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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (27 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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Pero se necesitan 500 o 600 REM para matar a un hombre antes de veinticuatro horas.

¡Todavía tienes cuerda para rato! Con los ojos fijos en la pantalla de radar, hace regresar al
Norbert Weinberg
a su órbita anterior. No le amenaza ninguna otra mosca. La DCA enemiga parece muda ahora. Seguro que los Iván deben estar ocupados defendiendo su territorio y no tienen misiles para desperdiciar con él. ¡La cosa está que arde, ahí abajo! Se halla sobre la región de Moscú, son las dos de la madrugada, pero la noche está completamente iluminada por los cráteres rojos que los megatones abren en la corteza de la Tierra.

¡Y todo eso por el petróleo!

Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra galaxia. Y ¿qué importaba, si no había nadie para verlos llegar? Se desplazaban en un gran navío, que no era un navío según se suele entender, ya que no navegaba en realidad…

También habían gatos. Dos al menos, o quizá tres; no llegaba a determinarlo porque todos eran del mismo tamaño y del mismo pelaje: una especie de gris pardo atigrado de negro en el lomo. Ahora no recordaba si habían gatos en la cabaña. Pero ¿de qué se acordaba con exactitud? Su vida era como un sueño que empieza de súbito, pero sin embargo posee para el durmiente todo el valor de la experiencia vivida.

La vida… La vida estaba más allá de las preguntas y de las respuestas, y el velo de bruma que lo envolvía, lo entumecía, se le llamaba simplemente: la felicidad.

Uno de los gatos vino a acurrucarse entre sus piernas, en el compás abierto de sus muslos, pues estaba sentado en el suelo, la espalda contra la pared, bajo una de las ventanas que recortaban un largo rectángulo de crepitante claridad, color oro viejo. El rectángulo de luz invadía la cama, sobre la colcha de lana hecha con retales multicolores de lana, e iluminaba sus piernas y su cuerpo hasta la mitad del busto. Estaba en una vaga postura de yoga, las piernas cruzadas ante sí, los antebrazos descansando en el suelo; de vez en cuando, iniciaba una caricia sobre el espinazo del gato que dormía con sólo un ojo y no cesaba de ronronear de contento. El perro, un gran pastor negro y pardo claro, se había quedado en el umbral de la puerta, acostado sobre el vientre, con las patas estiradas hacia delante, la cabeza alzada, la boca semiabierta, los ojos y las orejas vigilando la vida agitada del valle. Se llamaba Woody. Los gatos no tenían nombre, y a ellos no les importaba. Se podía decir: mis, mis, mis, mis, y venían si deseaban caricias o se les antojaba comer otra cosa que los ratones del prado, a los que perseguían con ferocidad poco ecológica —pero los gatos no hacen caso de nada, son accidentes de la evolución—, y si no tenían ganas de venir, nada podía decidirles a ello; los gatos son así. Nunca había podido decidir si le gustaba o no esa especie caprichosa, pero en todo caso, aceptaba, transigía con el feroz espíritu de independencia y la sutil esclavitud que practican sobre los humanos.

Por tanto, hoy, en aquella hora imprecisa, cuando a sus espaldas el sol caía a plomo por el océano celeste sin parecer hundirse de manera visible, no era a los gatos a quienes miraba, escuchaba, bebía por todos los poros de su piel y de su espíritu, sino a ella,
ella
, en aquel momento sentada sobre la cama, con una pierna colgando hacia el suelo y la otra encogida, su pie desnudo alojado bajo el otro muslo. Cantaba acompañándose con la guitarra:

I wonder will it come along in Spring

Will we be in it the while the robbins sing

Will the atom be a bristling and rockets de the whistling

When the world is all in bloom in the Spring.

No conseguía recordar si ya la había oído cantar y si conocía la canción. No lo recordaba y, no obstante, todas las fibras de su cuerpo y todos los recovecos de su espíritu recibían el frágil impacto de esa voz y la envolvente caricia de las palabras, como si la voz hubiera formado siempre parte de sus sensaciones, como si las palabras hiriesen en lo vivo de su sensibilidad. Las palabras eran dulces y violentas a la vez, se desprendía de ellas como una punzante tristeza nacida de horrores sin cuento y sin significado, y al mismo tiempo como una vibrante promesa de eternidad en la que innumerables días serían parecidos al presente. La voz era a la vez dulce y violenta, era sosiego y advertencia, quería a la vez consolar e inquietar, portadora de esperanza y de temores; y era a causa de sus mutuas relaciones que esta esperanza y este temor eran saludables. La voz alcanzaba los agudos sin quebrarse, se convertía en hilo de agua, hilo de aire, hilo de oro fundido; luego, como una corriente, descendía hacia el aterciopelado grave sin cascarse, sin hacerse añicos. Sabía cantar, pensó. Cantaba bien, y por eso la canción penetraba en él, aquella canción que no conocía y sin embargo conocía; la canción explotaba átomo por átomo en algún lugar de su interior, a profundidades tan gigantescas que no se podían sondear, como tampoco podía entender el sentido de los ecos dolorosos que estas heridas arrancaban a su carne. Sencillamente, el malestar estaba ahí, decrecía, regresaba, mientras que la sucesión modulada de las palabras continuaba a su alrededor, sobre él, en él. Quiso ignorar ese malestar y a ratos lo conseguía, pero otros no. Entonces algo como la sombra de una pesadilla parecía querer aflorar a su conciencia, y en estos instantes fugitivos le parecía que la sombra ocultaba en su vientre brumoso peligros capaces de disolver la eternidad feliz en un infierno de partículas hirvientes. También el tranquilo bienestar que al mirarla sentía, al oírla cantar, era pérfidamente turbado por una sensación sin nombre en su conciencia, sin lugar en su memoria, sin peso en su inteligencia, y que por lo tanto le intoxicaba sutilmente.

Ella cantaba; su guitarra descansaba sobre la pierna izquierda, la que estaba doblada, y su seno izquierdo se apoyaba sobre la brida superior. Sus dedos finos y largos corrían sobre las cuerdas que el sol hacía espejear, y a veces la palma de su mano venía a golpear la tapa armónica entre dos acordes, para puntear el fin de una cuarteta. La escuchó hasta el final, luchando contra las sombras pasajeras que brotaban de su interior, dejándose llevar al mismo tiempo por la canción.

Era una vieja canción; al menos de veinte o treinta años atrás, y su autor le era desconocido o lo había olvidado. Pero las palabras daban siempre en el blanco.

Can it be that we'll be drilling in the Spring

Can it be that we'll be killing in the Spring

Oh I'd rather take it easy, give the other guy a breezy

A bright and cheery howdy in the Spring.

Oh! is that the time for dying when it's Spring

And the women to be crying when it's Spring

When gardenias they are selling, is that the time for shelling

When lilacs are in bloom in the Spring.

I would like to know in the Spring

That he won't have to go in the Spring

When the skies are blue above him can I tell him that I love him

If we never meet each other in the Spring.

When the fields are ripe for sowing in the Spring

You can watch the children growing in the Spring

We could have a celebration with folks from every nation

Must we destroy creation in the Spring.

Oh! I’d just like an ordinary Spring

With people laughing just because it's Spring

And how ever he spells his name I am sure he feels the same

For it's great to be alive in the Spring.

Cuando ella acabó de cantar, su mano izquierda siguió todavía un momento punteando mudos acordes sobre los trastes altos. Una de las cuerdas metálicas resbaló bajo sus uñas, una nota áspera, un

, vibró largo tiempo. Su rostro estaba en penumbra, el recuadro de luz solar producido por la ventana cruzaba oblicuamente a la altura de sus senos, frontera sombría. El hombre se puso en pie. El gato no cesaba de ronronear en su sueño despierto. Vio a su sombra levantarse al mismo tiempo que él en el rectángulo luminoso y venir a cubrirla a ella. Le dijo que le gustaba la canción. Ella respondió que era una de las que él solía preferir. Murmuró algo con asombro y la cogió de los hombros. La madera de la guitarra golpeó contra el suelo y las cuerdas resonaron largamente. Contemplar su cara cerca de la suya le hacía un bien inaudito. Tenía los cabellos rubio dorado muy cortos, grandes ojos increíblemente azules, la nariz más bien robusta, los pómulos altos y salientes, una gran boca de labios llenos y firmemente dibujados, un mentón triangular y voluntarioso. Pero el conjunto de estos rasgos pronunciados armonizaba tan perfectamente, que paradójicamente componía un pequeño rostro delicado pero lleno de vida. La besó y sus dientes chocaron, se sonrieron y rieron durante el beso, y durante el beso ella le preguntó riendo si tenía hambre. El no tenía hambre, pero para complacerla le dijo que comería. Entonces ella le llevó de la mano hacia la puerta del fondo que se encontraba en realidad a la derecha, al lado de la chimenea. Atravesaron un pequeño cobertizo hecho de una pared de tablones y lleno de herramientas, hachas, una hoz, azadones, palas, rastrillos, escobas, cizallas, una podadera, plantadores, algunos botes de pintura o de grasa o de no sabía qué, pequeños recipientes de vidrio que contenían clavos, tornillos, tuercas, semillas y productos u objetos más misteriosos aún. El interior del cobertizo olía a madera, a grasa sobre el metal tibio de las herramientas, a polvo untuoso frecuentemente removido. Se dijo que todas aquellas cosas eran suyas, de ambos. Allí estaban los músculos de la cabaña, su reserva de fuerza vha, y apretó más fuerte la mano que le conducía.

Una segunda puerta se abrió y salieron fuera, a la sombra de la cabaña que destacaba masivamente sobre la extensión de la pradera. Sorprendido, reconoció un pequeño huerto cavado directamente junto a la hierba, donde algunos planteles de legumbres crecían en la tierra oscura; en el suelo, hojas lobuladas y abundantes ocultaban el volumen lunar de calabazas anaranjadas y verdes, y finas matas de zanahorias; más arriba, enrolladas en sus tutores, judías y guisantes, todo ello bordeado de groselleros; por fin, al borde de la pradera, algunos árboles, quizá ciruelos o manzanos. Ella le dijo que cogería algunos huevos, y al volverse él vio junto a la pared de la cabaña un cercado protegido con tela metálica, un auténtico gallinero, con aves blancas y pardas que picoteaban. Ella empujó una puerta del cercado y la contempló mientras se inclinaba hacia los bajos ponedores, arqueando su dorso en un movimiento que resaltaba los firmes hemisferios de sus nalgas. El gran perro apareció después de rodear la casa para acercarse a ellos; dirigió algunos ladridos hacia las gallinas ruidosas y cloqueantes del cercado. Luego se acercó a él cruzando con largas zancadas el minúsculo huerto y se frotó contra sus piernas; maquinalmente le acarició el lomo, tomando con la otra mano tres grosellas que saboreó. Todo esto era suyo. ¿Cómo había podido olvidarlo, sorprenderse ante aquel huerto, aquel gallinero, que definían su presencia en el seno de aquel valle, la fijaban en el tiempo, en el pasado, en el futuro, en la eternidad? ¡Seguro! ¡El había removido esta parcela de terreno, la había sembrado, había vigilado el crecimiento de las plantas! ¡Seguro! Sí, sin duda. Probablemente. La niebla algodonosa que anegaba su espíritu pasaría. Era solamente…

Ella le preguntó si venía, y respondió que sí, que venía. Cruzaron el cobertizo, Woody a sus talones, pero antes de entrar se detuvo a contemplar el lento vuelo de un cuervo, que tras un picado perfecto se paseó por la hierba del valle no lejos del huerto y casi desaparecía entre el verdor, de donde sólo sobresalía su redonda cabeza con el largo pico negro. Pero al otear la lejanía del valle, también vio otra casa muy distante, construida en una colina. Preguntó quién la habitaba y ella mencionó un nombre que le llenó de alegría. De nuevo en la única pieza de la cabaña, ella le preguntó si le gustarían unos huevos con tocino; entonces él se puso a encender el fuego en el hogar apagado, sobre las cenizas que cubrió con viejos periódicos sin entretenerse en leer los titulares ni las fechas, ramitas secas y algunos leños ya partidos. El fuego prendió enseguida y sus largas llamas lucharon valientemente con la luz dorada del sol poniente que no se ponía. Se volvió para ver cómo ella abría una chirriante alacena, de la que sacó un trozo de tocino ahumado, del que cortó cuatro grandes tajadas. Sobre los anaqueles en una hilera de tarros cerrados por una capa de cera vegetal endurecida, descansaban maravillosas confituras que parecían tan transparentes como un jarabe diluido o de un rojo tan sombrío como la más oscura sangre seca. Pronto las lonjas de tocino se frieron en la sartén colocada sobre una parrilla de fundición puesta a media altura en la chimenea, y los gatos, que sí eran tres, rondaban maullando alrededor del festín que se preparaba. El olor del tocino que se freía lentamente dominaba los demás perfumes. Aspiró llenándose los pulmones mientras ella disponía sobre la mesa que campeaba en medio de la pieza, dos platos blancos, dos vasos y una jarra de gres mediada de agua, o quizá de vino. Ella le sonrió notando que la observaba, y su sonrisa le acarició de nuevo.

Mientras ella rompía los huevos en la sartén, fue a acodarse en la ventana, dejando vagar su mirada por los verdes confines del valle, dejándose absorber, beber, por el estremecimiento vegetal. Un trueno lejano rodaba por el cielo. Lo escuchó un momento sin prestarle atención, sin que el ruido retumbante penetrase en el fondo de su conciencia. Sólo cuando el fragor fue lo bastante poderoso para que el impacto de sus ondas sonoras hiciera vibrar bajo sus dedos el alféizar de la ventana, sintió un doloroso sobresalto en todo su cuerpo, una crispación angustiada. Quiso gritar, decir algo, pero la vibración que sentía en su mano se comunicó al paisaje ante sus ojos, y con un sentimiento angustioso de irrealidad, vio temblar las nítidas líneas del valle —dislocarse, disolverse, como si una goma gigantesca pero invisible, se hubiera paseado sobre la pradera y a través de las colinas, desmenuzando las formas, anegando los colores—; el fragor continuaba, monótono, como si en las entrañas de la Tierra, las puertas del infierno se hubieran puesto a rodar interminablemente sobre sus goznes. El valle había desaparecido; ante él sólo había una llanura cubierta de cenizas, resquebrajada, encerrada en un arco descarnado de colinas de piedra viva, que ondulaban en la atmósfera polvorienta bajo un cielo escarlata.

BOOK: Retorno a la Tierra
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