Robopocalipsis (18 page)

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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Robopocalipsis
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Clic. Clic. Clic.

El punto llega a la planta superior y se detiene allí. Tengo los puños apretados. Me muerdo el labio tan fuerte que me empieza a sangrar. El punto permanece estable. Entonces comienza a descender a una velocidad vertiginosa. Conforme se acerca al suelo, vuelvo a oír ese extraño sonido. Es el ruido del ascensor al precipitarse hacia abajo a la velocidad de la gravedad. El ascensor expulsa una ráfaga de aire al pasillo mientras cae. Por debajo del aire, también puedo oír los gritos.

Clicliclicliclicliclic.

Me sobresalto. Pego la espalda a la pared y cierro los ojos. El ascensor pasa muy rápido, sacudiendo las paredes y haciendo parpadear los apliques.

Todo tiene una mente. La mente de una lámpara. La mente de una mesa. La mente de una máquina. Dentro de todas las cosas hay un alma, una mente que puede elegir hacer el bien o el mal. Y la mente del ascensor está empeñada en hacer el mal.

—Oh, no, no, no —digo gimoteando para mí—. Esto no es bueno. Nada bueno.

Me armo de valor, doblo la esquina corriendo y aprieto el botón del ascensor. Observo en el indicador de la pared cómo el punto rojo vuelve a subir de piso en piso. Hasta mi planta.

Clic. Clic. Bing. El ascensor llega. Las puertas se abren como el telón de un escenario.

—Definitivamente, no es bueno, Nomura —repito en voz alta.

Las paredes del ascensor están salpicadas de sangre y vísceras. Hay arañazos de uñas. Me estremezco al ver un par de dentaduras manchadas de sangre parcialmente incrustadas en la horquilla de la lámpara del techo, que proyectan extrañas sombras rojizas sobre todo lo que veo. Sin embargo, no hay cuerpos. Las manchas del suelo conducen a la puerta. Hay huellas de botas en la sangre, marcadas con el patrón de los robots humanoides domésticos que trabajan aquí.

—¿Qué has hecho, ascensor? —susurro.

«Bing», insiste él.

Detrás de mí, oigo el zumbido del tubo de vacío del montacargas, pero no puedo apartar la vista. No puedo evitar tratar de entender cómo ha ocurrido esta atrocidad. Noto una ráfaga de aire frío en la nuca cuando la puerta del pequeño montacargas se abre detrás de mí. Justo cuando me estoy volviendo, un voluminoso robot de correo se abalanza contra la parte posterior de mis piernas.

Me desplomo, desprevenido.

El robot de correo es simple: una caja beis prácticamente sin rasgos destacables del tamaño de una fotocopiadora. Normalmente entrega el correo a los residentes, discreto y silencioso. Desde el lugar del suelo donde estoy tumbado, me fijo en que su pequeña y redonda luz de intención no emite un brillo rojo ni azul ni verde; está apagada. Los neumáticos adherentes del robot de correo se aferran a la alfombra mientras el aparato me empuja hacia delante, en dirección a la boca abierta del ascensor.

Me arrodillo y tiro de la parte de delante del robot en un intento fallido por levantarme. El ojo negro con cámara situado en la parte frontal del robot de correo observa cómo forcejeo. «Bing», dice el ascensor. Las puertas se cierran unos centímetros y se abren, como una boca hambrienta.

Las rodillas me resbalan sobre la alfombra mientras empujo contra la máquina, dejando dos rayas arrugadas en la fina lanilla. Se me han caído las sandalias. El robot de correo es demasiado voluminoso y no hay nada a lo que agarrarse en su superficie de plástico lisa. Pido ayuda gimoteando, pero en el pasillo hay una quietud absoluta. Solo las lámparas me observan. Las puertas. Las paredes. No tienen nada que decir. Cómplices.

Mi pie cruza el umbral del ascensor. Presa del pánico, alargo la mano por encima del robot de correo y derribo las finas cajas de plástico que contienen cartas y pequeños paquetes. Los papeles caen sobre la alfombra y sobre los charcos de sangre del ascensor. Ahora puedo abrir el tablero de servicio situado en el bastidor delantero de la máquina. Pulso un botón a ciegas. La caja rodante sigue embistiéndome contra el ascensor. Con el brazo doblado en un ángulo imposible, mantengo apretado el botón con todas mis fuerzas.

Suplico al robot que pare. Siempre ha sido un buen trabajador. ¿Qué locura le ha dado?

Finalmente, la máquina deja de empujar. Se está reiniciando. La actividad durará aproximadamente diez segundos. El robot está bloqueando la puerta del ascensor. Trepo torpemente por encima de él. Clavada en la ancha y lisa parte trasera, hay una pantalla barata de LCD azul. Sus códigos hexadecimales parpadean mientras la máquina de reparto sigue paso a paso sus instrucciones de carga.

Algo extraño le ocurre a mi amigo. El robot tiene la mente enturbiada. Sé que no desea hacerme daño, del mismo modo que Mikiko tampoco lo desea. Simplemente está bajo los efectos de un hechizo maligno, una influencia externa. Veré lo que puedo hacer.

Manteniendo apretado un botón durante el reinicio, comienza el modo de diagnóstico. Examinando el código hexadecimal con un dedo, leo lo que está pasando por la mente de mi buen amigo. Entonces, pulsando un par de botones, pongo la máquina en un modo de reinicio alternativo.

Un modo a prueba de fallos.

Tumbado boca abajo sobre la máquina, miro con cuidado por encima del canto de la parte delantera. La luz de intención se enciende y emite un tenue brillo verde. Es muy buena señal, pero no hay tiempo. Me deslizo por la parte de atrás del robot, me coloco las sandalias y hago un gesto a la máquina.

—Sígueme, Yubin-kun —susurro.

Tras un segundo de desconcierto, la máquina obedece. El robot avanza zumbando mientras yo vuelvo corriendo por el pasillo a mi habitación. Debo regresar adonde Mikiko me espera dormitando. Detrás de mí, las puertas del ascensor se cierran de golpe. ¿Detecto ira en ellas?

Los altavoces suenan mientras recorremos el pasillo.

Uuuh. Uuuh.

—Atención —dice una agradable voz femenina—. Esto es una emergencia. Se ruega a todos los ocupantes que evacuen el edificio inmediatamente.

Doy una palmada en la espalda a mi nuevo amigo y sostengo la puerta mientras pasamos a mi habitación. Sin duda, uno no se puede fiar del aviso. Ahora lo entiendo. Las mentes de las máquinas han elegido el mal. Han dirigido su voluntad contra mí. Contra todos nosotros.

Mikiko está tumbada boca arriba, pesada e inerte. En el pasillo suenan sirenas y brillan luces. Aquí está todo listo. Tengo el cinturón portaherramientas abrochado. Una pequeña cantimplora cuelga de mi costado. Incluso me acuerdo de ponerme mi gorro de lana y de taparme bien las orejas con sus solapas.

Pero no me siento con valor para despertar a mi amada, para conectarla.

Las luces del edificio principal están ahora iluminadas al máximo, y esa voz agradable repite una y otra vez:

—Se ruega a todos los ocupantes que evacuen el edificio inmediatamente.

Pero estoy atrapado. No puedo dejar a Kiko, aunque es demasiado pesada para cargar con ella. Tendrá que andar sola. Pero me aterra lo que será de ella si la conecto. El mal que ha corrompido la mente del edificio podría propagarse. No soportaría ver que nubla sus ojos otra vez. No la dejaré, pero no puedo quedarme. Necesito ayuda.

Una vez que he tomado la decisión, le cierro los ojos con la palma de la mano.

—Por favor, ven aquí, Yubin-kun —susurro al robot de correo—. No podemos permitir que los malos hablen contigo, como hicieron con Mikiko. —La luz de intención de la robusta máquina beis parpadea—. Quédate muy quieto.

Y con un rápido movimiento del martillo, rompo el puerto infrarrojo que se usa para actualizar el diagnóstico de la máquina. Ahora ya no hay forma de alterar las instrucciones del robot a distancia.

—No ha sido tan terrible, ¿verdad? —pregunto a la máquina. Echo un vistazo adonde yace Mikiko con los ojos cerrados—. Yubin-kun, mi nuevo amigo, espero que hoy te sientas fuerte.

Levanto a Mikiko de la mesa de trabajo lanzando un gruñido y la coloco sobre el robot de correo. Construida para cargar con paquetes pesados, la sólida máquina no se ve afectada en lo más mínimo por el peso añadido. Simplemente me enfoca con su ojo con cámara, siguiéndome al abrir la puerta del pasillo.

En el exterior, veo una fila temblorosa de ancianos residentes. La puerta del hueco de la escalera se abre y, uno a uno, los residentes salen a la escalera. Mis vecinos son personas muy pacientes. Muy educadas.

Pero el alma del edificio ha enloquecido.

—Deteneos, deteneos —les digo.

Ellos no me hacen caso, como siempre. Evitando educadamente el contacto visual, siguen cruzando la puerta uno tras otro.

Seguido de cerca por mi leal Yubin-kun, llego a la puerta del hueco de la escalera justo antes de que la última mujer pueda cruzar. La luz de intención situada sobre la puerta me mira malhumoradamente emitiendo un destello amarillo.

—Señor Nomura —dice el edificio con una suave voz femenina—, por favor, espere su turno. Se ruega a la señora Kami que cruce la puerta.

—No entres —le digo a la anciana de la bata.

No puedo establecer contacto visual con ella. Le agarro suavemente el codo.

Lanzándome una mirada fulminante, la vieja aparta el codo de mi mano, me empuja al pasar y cruza la puerta. Justo antes de que la puerta se cierre de golpe detrás de ella, meto el pie en la rendija y vislumbro lo que hay dentro.

Es una pesadilla.

En medio de un caos de oscuridad y luces estroboscópicas intermitentes, docenas de vecinos se aplastan unos a otros amontonados en la escalera de hormigón. Los aspersores de emergencia expulsan agua, que convierte las escaleras en cascadas resbaladizas. La rejilla de ventilación funciona a pleno rendimiento, absorbiendo el aire frío del fondo del hueco en dirección a la parte superior. Los gemidos y gritos quedan ahogados por las chirriantes turbinas. La masa de brazos y piernas que se retuercen parece fundirse en mi visión hasta convertirse en una sola criatura que sufre lo indecible.

Aparto el pie y la puerta se cierra.

Estamos todos atrapados. Es cuestión de tiempo que los robots humanoides suban a esta planta. Cuando lleguen, seré incapaz de defenderme o de defender a Mikiko.

—Esto es muy pero muy malo, señor Nomura —susurro para mí.

Yubin-kun me mira haciendo parpadear una luz de intención amarilla. Mi amigo está receloso, como es razonable. Percibe que las cosas van mal.

—Señor Nomura —dice una voz—, si no quiere utilizar la escalera, le mandaremos un auxiliar para que le ayude. Quédese donde está. La ayuda está en camino.

Clic. Clic. Clic.

Mientras el ascensor sube, el punto rojo empieza su lenta ascensión desde la planta baja.

Veintidós segundos.

Me vuelvo hacia Yubin-kun. Mikiko está tumbada en lo alto de la caja beis, con su cabello moreno extendido. Miro su cara ligeramente sonriente. Es tan hermosa y pura… Sueña conmigo. Espera a que rompa ese hechizo perverso y la despierte. Algún día se levantará y se convertirá en mi reina.

Si tuviera más tiempo…

El clic seco y amenazador del ascensor interrumpe mi ensoñación. Soy un viejo inútil sin ideas. Tomo la mano flácida de Mikiko y me vuelvo para mirar las puertas del ascensor.

—Lo siento, Mikiko —susurro—. Lo he intentado, cariño. Pero ya no hay ningún sitio… ¡Ay!

Salto hacia atrás y me froto el pie en la zona por la que me ha pisado Yubin-kun. La luz de intención de la máquina parpadea frenéticamente. En la pared, el punto rojo llega a mi planta. Se me ha acabado el tiempo.

Bing.

Una ráfaga de aire frío sale del montacargas situado al otro lado del pasillo de los ascensores. La puerta se abre y veo una caja de acero dentro, un poco más grande que el robot de correo. Deslizándose con sus ruedas adherentes, Yubin-kun se mete en el estrecho hueco con Mikiko encima de él.

Hay suficiente espacio para mí.

Al entrar oigo que las puertas del ascensor principal se abren al otro lado del pasillo. Alzo la vista justo a tiempo para ver la sonrisa de plástico del doméstico Big Happy que se encuentra dentro del ascensor cubierto de sangre. Hilillos de líquido rojo decoran su carcasa. Su cabeza se gira a un lado y al otro, escudriñando.

La cabeza se detiene, y me acechan sus inanimados ojos con cámaras.

Entonces la puerta del montacargas se cierra. Justo antes de que el suelo descienda debajo de mí, dedico unas palabras a mi nuevo compañero.

—Gracias, Yubin-kun —digo—. Estoy en deuda contigo, amigo mío.

Yubin-kun fue el primero de los compañeros de armas de Takeo. Durante los terribles meses que siguieron a la Hora Cero, Takeo encontraría muchos más amigos dispuestos a colaborar con su causa
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

6.
Avtomat

El día me va bastante bien. Especialista

PAUL BLANTON

HORA CERO

Tras la sesión del Congreso en torno al incidente del SYP, Paul Blanton fue acusado de negligencia y se acordó que fuera sometido a un consejo de guerra. Durante la Hora Cero, Paul se encontraba encerrado en una base de Afganistán. Esa insólita circunstancia permitió al joven soldado realizar una contribución de incalculable valor a la resistencia humana… y sobrevivir
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

En Oklahoma, mi padre solía decirme que si no me enderezaba y me comportaba como un hombre, acabaría muerto o en la cárcel. Lonnie Wayne tenía razón, y por eso acabé alistándome. Aun así, doy gracias a Dios por haber estado encerrado durante la Hora Cero.

Estoy tumbado en la litera de mi celda, con la espalda contra la pared de ladrillos de hormigón y las botas militares apoyadas en el retrete de acero. Tengo la cara cubierta con un trapo para evitar que me entre polvo en las fosas nasales. Llevo encarcelado desde que mi unidad SYP enloqueció y empezó a matar gente.

C’est la vie
. Es lo que dice mi compañero de celda, Jason Lee. Es un muchacho asiático corpulento con gafas que está haciendo abdominales en el suelo. Dice que lo hace para mantenerse en calor.

A mí no me va el ejercicio. Para mí, estos seis meses han significado la lectura de un montón de revistas. Mantenerse en calor equivale a dejarse barba.

Aburrido, desde luego, pero, a pesar de todo, el día me va bastante bien. Estoy leyendo detenidamente un número de hace cuatro meses de una revista del corazón estadounidense. Enterándome de que «las estrellas de cine son iguales que nosotros». Les gusta comer en restaurantes, ir de compras, llevar a sus hijos al parque… ese tipo de chorradas.

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