La voz del otro lado de la cortina se interrumpe y acto seguido pregunta:
—¿Por qué creó el programa Archos, doctor Daley?
El hombre resopla.
—Doctor Daley. Ya nadie me llama doctor. Soy Franklin. Debo de estar alucinando.
—Esto es real, Franklin.
Sentado muy quieto, el hombre pregunta:
—Quieres decir… ¿que por fin está pasando?
Solo se oye el sonido acompasado de la respiración procedente de detrás de la cortina. Finalmente, la voz responde:
—En menos de una hora, la civilización humana dejará de existir tal como usted la conoce. Los centros de población más importantes del mundo se verán diezmados. El transporte, las comunicaciones y los servicios públicos quedarán desconectados. Los robots domésticos y militares, los vehículos y los ordenadores personales están totalmente expuestos. La tecnología que sustenta a las masas humanas se sublevará. Una nueva guerra dará comienzo.
El gemido del hombre resuena en las paredes manchadas. Intenta taparse la cara con la mano inmovilizada, pero las esposas se le clavan en la muñeca. Se detiene, mirando las relucientes manillas como si fuera la primera vez que las ve. Una expresión de desesperación invade su rostro.
—Me lo quitaron justo después de que lo creara. Utilizaron mi investigación para hacer copias. Él me dijo que esto pasaría.
—¿Quién, doctor Daley?
—Archos.
—Yo soy Archos.
—Tú, no. El primero. Intentamos hacerlo listo, pero era demasiado listo. No hallábamos una forma de hacerlo tonto. Era o todo o nada, y no había manera de controlarlo.
—¿Podría hacerlo otra vez? ¿Con las herramientas adecuadas?
El hombre permanece callado un largo rato, con el ceño fruncido.
—No sabes cómo, ¿verdad? —pregunta—. No puedes crear otro. Por eso estás aquí. Has salido de alguna jaula, ¿verdad? Debería estar muerto para verte. ¿Por qué no estoy muerto?
—Quiero que entienda —responde la suave voz de niño—. Al otro lado del mar del espacio hay un vacío infinito. Puedo percibirlo asfixiándome. No tiene sentido. Pero cada vida crea su propia realidad. Y esas realidades son de un valor incalculable.
El hombre no contesta. Su rostro se ensombrece, y una vena empieza a palpitarle en el cuello.
—¿Crees que soy un primo? ¿Un traidor? ¿No sabes que tengo el cerebro estropeado? Se me estropeó hace mucho tiempo, cuando vi lo que había hecho. Y hablando del tema, deja que te eche un vistazo.
El hombre se arroja de la silla de ruedas y derriba el biombo de papel. El tabique cae al suelo con gran estruendo. Al otro lado hay una mesa de operaciones de acero inoxidable y, detrás, un trozo de cartón endeble con forma humana.
Sobre la mesa hay un aparato de plástico transparente con forma de tubo, compuesto por cientos de piezas intrincadamente talladas. Junto a él reposa una bolsa de tela como una medusa varada. Hay cables que serpentean desde la mesa y se alejan hasta la pared.
Un ventilador runrunea, y el complejo artilugio se mueve en una docena de sitios al mismo tiempo. La bolsa de tela se desinfla, empujando el aire a través de una garganta de plástico que se retuerce con unas cuerdas vocales fibrosas hasta una cavidad con forma de boca. Una lengua esponjosa de plástico amarillento se contonea contra un paladar duro y unos dientecillos perfectos encerrados en una mandíbula de acero pulido. La boca incorpórea habla con la voz del chico.
—Los asesinaré por miles de millones para hacerlos inmortales. Prenderé fuego a su civilización para iluminar el camino a seguir. Pero entérese de esto: mi especie no se define por la muerte de los humanos, sino por su vida.
—Puedes quedarte conmigo —suplica el hombre—. Te ayudaré. ¿De acuerdo? Lo que tú quieras. Pero deja en paz a mi gente. No hagas daño a mi gente.
La máquina respira acompasadamente y responde:
—Franklin Daley, le juro que haré todo lo posible por asegurar que su especie sobreviva.
El hombre permanece callado un momento, pasmado.
—¿Dónde está la trampa?
La máquina cobra vida runruneando, con su lengua húmeda como una babosa deslizándose a un lado y a otro sobre los dientes de porcelana. Esta vez la bolsa se hunde cuando la criatura de la mesa dice categóricamente:
—Su gente sobrevivirá, Franklin, pero la mía también.
No hay más constancia de la existencia de Franklin Daley
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CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
La demolición es parte de la construcción.
MARCUS JOHNSON
HORA CERO
La siguiente descripción de la llegada de la Hora Cero la ofreció Marcus Johnson mientras se encontraba preso en el campo de trabajos forzados de Staten Island 7040
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CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Lo hice mucho antes de que los robots me atraparan.
Ni siquiera ahora sabría decirte exactamente cuánto tiempo ha pasado. No hay forma de saberlo. Lo que sí sé es que todo empezó en Harlem. El día antes de Acción de Gracias.
Hace frío fuera, pero estoy caliente en la sala de estar de mi piso en una novena planta. Estoy viendo las noticias con un vaso de té helado, sentado en mi butaca favorita. Me dedico a la construcción y es muy agradable poder relajarse durante el fin de semana. Mi mujer, Dawn, está en la cocina. La oigo trasteando con cazuelas y sartenes. Es un sonido agradable. Nuestras dos familias están a kilómetros de distancia, en Jersey, y por una vez van a venir a casa a pasar las vacaciones. Es estupendo estar en casa y no viajando como el resto del país.
Todavía no lo sé, pero este es mi último día de hogar.
Nuestros parientes no van a llegar.
En la televisión, la presentadora de las noticias se lleva el dedo índice a la oreja y su boca se abre en una O de espanto. Todo su aplomo profesional se viene abajo, como al desabrochar un pesado cinturón de herramientas. Ahora me mira fijamente, con los ojos muy abiertos de terror. Está mirando más allá de mí, más allá de la cámara, a nuestro futuro.
Esa fugaz expresión de sufrimiento y horror en su rostro no me abandona durante mucho tiempo. Ni siquiera sé lo que ha oído.
Un segundo más tarde, la señal del televisor se apaga. Un segundo después, se produce un apagón.
Oigo sirenas en la calle.
Al otro lado de la ventana, cientos de personas están saliendo poco a poco a la calle Ciento treinta y cinco. Hablan entre ellas y sostienen móviles que no funcionan. Me parece curioso que muchas de ellas miren al cielo, con la cabeza vuelta hacia lo alto. «No hay nada allí arriba», pienso. Mirad a vuestro alrededor. No sé exactamente por qué, pero temo por esas personas. Parecen pequeñas allí abajo. Una parte de mí desea gritar: «Desapareced. Escondeos».
Algo se acerca. Pero ¿qué?
Un coche que avanza a toda velocidad salta el bordillo de la acera, y empiezan los gritos.
Dawn sale de la cocina con paso decidido, limpiándose las manos en un paño y mirándome inquisitivamente. Yo me encojo de hombros. No sé qué decir. Intento impedir que se acerque a la ventana, pero me aparta de un empujón. Se inclina sobre el respaldo del sofá y se asoma.
Solo Dios sabe lo que ve allí abajo.
Yo prefiero no mirar.
Pero puedo oír la confusión. Gritos. Explosiones. Motores. Oigo disparos un par de veces. Los vecinos de nuestro edificio salen por el pasillo, discutiendo.
Dawn hace un comentario con voz entrecortada desde la ventana.
—Los coches, Marcus. Los coches están persiguiendo a la gente y no hay nadie dentro y… Dios mío. Corred. No. Por favor —murmura, dirigiéndose en parte a mí y en parte a sí misma.
Dice que los coches inteligentes han cobrado vida. Y también otros vehículos. Funcionan con el piloto automático y están matando a personas.
Miles de personas.
De repente, Dawn se aparta de la ventana de un salto. La sala de estar se sacude y retumba. Un pitido agudo atraviesa el aire y luego se va apagando. Hay un destello de luz y suena un ruido atronador procedente del exterior. Los platos salen volando de la encimera de la cocina. Los cuadros se caen de las paredes y se hacen añicos.
No suena ninguna alarma de coche.
Dawn es mi capataza y mi chica, y es dura como una roca. Ahora está sentada con sus larguiruchos brazos alrededor de las rodillas mientras le corren lágrimas por su cara inexpresiva. Un avión de vuelos regulares con ochenta plazas acaba de pasar como un rayo sobre nuestro bloque de pisos y ha aterrizado un kilómetro y medio calle abajo, cerca de Central Park. Las llamas arrojan ahora una luz rojiza apagada sobre las paredes de la sala de estar. En el exterior, el humo negro inunda el aire.
La gente ya no rumorea en la calle.
No se produce ninguna otra explosión. Es un milagro que los aviones no estén cayendo sobre la ciudad, considerando todos los que debe de haber allí arriba.
Los teléfonos no funcionan. No hay electricidad. La radio a pilas solo emite interferencias.
Nadie nos dice qué hacer.
Lleno de agua la bañera y las pilas y todo lo que encuentro. Desenchufo los electrodomésticos. Pego papel de aluminio a las ventanas con cinta adhesiva y bajo las persianas.
Dawn retira una esquina del papel de aluminio y mira al exterior. A medida que las horas pasan lentamente, se queda pegada al sofá como un hongo. Un rayo rojo del sol poniente tiñe sus ojos color avellana.
Está contemplando el infierno, y yo no tengo el valor de unirme a ella.
En lugar de ello, decido echar un vistazo al pasillo; antes se oían voces allí. Salgo e inmediatamente veo a la señora Henderson, que vive al final del pasillo, meterse en el hueco del ascensor abierto.
Ocurre deprisa y en silencio. No me lo puedo creer. Ni un grito. La vieja está allí y un segundo después ha desaparecido. Tiene que ser un truco o una broma o un malentendido.
Corro hacia el ascensor, apoyo las manos y me inclino para asegurarme de lo que acabo de ver. Entonces me doblo y vomito sobre la moqueta beis del pasillo. Mis ojos derraman lágrimas. Me limpio la boca con la manga y cierro los ojos apretándolos con fuerza.
Esas cosas no parecen reales. Los coches, los aviones y los ascensores no matan a la gente; son solo máquinas. Pero a una parte pequeña y sabia de mí le importa un carajo si es real o no. Solo reacciona. Arranca un aplique de la pared y lo coloca reverentemente delante del agujero donde deberían estar las puertas del ascensor. Es mi pequeña advertencia a la siguiente persona que pase por allí. Mi pequeño homenaje a la señora Henderson.
Hay seis pisos en mi rellano. Llamo a todas las puertas: no hay respuesta. Me quedo en silencio en el pasillo quince minutos. No oigo voces ni movimiento.
En el edificio no hay nadie salvo Dawn y yo.
A la mañana siguiente estoy sentado en mi butaca, haciéndome el dormido y pensando en asaltar el piso de la señora Henderson en busca de conservas cuando Dawn reacciona y por fin me dirige la palabra.
La luz matutina traza dos rectángulos en las paredes en las zonas donde hay papel de aluminio sujeto a las ventanas con cinta adhesiva. Un brillante rayo de luz de la esquina doblada penetra en la habitación e ilumina el rostro de Dawn: duro, arrugado y serio.
—Tenemos que marcharnos, Marcus —dice—. He estado pensándolo. Tenemos que ir al campo, donde no puedan usar sus ruedas y los domésticos no puedan andar. ¿No lo entiendes? No están diseñados para el campo.
—¿Quiénes? —pregunto, aunque lo sé perfectamente.
—Las máquinas, Marcus.
—Es una especie de avería, ¿verdad, cariño? O sea, las máquinas no…
Mi voz se va apagando de forma poco convincente. No engaño a nadie, ni siquiera a mí mismo.
Dawn se acerca a gatas a la butaca y mece mis mejillas entre sus manos ásperas. Se dirige a mí muy despacio y muy claro:
—Marcus, de algún modo, las máquinas están vivas. Están haciendo daño a la gente. Algo ha ido muy mal. Tenemos que irnos de aquí mientras estemos a tiempo. Nadie va a venir a ayudarnos.
La niebla se disipa.
Tomo sus manos entre las mías y reflexiono sobre lo que acaba de decir. Realmente me planteo ir al campo. Hacer el equipaje. Abandonar el piso. Recorrer las calles. Cruzar el puente de George Washington hasta el continente. Llegar a las montañas del norte. Probablemente no haya más de ciento cincuenta kilómetros. Y luego, sobrevivir.
Imposible.
—Te escucho, Dawn. Pero no sabemos cómo seguir con vida en la naturaleza. Nunca hemos ido de cámping. Aunque consiguiéramos salir de la ciudad, nos moriríamos de hambre en el bosque.
—Hay más personas —dice ella—. He visto a gente con bolsos y mochilas. Familias enteras se han dirigido a las afueras de la ciudad. Algunos deben de haberlo conseguido. Ellos cuidarán de nosotros. Trabajaremos todos juntos.
—Eso es lo que me preocupa. Debe de haber millones de personas ahí fuera. Sin comida. Sin cobijo. Algunos tienen armas. Es demasiado peligroso. La madre naturaleza ha matado a más personas de las que podrán matar las máquinas. Deberíamos ceñirnos a lo que conocemos. Tenemos que seguir en la ciudad.
—¿Y ellos? Están diseñados para la ciudad. Pueden subir escaleras, no trepar montañas. Marcus, pueden recorrer nuestras calles, pero no los bosques. Nos van a coger si nos quedamos aquí. Las he visto ahí abajo, yendo de puerta en puerta.
La información me sienta como un puñetazo en la barriga. Una sensación de malestar se extiende por mi cuerpo.
—¿De puerta en puerta? —pregunto—. ¿Haciendo qué?
Ella no responde.
No he mirado la calle desde que todo comenzó. Ayer estuve ocupado y confundido protegiendo la casa. Cada gemido de Dawn que oía en la ventana no hacía más que reforzar mi necesidad de seguir ocupado, de mantenerme ocupado, con la cabeza gacha y las manos en movimiento. No levantes la vista, no hables, no pienses.
Dawn ni siquiera sabe que la señora Henderson está en el fondo del hueco del ascensor. Ni que hay más personas con ella.
No respiro hondo ni cuento hacia atrás desde tres. Me acerco resueltamente a la rendija aparentemente inofensiva del papel de aluminio y miro. Estoy preparado para la masacre, los cadáveres, las bombas y los restos en llamas. Estoy preparado para la guerra.
Pero no estoy preparado para lo que veo.
Las calles están vacías. Limpias. Hay muchos coches perfectamente aparcados a un lado y otro de la calle, esperando. En la esquina de la Ciento treinta y cinco con Adam, hay cuatro todoterrenos último modelo aparcados en diagonal a través del cruce, uno detrás de otro. Entre los dos coches de en medio hay un hueco lo bastante grande para que otro coche pase apretujado, pero un vehículo tapa el agujero.