerados sólo buenos para cuentos infantiles. Ellos me envolvían, yo los amaba, los sentía, los veía, les hablaba, encandilado. En la llama verde corrían sus imágenes benditas. Deseaba cogerlas, pese a mi inmovilidad forzada de espectador impotente. ¿Impotente? ¿Quién me impedía actuar y estrechar a mi mujer sobre mi corazón?

Lazos. Un velo rojo lo recubrió todo y el verde moribundo se inclinó. Frases incomprensibles, pero no, no del todo, hacían renacer en mí como el recuerdo de antiguas palabras y de formas arcaicas, yo soñaba. Y… ¡ah, sí!, yo estaba muerto y lo que estaba pensando confirmaba esto desde la eternidad.

Pero hablaban… ¡en mi idioma!

—Vuelve en sí. Peligroso extraterrestre. No moverlo. Esperar. Marchad, despierta. No, imposible. Debe ser juzgado. Pero ¿por qué? No es necesario. Será. ¿Mañana al alba? Idos. Volveremos. De acuerdo. Nada puede… escapársele. Cómo, si. Más tarde. Vamos. Fuera. ¡Fuera! ¡Me duele!

¡Ay! Tengo dolor de cabeza y el espíritu confuso y, perdóname, querida, ignoraba que hablases el francés.

—¿Sabes hablar, viniendo del exterior? ¿De dónde? ¿Quién eres? Si eres de los nuestros, debes decírmelo.

Unas manos frescas acariciaban mis sienes. Una mano acarició mi mentón que noté cubierto de barba. Un líquido fresco invadió mi garganta.

La dulce luminosidad verde volvía. Tan sólo llameaba en rojo la cabellera de mi amor. Bebí un poco, sonreí, luego me desmayé en los brazos de mi bien amada Lia.

Dulce muerte, agradable muerte que renueva los lazos rotos, me dije maquinalmente antes de desvanecerme del todo.

—No lo sé.

Ella no sabía. Pero era hermosa. Me había devuelto la libertad de movimientos. Y la veía hermosa. Deseable. Un cuello delicado, pálida columna lánguidamente inclinada, en postura que en otra persona me habría parecido afectada. Pero ella era de la Tierra; forjada con el limo original, me pareció hermosa. ¿En virtud de qué voluntad inspirada, aquella muchacha terrestre tan imprevistamente encontrada tenía la cabellera de fuego? No pensé que fuese una coincidencia. ¿Quién eres tú, Nueva Lia de una renovación que por fin se realiza? ¿Cuál es tu pueblo? ¿Cuáles son sus leyes? El idioma lo poseo; así pues, ¡contesta!

—No lo sé.

Hermosa, aunque no sepa. La seguí por corredores tallados por lo general en una piedra rojiza —¿gres?— y a la luz de su poderosa antorcha descubrí almacenes, prolongaciones de túneles cerrados por rejas inoxidables y repletos de máquinas. ¿Cómo descifrar aquellos cuadrantes? ¿De qué sirve este asiento de piloto en un subterráneo? ¿Y este encaje brillante conectado a bornes esféricos de color ocre, rojo o violeta? ¿Esta palanca amaranto sirve para conectar el flujo energético? —No lo sé.

Ella sonreía, hermosa, ignorándolo todo. Siempre graciosa y atenta. Curó mis heridas con una especie de ungüento de cambiantes colores que sacó de un camafeo rosa. A menudo me obligaba a sentarme para que no me cansara. Indudablemente conocía la extrema laxitud que producen en el organismo las drogas a que me habían sometido. Sortilegio inaudito mediante el cual recobraba mi esencia y gozaba del sentido profundo del planeta, así como de los diversos vínculos de mi ser, ocultos bajo las impurezas de la consciencia. Esta inmersión en el seno de riquezas técnicas desconocidas me habría enfurecido, a no ser por la presencia a mi lado de esta seudo–Lia, hermosa a mis ojos, que tras la pérdida de mi flor viviente no reconocieron tal cualidad a ninguna otra mujer. Entonces creo que lloré, en la melancólica peregrinación de un recuerdo técnico, muerto para mi encantadora guía del momento. Yo la seguía. Ella era hermosa, y yo me sentía feliz y colmado con su sola presencia; sí, su sola presencia absorbente.

Por fin, y a pesar de todo, nos instalamos. Una especie de asiento alargado de tapicería gris, cálido, dulce y muelle cedía bajo el peso de nuestros cuerpos juntos. Mi peso con el de aquella cadera grácil y redondeada contra la dureza de la mía. Me embargaba una turbación indefinible, que por nada del mundo habría querido analizar hasta sus consecuencias implícitas. Era demasiado pronto, o demasiado tarde para ello.

—Pero en fin, Lia, ¡si estos mecanismos funcionan, alguien debe cuidarlos! Ya que no lo haces tú misma, habrás observado el modo de hacerlo. En tu infancia, ¿te explicaron sus principios?

—Yo no sé nada. ¿Por qué me llamas Lia? —Un recuerdo que coincide. Una gran idea y una ligera premonición de ti, querida niña. Pero ¿estas máquinas? ¿Para qué sirven? ¡Habla!

Una súbita sonrisa, muy dulce, un poco triste también. Pulsó una pequeña palanca a un lado de nuestra yacija. Una luz brotó débil primero, aumentada luego en insensibles transiciones hasta convertirse en un gran resplandor que inundaba todo el techo. Nos hallábamos en una sala con las paredes revestidas de musgo verde, o algo parecido. Lia fijó sus ojos en mí. Su iris brillaba. Su pupila parecía dilatada. Y siempre aquel pliegue un poco amargo en sus labios, que no desmerecía en nada su cariñoso gesto.

—Voy a confiarte mi nombre, Hombre del Exterior. No sé por qué lo hago. No puedo evitarlo. Mi vida irá hacia ti y tú serás poderoso. No debería hacerlo. Soy amiga tuya. Hoy, yo soy Miére.

Una oleada de rubor inundó su rostro. Bajó los ojos, como si no pudiera soportar la mirada de los míos. Postura exquisita de la joven del mundo primordial, con su velo blanco cerrado sobre los hombros, envolviendo el cuerpo y colgando hasta el suelo, por la posición sentada, plegado en gráciles movimientos que insinuaban su fluida forma. Siempre sin mirarme, señala con el dedo el techo luminoso y el frasco de pomada que reposa sobré sus muslos. Levanta ligeramente la cabeza. La emoción abandona su rostro serenado y continúa:

—Deposito en ti toda mi confianza. Te he ofrecido todo lo que hoy me queda de vida. Ahora, de ti depende averiguar todo cuanto te concierne. Ya sabes, hombre exterior, cuyo nombre ignoro, ya sabes…

—Me llamo Philippe —digo impulsivamente y tomo su mano libre entre las mías.

—Gracias, Philippe…

Al confiarle mi nombre la he tocado en lo vivo. Brilla de gratitud su rostro nuevamente encendido. Pero casi enseguida vuelve su tristeza, que juraría es por mí. Como una oleada hincha el joven pecho y le obliga a desahogarse. Se diría la voz lejana de los bosques bajo la caricia del aire. Sus ojos parecen dos lámparas. La flor se marchita un poco, bajo el peso de impresiones demasiado fuertes.

—Ya sabes, Philippe… Philippe… —hace rodar mi nombre como un guijarro de Lyaril sobre su lengua y alrededor de ella— que «ellos» quieren hacerte regresar a la nada…

Entonces las lágrimas perlan abiertamente sus párpados. Me mira por encima de esta película temblorosa, y todo zozobra en el armonioso conjunto de sus rasgos. Miére, impulsivamente, se lanza entre mis brazos.

—Eres grande, bello, fuerte y amable. El primero… ¡Ay!, ¡ay!… ¿Por qué viniste del Exterior? ¡Jamás creí que fueseis así vosotros, los extranjeros!

—Pero ¿qué dices? No veo que haya nada que pueda inquietarte de este modo. —Acaricio la dulce espalda, electrizado a mi pesar por la presencia de esta tristeza y la cercanía del cuerpo que la expresa—. ¡Lia, te lo ruego! ¡Pequeña terrestre tan esperada por mí! Demostración de la veracidad de nuestras lejanas leyendas, no llores. Pero, explícate. ¿Quiénes son «ellos»? ¿Los demás miembros de tu comunidad?

—Pero, pero… —Me mira de nuevo; la incredulidad, incluso el más completo estupor, impresos en su rostro—. Veamos, entendámonos. ¿Qué otros? ¿Crees tú que conozco otros «exteriores»?

—Bueno —me río—, no parecen tan malos tus compatriotas. ¡No se han cruzado en nuestro camino! Nadie ha venido a comprobar las ataduras que tan gentilmente me has quitado, pequeña y amable guardiana…

—Pero, Philippe, estas ligaduras eran sólo para el tratamiento médico que precisabas. ¡La nada la encontrarás tú solo!

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