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Authors: Donald Kingsbury

Tags: #Ciencia-Ficción

Rito de Cortejo (13 page)

BOOK: Rito de Cortejo
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—¡Nuestros hombres la hubiesen amado! —rió Teenae.

—¿Ya estás lista? ¿Podemos continuar?

—Sí, pero no dejes de hablar. Lo tolero mejor cuando hablas y me concentro en tu voz.

—¡Podría haberse unido a una familia Stgal! —El cuchillo volvió a comenzar con un torturante zigzagueo—. Hasta los Kaiel la hubiesen aceptado, estoy seguro. ¡Los Kaiel! Ella era hermosa. ¡Nunca ninguna mujer se ha ocupado tanto de decorar su cuerpo! Pero no debía ser. —El cuchillo se detuvo mientras él se encogía de hombros.

»Ella tuvo un amante. Un gran viajero. Llegó a estas tierras del mar Aramap. Imagínate. Del Mar Aramap. Era muy apuesto. Tenía un poderoso kalothi. Oelita era joven entonces. Muy joven, y deseaba probar al mundo que era una buena esposa engendrando a los niños más bellos de la aldea. Tuvo mellizos, ambos tullidos. Sus mentes estaban bien. Eran despiertos e inteligentes como su madre, pero tenían las piernas lisiadas. Ya conoces esa enfermedad: la maldición de Ainokie. Ella es una portadora genética, y jamás se hubiese enterado de haber elegido otro amante.

—¿No se los comió al nacer? —preguntó Teenae, tan conmovida que por un momento se olvidó del dolor.

—No. Tiene un alma bondadosa. Los crió y los protegió, pero no quiso casarse. Los niños tenían kalothi. Ella siempre lo decía. Tenían kalothi. Pero entonces llegó la hambruna. —El pensamiento pareció perturbarlo, y Zeilar comenzó a tallar las semillas de trigo en silencio.

—¡Continúa con tu historia! —Exclamó Teenae con un gemido—. ¡No te detengas!

—Tuvimos una hambruna terrible aquí; no sé cómo habrá sido en el sitio de donde provienes. Comenzó la Selección. Primero los criminales. El hambre nos corroía las entrañas. Los de bajo kalothi fueron al templo para darnos vida. Hasta los viejos fueron al templo para que viviesen los jóvenes... así de terrible fue. Uno de cada diez lograba sobrevivir. Quedamos diezmados. La aldea compartió a los hijos de Oelita. Fue entonces cuando ella dejó de entonar los Salmos al Dios de los Cielos y comenzó a enseñarnos un camino mejor.

Qué cruel es mantener a los monstruos con vida en el nombre de la piedad,
pensó Teenae en medio del dolor.

El artista continuó con su tarea y con su historia. Teenae perdió conciencia de ambas. Sólo resistía al dolor. Luchaba para no perder el sentido. Respiraba profundamente. Dejaba marcas en el tocón de madera. Algunas veces gritaba con los dientes apretados. No podía contener los sollozos. En algún lugar de su mente dio gracias al Dios de los Cielos por ser una mujer madura puesto que eso significaba que ya no quedaban más espacios en blanco en su cuerpo. La niñita, que aún debería experimentar todo aquello, no dejaba de acariciarle la cabeza compasivamente, y cuando todo acabó Teenae pudo ver que se hallaba justo frente a ella, sonriéndole.

Zeilar limpió las heridas con cuidado y luego las vendó. Dos de sus esposas aparecieron en la escalera. Habían estado preparando los nadadores de Teenae, y le hicieron comer el cerebro y las entrañas sin cocer. Según le explicaron, el dolor aguzaba las papilas gustativas, y aquél era el momento para saborear las exquisiteces. El resto de los nadadores había sido colocado en pequeños cántaros donde se pudriría. La carne estaría lista en una semana.

—Me mimáis demasiado —dijo Teenae cuando las mujeres comenzaron a enjugarle el sudor del rostro y el cuerpo.

—Te damos la bienvenida como una de las nuestras —dijo la más joven.

Teenae se había guardado la pregunta más importante para formularla en el momento lógicamente exacto.

—¿Alguna vez podré conocerla?

—Sí— dijo esposa-uno.

—Por supuesto —dijo esposa-tres.

—Ahora se está ocultando —dijo Zeilar—, porque los Mnankrei la han desafiado con su Rito Mortal.

—Escuché un rumor al respecto. Me asustó.

—Su maravilloso kalothi la protegerá y no permitirá que ellos triunfen, pero de todos modos debe tener cuidado. Ya la conocerás.

—¿Por qué las persona no pueden dejar en paz a los demás? —preguntó Teenae pensando en Joesai, aunque pareció que su ira estaba dirigida a los sacerdotes marinos.

—Oh, pero ella afronta con gusto el desafío. Cuando sean derrotados, los Mnankrei le deberán un Gran Favor.

Sí, le deberás un Gran Favor,
se dijo. Teenae saboreó su victoria sobre Joesai. La lógica era mejor que la tradición.

Capítulo 13

Cuando la tierra está llena de rivalidades, la madre del Salvador —sabiendo que es la madre de El que Habla con Dios— derramará su sangre en las Tumbas de los Infortunados, y el niño nacido sobre las piedras, aspirando el incienso kaiel con sus primeros llantos, se elevará de ese triste sitio amamantado por la certeza de su madre.

Del
Salmo de las Maravillas Proféticas

Hoemei había dejado un mensaje y ella no le había respondido. Un edicto del clan le prohibía encontrarse con él. Ni siquiera le permitían hablarle. ¿Por qué insistía? ¡Estos maran-Kaiel eran tan audaces! ¿No temían a Aesoe? ¿Su amor era tan insignificante que no les importaba ponerla en peligro?

Y sin embargo, ¿cómo podría olvidarlos? Cruzó los brazos sobre un vientre tan abultado que indicaba que llevaba un bebé a punto de nacer. La vida no era más que dolor y angustia. ¿Un rechazo era moralmente correcto? Ella no había rechazado a Joesai. Había quedado abrumada por la sorpresa cuando él se presentara después de la prohibición, derribando las barreras sociales sin siquiera preocuparse. Era difícil resistirse a un amor tan fuerte. A partir de entonces se había endurecido por el miedo y el sentido del deber, y había rechazado a Hoemei cuando éste trataba de verla. Sin embargo, a pesar de su actitud fría e indiferente, él insistía con su estilo tímido. Y ahora la soledad comenzaba a mermar su resolución.

Ella quería ver a Hoemei. Deseaba desesperadamente recibir noticias de Joesai... y también de Teenae.

¡No lo veré!,
se dijo. ¿Pero qué podía hacerle Aesoe si hablaba con él sólo un momento? Si el encuentro era clandestino, lo más probable era que ni siquiera se enterase. La idea la atemorizó. Kathein temía a Aesoe.

¡No soy valiente!,
reconoció, y su mente se detuvo unos momentos.
¡Soy cobarde!,
pensó de nuevo con furia. Lo que más le atraía de los maran-Kaiel era su audacia. Ella era convencional. No se salía de los caminos marcados y sólo se preguntaba por los posibles atajos. Desde el día en que conoció a Gaet, se sintió fascinada por su estilo desenvuelto ante todo lo que era sagrado. ¿Cómo lograba
sobrevivir?
Al visitar su casa por primera vez ella esperaba encontrarse con una familia conservadora para compensar su carácter impulsivo. No obstante, allí todos parecían igualmente libres de lo que, para ella, parecían presiones irreductibles. Eran más libres de lo que Kathein jamás había deseado ser.

Ella sabía que hablaba con audacia e ingenio. Sabía que era encantadora. Pero sus actos nunca habían sido audaces. Al principio Hoemei le había parecido la tradición personificada con su timidez, pero cuando comenzó a bucear en sus más profundos sentimientos descubrió que era una catacumba de herejías. No podía estar a salvo allí. Joesai hablaba de conceptos tan antiguos que parecían basanitas del templo. El parecía una persona en quien se podía confiar. Entonces, cierto día se acercó a ella para hacerle el amor sin siquiera preocuparse por los rituales, una actitud tan sorprendente que ella no encontró el modo de negarse. Toda la familia la atemorizaba, pero su estilo temerario había infundido emoción a su vida personal proporcionándole las mismas sensaciones que obtenía de la física.

Y sin embargo, ahora le habían arrebatado todo aquello. Allí estaba, lista para dar a luz a su primer hijo, y no había ninguna familia con la que compartir su felicidad. Ella extrañaba a Joesai. Si tan sólo hubiese podido compartir su pena con Noé. Pero ahora les temía más que en aquella primera velada maravillosa.

Aesoe los observaba.

Ella no quería ser otra golosina en el funeral del maran. Y no obstante, cómo le gustaba bucear en las profundidades de la cautela de Hoemei, emergiendo con la sonrisa ruborizada que él ocultaba. Con cuánto placer distendía su ceño fruncido. ¡Cómo necesitaba su sonrisa en ese momento!

Había amigos dispuestos a cuidarla y a celebrar el nacimiento con ella, pero Kathein quería a su familia y, si no podía tenerla, prefería estar a solas. Llegó la primera contracción, casi imperceptible. El bebé se movió.

Estoy sola,
pensó, y giró la llave que accionaba una campanilla en las habitaciones de los sirvientes. Aquello era un lujo inútil. Una cuerda y una campana producían el mismo resultado, y no necesitaban ninguna extraña fuente de electrones.

Yar apareció en la entrada de piedra.

—¿Ha llamado? —Se la veía incómoda. Era una joven de la guardería que aún no parecía acostumbrarse a su buena fortuna. Vivía con un muchacho que Kathein había escogido para ella. Eran amantes y constituían el núcleo de una nueva familia. Ambos servían a Kathein mientras completaban sus estudios de física.

—¿Qué podemos hacer para que mi cabello luzca hermoso?

—¿Ha decidido verle? —preguntó Yar con entusiasmo, aunque estaba más interesada en las lecciones sobre impulso mecánico y relámpagos, las cuales siempre acompañaban el momento del peinado.

—No. Es para mí. Si Hoemei viene tendrás que cumplir con tu deber y enviarlo de vuelta a casa.

—¡Estaré tan asustada que no creo que sea ningún obstáculo para él!

—Puedes decirle lo malvado que ha sido.

Yar emitió una risita.

—O podría extender mis flacos brazos para impedirle el paso. Mejor me dedico a hornear galletas de lombrices dulces. ¿Cómo quiere que la peine?

Kathein fue hasta el espejo y se sentó frente a él, pero de pronto lanzó una exclamación y se aferró al brazo del sillón.

—¡Señora! —gritó Yar.

—Está bien. Han comenzado los dolores del parto. Ya pasará.

—Acuéstese.

—No. Mi cabello es importante —dijo con obstinación, como si le ordenara al mundo que siguiese los planes que ella había trazado.

Pero las contracciones no cedieron. Por el contrario, cada vez eran más persistentes.

—Han pasado —dijo Kathein—. Ahora nos ocuparemos de mi cabello.

—No han pasado. He visto cómo las máquinas daban a luz en la guardería. Traeré a la partera. Vaya a la cama.

—No.

—Por favor —dijo Yar mientras tironeaba a su ama.

Kathein consideró la situación y suspiró. Así que había llegado. Ahora no tendría forma de recibir a Hoemei. Bendito el Dios de los Cielos por aquella interferencia. Lentamente y con gran dificultad, ayudada por Yar, bajó la escalera hasta la cocina.

—Busca a Reimone. Dile que consiga un palanquín. Que un Ivieth lo traiga hasta aquí. Me reuniré con ellos en el camino.

—¡Debería permanecer aquí! ¡La partera puede venir a casa!

—Niña —dijo Kathein con fastidio—. ¡Tendré al bebé yo sola! Ahora haz lo que te digo.

Yar la miró consternada y luego se marchó a toda prisa. Kathein reunió un poco de agua y alimentos, unos pañales de franela, fósforos, una antorcha, un cuchillo, cordel, un poco de tiza amarilla y el incienso de los vientres Kaiel. Enrolló todos los enseres en una manta que luego colocó en un arnés que pendía de su frente. Yar la siguió con el bulto hasta que se encontraron con Reimone, quien regresaba con los portadores Ivieth.

—No mencionéis esto a nadie —les advirtió desde la ventana del palanquín. El vehículo se meció un poco mientras los Ivieth acomodaban la carga. Con el dedo, Kathein trazó el círculo que era la señal de Dios, mientras Yar y Reimone hacían lo mismo.

—¡Que Dios esté con usted en el primer llanto del bebé! —dijo Yar mientras su ama desaparecía camino abajo, en la penumbra del atardecer.

Cuando los dos Ivieth llegaron a su destino, Stgi y Toe, las dos estrellas más brillantes de Geta, se estaban elevando. Aferrada a las varas de su silla decorada, Kathein había completado otro ciclo de contracciones. Unas esferas bioluminosas brillaban en las ventanas de los edificios que, en un círculo cerrado, rodeaban la colina sagrada.

En algunas ventanas titilaban las lámparas. Kathein temblaba y no estaba segura de poder caminar, pero habituado a la obediencia, su cuerpo siguió su voluntad. Después de levantarse y acomodarse el arnés sobre la frente, despidió a los robustos portadores Ivieth dándoles una moneda.

Sólo cuando estuvo a solas Kathein encontró las fuerzas suficientes para acercarse al arco puntiagudo que atravesaba el muro de casas que rodeaban la colina. Cuando hubo traspuesto el perímetro, ya no hubo más luz ni vida con excepción de las estrellas y el extraño aguijón de luz que surcaba la noche. La cuidad de Kaiel-hontokae había desaparecido abruptamente.

Kathein no tenía miedo. Conocía de memoria las catacumbas de las Tumbas de los Infortunados, y no se acobardaba ante su mala reputación. Dentro de los muros sellados se encontró el instrumento que estaba estudiando con obsesión, junto con los cristales que según siempre había creído, guardaban la Voz de Dios.

Había cuatro entradas ovaladas a las catacumbas, y una mostraba un agujero donde se había caído un sector del techo. Con dificultad, Kathein se dirigió a la abertura negra que los Salmos denominaban la Boca de la Muerte Meridional. Necesitaba una antorcha, y tuvo que desempaquetar su carga para extraerla. El esfuerzo precipitó un nuevo ciclo de contracciones. Kathein se detuvo y se arrodilló en el suelo, con las piernas separadas, gimiendo en medio de la soledad, y suplicó a su bebé que aguardase.

Dios se elevó sobre el muro meridional, y ella lo observó con la respiración agitada. Él recorría Su Cielo y le infundía el temor reverente que siempre habían experimentado los getaneses cuando se encontraban en presencia de su Dios. Las contracciones se tornaron más prolongadas, y sólo cedieron mientras Él se ponía en el horizonte occidental junto a la oscura pero creciente Luna Adusta.

Kathein encendió su antorcha. Tenía que darse prisa. Arrastró su pesado cuerpo a través de los túneles macabros. No se conocía una estructura arquitectónica más antigua. Kathein opinaba que este laberinto de pasadizos no había sido creado por los humanos sino por el mismo Dios, en una época en la cual Él todavía hablaba al hombre. Sabía que las cavernas fueron excavadas por un instrumento o por un calor más ardiente que cualquier fuego que pudiera crear cualquiera de sus mejores ceramistas. Una marca de fusión, del grosor de un dedo, recorría los muros. Allí había una excelente evidencia de que la roca había sido gasificada.

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