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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

Robopocalipsis (14 page)

BOOK: Robopocalipsis
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Todo parece un poco raro. Hay un montón de ropa tirada en mitad de la acera. Un quiosco ha sido desplazado de sitio. Un golden retriever corre calle arriba dando grandes zancadas, arrastrando la correa. El perro se detiene y olfatea una extraña zona descolorida de la acera, y acto seguido se aleja con la cabeza gacha.

—¿Dónde está la gente? —pregunto.

Dawn se seca los ojos irritados con el dorso de la mano.

—Lo limpian, Marcus. Cuando los coches atropellan a alguien, los caminantes vienen y se los llevan a rastras. Es todo muy limpio.

—¿Los robots domésticos? ¿Los que tienen los ricos? Pero si son ridículos. Apenas pueden caminar con esos pies planos. Ni siquiera pueden correr.

—Sí, ya lo sé. Tardan una eternidad, pero pueden llevar armas. Y a veces vienen robots policía, los que tienen orugas y desactivan bombas. Son lentos pero fuertes. Los camiones de la basura…

—Déjame echar un vistazo. Encontraremos una solución, ¿vale?

Observo las calles durante el resto del segundo día. La manzana parece tranquila sin el caos de la ciudad que la recorra como un tornado cotidiano. La vida del barrio está suspendida.

O tal vez se ha terminado.

El humo del accidente de avión todavía flota en el aire. Dentro del edificio del otro lado de la calle, veo a una anciana y a su marido entre la bruma borrosa. Están mirando fijamente la calle por las ventanas, como fantasmas.

A media tarde, lo que parece un helicóptero de juguete pasa junto a nuestro edificio a unos diez metros del suelo. Es del tamaño de una caseta de perro y vuela despacio y con un objetivo. Vislumbro un extraño artilugio que cuelga de su parte inferior. Luego desaparece.

Al otro lado de la calle, el anciano corre las cortinas de un tirón.

Listo.

Una hora más tarde, un coche se detiene al otro lado de la calle, y el corazón me sube a la garganta. «Un ser humano», pienso. Por fin alguien podrá decirnos qué está pasando. Gracias, Dios.

Entonces palidezco y me quedo paralizado. Dos robots domésticos salen del vehículo. Se dirigen a la parte de atrás del todoterreno sobre sus piernas baratas y temblorosas. El portón trasero se abre, y los dos caminantes introducen los brazos y sacan un robot antibombas de color gris apagado. Colocan el robot achaparrado sobre la calzada. La máquina gira un poco sobre sus orugas, calibrándose. El destello de su escopeta negro azabache me provoca un escalofrío: el arma parece práctica, como cualquier otra herramienta diseñada para realizar una tarea muy concreta.

Sin mirarse entre ellos, los tres robots entran dando traspiés y rodando por la puerta principal del edificio situado al otro lado de la calle.

«Ni siquiera está cerrada con llave», pienso. Su puerta ni siquiera está cerrada. Y la mía tampoco.

Los robots no pueden estar eligiendo las puertas al azar. A estas alturas muchas personas han huido. Y más personas aún ya estaban fuera de la ciudad para pasar el día de Acción de Gracias. Demasiadas puertas y demasiados pocos robots: un simple problema de ingeniería.

Mi mente vuelve sobre el curioso helicóptero pequeño. Pienso que tal vez volaba por un motivo. Como si estuviera registrando las ventanas, buscando personas.

Me alegro de haber protegido las ventanas. No tengo ni idea de por qué decidí colocar papel de aluminio. A lo mejor porque no quería que el más mínimo horror del exterior se colara en mi refugio. Pero el papel de aluminio impide por completo que la luz entre del exterior. Es evidente que también oculta la luz que sale del interior.

Y lo que es más importante, el calor.

Una hora más tarde, los robots salen del edificio del otro lado de la calle. El robot antibombas arrastra dos bolsas detrás de él. Los domésticos cargan las bolsas y al otro robot en el coche. Antes de marcharse, uno de los caminantes se queda inmóvil. Es un voluminoso doméstico con una inquietante gran sonrisa permanentemente esculpida en la cara. Un Big Happy. Se detiene junto al coche y gira la cabeza a la izquierda y a la derecha, registrando la calle vacía en busca de movimiento. La criatura permanece totalmente quieta durante unos treinta segundos. No me muevo, ni respiro, ni parpadeo.

No vuelvo a ver a la pareja de ancianos.

Esa noche, los observadores pasan volando aproximadamente una vez cada hora. El suave «fap, fap» de sus rotores penetra en mis pesadillas. Mi cerebro está atrapado en un bucle interminable, pensando febrilmente cómo sobrevivir a esta situación.

Aparte de unos edificios dañados, la mayoría de la ciudad parece intacta. Calles lisas y asfaltadas. Puertas que se abren y se cierran suavemente. Escaleras o rampas para sillas de ruedas. Se me ocurre una idea.

Despierto a Dawn y le susurro:

—Tienes razón, cielo. Lo mantienen todo limpio para poder funcionar en la ciudad, pero podemos ponérselo difícil. Difícil. Ensuciar las calles para que no puedan moverse. Volar algunos edificios.

Dawn se incorpora. Me mira con incredulidad.

—¿Quieres destruir nuestra ciudad?

—Ya no es nuestra ciudad, Dawn.

—Las máquinas están allí abajo, destrozando todo lo que hemos construido. Todo lo que tú has construido. ¿Y ahora quieres ir a hacerles el trabajo?

Le coloco la mano en el hombro. Ella es fuerte y cálida. Mi respuesta es simple:

—La demolición es parte de la construcción.

Empiezo por nuestro edificio.

Utilizando una almádena, perforo las paredes de los pisos de al lado. Abro los agujeros a la altura de la cintura para no tocar las tomas eléctricas y evitar cocinas y cuartos de baño. No hay tiempo para averiguar cuáles son los muros de carga, de modo que me dejo llevar por la intuición y confío en que un agujero no derribe el techo.

Dawn recoge comida y herramientas de los pisos vacíos. Yo saco a rastras los muebles pesados al pasillo y levanto barricadas en las puertas desde dentro. Metiéndonos por los agujeros podemos explorar libremente toda la planta.

En el vestíbulo, derribo todo lo que veo y amontono los escombros delante de la puerta principal. Hago pedazos el ascensor, las plantas y la recepción. Las paredes, los espejos y la araña de luces. Todo se derrumba y forma un montón de escombros.

Ah, y cierro con llave la entrada principal. Por si sirve de algo.

Encuentro a un par de personas en otras plantas del edificio, pero me gritan a través de las puertas de sus casas y se niegan a salir. En la mayoría de las puertas a las que llamo no obtengo respuesta.

Entonces llega el momento de dar el siguiente paso.

Salgo a pie al amanecer, deslizándome de portal en portal. Los coches último modelo aparcados por el barrio no se fijan en mí si me mantengo fuera de su línea de visión. Siempre procuro que haya un banco de una parada de autobús, una farola o un quiosco entre los coches y yo.

Y desde luego no me bajo de la acera.

Encuentro el equipo de demolición donde lo dejé hace tres días, antes de que empezara la Nueva Guerra. Está intacta en el cuarto interior de mi lugar de trabajo, a solo unas pocas manzanas de donde vivimos. Llevo el equipo a casa y hago un segundo viaje al atardecer, cuando la luz es más engañosa. Los robots domésticos pueden ver perfectamente en la oscuridad y no tienen que dormir, así que supongo que no voy a ganar nada yendo de noche.

En el primer viaje, me enrollo cable detonante alrededor del antebrazo y luego me lo echo por encima de la cabeza y lo llevo como si fuera una bandolera. El cable es largo, flexible y de un femenino color rosa. Puedes enrollarlo cinco veces alrededor de un poste telefónico de madera para volarlo por la mitad. Quince veces para lanzar el poste seis metros por los aires y llenar la zona de astillas.

Pero, por lo general, el cable detonante es un material muy estable.

En el siguiente viaje, lleno una bolsa de lona de paquetes de cápsulas explosivas del tamaño de cajas de zapatos. Diez por caja. Y cojo el detonador. Por si acaso, me llevo las gafas de seguridad y las orejeras.

Voy a volar el edificio del otro lado de la calle.

Con la ayuda de la almádena, me aseguro de que no haya nadie escondido en las tres plantas superiores. Los robots ya han fijado el lugar como objetivo y lo han limpiado. Nada de sangre. Nada de cadáveres. Solo esa espeluznante pulcritud. La falta de desorden me asusta. Me recuerda los cuentos de fantasmas en los que unos exploradores se encuentran ciudades vacías en cuyas mesas hay platos con puré de patata todavía caliente.

La inquietante sensación me impulsa a moverme de forma rápida y metódica mientras lanzo conservas en una sábana que arrastro por los pasillos oscuros.

Coloco unos cuantos cables detonantes en el tejado. No me acerco al depósito de agua. En la planta superior, bordeo las paredes de más pisos con más cable y dejó unas cuantas cápsulas explosivas. Me mantengo alejado de la estructura central del edificio. No quiero derribarlo todo, solo hacer daños superficiales.

Trabajo solo y en silencio y voy rápido. Normalmente, mi equipo se pasaría meses forrando las paredes con fieltro sintético geotextil para que amortiguara los fragmentos que salieran volando. Todas las explosiones arrojan pedazos de metal y hormigón a distancias sorprendentes. Pero esta vez me interesan los escombros. Quiero que dañen los edificios cercanos, que los destrocen y revienten sus ventanas. Quiero abrir agujeros en los muros. Excavar los pisos y dejarlos como cuencas oculares vacías.

Finalmente, cruzo la calle a toda velocidad y entro por la puerta abierta del aparcamiento de mi edificio. La persiana de metal enrollable está arrancada desde el primer día, cuando los coches inteligentes salieron del garaje. La puerta cuelga como una costra a punto de caerse. Dentro solo hay coches antiguos y oscuridad. Con el detonador en la mano, me introduzco en el garaje sigilosamente, doblando la distancia porque no he guardado las precauciones de seguridad habituales.

Solo hace falta un pedazo de hormigón del tamaño de un puño para convertirte la cabeza en un plato de espaguetis al casco.

Encuentro a Dawn esperando dentro del garaje. Ella también ha estado ocupada.

Neumáticos.

Neumáticos en montones de cinco. Ha hecho una incursión en el garaje y ha encontrado los coches antiguos allí abajo. Les ha quitado los neumáticos y los ha acercado a la puerta.

Huele raro, como a gasolina.

De repente lo entiendo.

Cobertura.

Dawn me mira, arquea las cejas y rocía un neumático de gasolina.

—Yo lo enciendo y tú lo haces rodar —indica.

—Eres un genio —digo.

Sus ojos intentan sonreír, pero la fina línea de su boca parece haber sido labrada en piedra.

Hacemos rodar una docena de neumáticos en llamas desde la seguridad del garaje hasta la calle. Las ruedas se caen y arden, lanzando volutas de humo encubridor por el aire. Escuchamos desde la oscuridad a un sedán que se acerca despacio. Se para delante de los neumáticos, tal vez pensando en cómo rodearlos.

Nos adentramos más en el garaje.

Sostengo el detonador y lo pongo en modo de seguridad. Una brillante luz roja aparece ante mí en la oscuridad del garaje. Con el pulgar, tanteo el frío interruptor metálico. Rodeo a Dawn con un brazo, le planto un beso en la mejilla y acciono el interruptor.

Oímos un estridente ruido seco al otro lado de la calle, y el suelo se sacude bajo nuestros pies. Un crujido resuena por la cueva oscura del garaje. Aguardamos cinco minutos en la oscuridad, escuchando respirar al otro. Entonces nos acercamos con paso resuelto a la entrada en pendiente, cogidos de la mano, hacia la puerta del garaje destrozada. Una vez en lo alto, miramos a través de la puerta rota y parpadeamos contra la luz del sol.

Contemplamos la nueva cara de la ciudad.

El tejado del otro lado de la calle está echando humo. Miles de cristales se han hecho añicos y han caído sobre el asfalto, donde ahora forman una capa crujiente, como escamas de pez. El suelo está lleno de cascotes, y toda la fachada de nuestro edificio ha quedado cubierta de cráteres y salpicada de arena. Las señales de tráfico y las farolas están tiradas a través de la calle. Trozos de calzada, ladrillos y mortero, gruesos cables negros, montones de tuberías, bolas retorcidas de hierro fundido y toneladas de escombros irreconocibles se amontonan allí donde miramos.

El sedán sigue aparcado cerca de los neumáticos en llamas. Ha quedado aplastado debajo de un pedazo de hormigón con forma de pastel, cuyas barras de refuerzo sobresalen como una fractura complicada.

Los asfixiantes rizos negros del humo de los neumáticos nublan el aire y cubren el cielo.

Y el polvo. En un trabajo normal, los bomberos regarían con mangueras el polvo. Sin ellos, el polvo se asienta en capas por todas partes como nieve sucia. No veo huellas de neumático, lo que me indica que no se han acercado coches… todavía. Dawn está haciendo rodar un neumático encendido hacia el cruce.

Me dirijo al centro de la calle dando traspiés por encima de los escombros y por un instante me siento como si, una vez más, la ciudad fuera mía. Doy una patada al lateral del coche destruido apoyando todo mi peso y dejo una abolladura del tamaño de una bota.

«Te pillé, hijo de puta. Tus amigos van a tener que aprender a trepar si quieren venir a por mí.»

Protegiéndome la boca con la manga, examino los daños de las fachadas de los edificios. Y me echo a reír. Me río en voz alta durante un buen rato. Mis carcajadas y gritos resuenan en los edificios, e incluso Dawn levanta la vista mientras hace rodar un neumático y me dedica una pequeña sonrisa.

Y entonces las veo. Personas. Solo media docena, saliendo a la luz de unos portales situados calle abajo. El vecindario no ha desaparecido. Solo estaba escondido. Las personas, mis vecinos, salen de una en una a la calle.

El viento barre el humo de intenso color negro por encima de nuestras cabezas. Pequeñas hogueras arden a uno y otro lado de la manzana. Hay escombros esparcidos por todas partes. Nuestro pequeño rincón de Estados Unidos parece una zona de guerra. Y nosotros parecemos los supervivientes de una película catastrófica. «Como tiene que ser», pienso.

—Escuchad —anuncio al andrajoso semicírculo de supervivientes—. No podemos quedarnos aquí fuera mucho tiempo. Las máquinas volverán. Intentarán limpiar esto, pero no se lo podemos permitir. Fueron construidas para este sitio, y no podemos tolerarlo. No podemos ponérselo fácil para que vengan a por nosotros. Tenemos que retrasarlas. Incluso detenerlas, si podemos.

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