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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

Robopocalipsis (20 page)

BOOK: Robopocalipsis
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Me lanzo detrás de una lápida y me quedo tumbado bocabajo. Jabar también se ha puesto a cubierto a escasos metros de distancia. Me hace señas con un dedo; sus ojos marrones están llenos de urgencia bajo las cejas cubiertas de polvo.

Al seguir su mirada advierto una tumba parcialmente excavada. No se ve el arma centinela por ninguna parte. Oigo débilmente el sonido de cortacésped, «fap, fap, fap», de una unidad aérea que vuela bajo. Suena como una sentencia de muerte. Allí fuera, en alguna parte, el arma centinela está escudriñando una hilera tras otra de tumbas en busca de siluetas humanas o de algún movimiento.

Avanzando muy lentamente a gatas, llego a la tumba abierta. Jabar ya está tumbado dentro, con la cara surcada de sombras de los barrotes de la jaula. Me meto rodando, sujetándome el brazo herido.

Jabar y yo permanecemos tumbados boca arriba el uno al lado del otro en la tumba a medio excavar, esperando a que lleguen las armas centinela. El suelo está helado. La tierra arenosa está más dura que el suelo de cemento de mi celda. Noto cómo el calor va abandonando mi cuerpo.

—Tranquilo, Jabar —susurro—. Las unidades aéreas están siguiendo el procedimiento operativo habitual. Están buscando a gente que huya. Es una rutina de búsqueda y captura. Debería durar veinte minutos como máximo.

Jabar me mira frunciendo el ceño.

—Ya lo sé.

—Ah, vale. Perdona.

Nos acurrucamos el uno junto al otro, con los dientes castañeteando.

—Eh —dice Jabar.

—¿Sí?

—¿De verdad eres un soldado de Estados Unidos?

—Por supuesto. ¿Por qué si no iba a estar en la base?

—No he visto a ninguno. Al menos en persona.

—¿De verdad?

Jabar se encoge de hombros.

—Solo vemos a los de metal —dice—. Cuando los
avtomat
atacaron, nos unimos a ellos. Ahora mis amigos están muertos. Y creo que los tuyos también.

—¿Adónde vamos, Jabar?

—A las cuevas. Con mi gente.

—¿Son seguras?

—Para mí, sí. Para ti, no.

Me fijo en que Jabar sujeta la pistola con fuerza sobre el pecho. Es joven, pero no puedo olvidar que lleva mucho tiempo metido en esto.

—Entonces, ¿soy tu prisionero? —pregunto.

—Creo que sí.

Al mirar a través de los barrotes metálicos, veo que el liso cielo azul está manchado del humo negro que se eleva de la zona segura. Aparte de los soldados del callejón, no he visto a ningún estadounidense vivo desde que comenzó el ataque. Pienso en todos los tanques, unidades aéreas y armas centinela que deben de andar allí fuera, cazando a los supervivientes.

El brazo de Jabar tiene un tacto cálido, y me acuerdo de que no tengo ropa ni comida ni armas. Ni siquiera estoy seguro de que el ejército de Estados Unidos me permitiera tener un arma.

—Jabar, amigo mío —digo—. Puedo soportarlo.

Jabar y Paul Blanton escaparon con éxito hasta las escarpadas montañas de Afganistán. Al cabo de una semana, los archivos indican que la gente de la zona emprendió una serie de exitosas incursiones en posiciones de robots cuando las fuerzas tribales combinaron sus técnicas de supervivencia laboriosamente adquiridas con la experiencia técnica del especialista Blanton
.

Dos años más tarde, Paul usaría esa síntesis de sabiduría tribal y conocimientos técnicos para realizar un descubrimiento que cambiaría para siempre mi vida, la de mis compañeros y la de su propio padre, Lonnie Wayne Blanton
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

7.
Memento mori

Es un nombre curioso para un barco. ¿Qué significa?

ARRTRAD

HORA CERO

Después de la inquietante experiencia que vivió con su teléfono móvil, el hacker conocido como Lurker huyó de casa y buscó un lugar seguro en el que esconderse. No llegó muy lejos. Este relato del inicio de la Hora Cero en Londres ha sido reconstruido a partir de conversaciones grabadas entre Lurker y distintas personas que visitaron su centro de operaciones móvil durante los primeros años de la Nueva Guerra
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

—¿Vas a contestar, Lurker?

Miro a Arrtrad con repugnancia. Aquí está, a sus treinta y cinco años y sin enterarse de nada. El mundo se está acabando. El día del juicio final está encima de nosotros. Y Arrtrad, como se hace llamar en los canales de chat, está de pie frente a mí, con la nuez asomando bajo su débil barbilla, preguntándome si voy a contestar.

—¿Sabes lo que esto significa, Arrtrad?

—No, jefe. O sea, realmente no.

—Nadie llama a este teléfono, capullo. Nadie menos él. El motivo por el que huimos. El diablo de la máquina.

—¿Quieres decir que él es el que está llamando?

No me cabe la más mínima duda.

—Sí, es Archos. Nadie más ha localizado este puñetero número. Mi número.

—¿Eso significa que viene a por nosotros?

Miro el teléfono que vibra sobre nuestra mesita de madera. Está rodeado de un caos de papeles y lápices. Todos mis planes. En los viejos tiempos, ese teléfono y yo nos lo pasamos en grande. Hicimos muchas travesuras. Pero ahora me estremezco al verlo. No me deja dormir de noche, preguntándome qué hay al otro lado de la línea.

Se oye un chirrido de motores y la mesa se tambalea. Un lápiz se aleja rodando y cae al suelo.

—Malditas lanchas motoras —dice Arrtrad, agarrándose a la pared en busca de apoyo.

Nuestra casa flotante se mece a continuación. Solo es un pequeño barco de unos diez metros de eslora. Básicamente, una sala de estar con paneles de madera flotando a un metro del agua. Durante el último par de meses, yo he estado durmiendo en la cama y Arrtrad en la mesa plegable, con la estufa de leña como única fuente de calor.

Y mirando ese teléfono para estar ocupado.

La lancha motora se aleja silbando por el Támesis en dirección al mar. Probablemente sean imaginaciones mías, pero parece como si esa barca fuera y viniera presa del pánico, huyendo de algo.

Ahora yo también siento miedo.

—Suelta las amarras —susurro a Arrtrad, haciendo una mueca mientras el teléfono suena una y otra vez.

No va a parar de sonar.

—¿Qué? —pregunta Arrtrad—. No tenemos mucha gasolina, Lurker. Contestemos primero al teléfono. A ver de qué va la cosa.

Me lo quedo mirando inexpresivamente. Él mira hacia atrás tragando saliva. Sé por experiencia que no hay nada que ver en mis ojos grises. Ninguna emoción a la que aferrarse. Ninguna debilidad. Es la imprevisibilidad lo que le asusta de mí.

—¿Contesto? —pregunta Arrtrad con una vocecilla.

Coge el móvil con los dedos temblorosos. La luz otoñal entra a raudales por las ventanas de finos cristales, y su cabello ralo flota como un halo en su cuero cabelludo arrugado. No puedo permitir que ese debilucho se me adelante. Tengo que demostrar a mi tripulación quién manda. Aunque la tripulación solo tenga un miembro.

—Dame eso —farfullo, y le arrebato el teléfono.

Doy paso a la llamada con el pulgar, en un movimiento bien ensayado.

—Soy Lurker —gruño—. Y voy a por ti, colega…

Me interrumpe un mensaje grabado. Aparto el teléfono de mi oreja. La aguda voz de mujer automatizada se oye perfectamente por encima del sonido de las olas.

—Atención, ciudadano. Esto es un mensaje de su sistema de emergencias local. No es un ensayo. Se le avisa de que debido a un vertido químico en el centro de Londres, se solicita a todos los ciudadanos que se dirijan a sus casas. Lleve consigo sus mascotas. Cierre todas las puertas y ventanas. Apague todos los sistemas de ventilación. Por favor, espere a recibir ayuda; llegará en breve. Le informamos de que, debido al tipo de accidente, pueden ser utilizados sistemas teledirigidos para su rescate. Hasta que llegue la ayuda, escuche por radio los avisos del sistema de emergencias, por favor. Gracias por su cooperación. Pip. Atención, ciudadano. Esto es un mensaje…

Clic.

—Suelta las amarras, Arrtrad.

—Es un vertido químico, Lurker. Deberíamos cerrar las ventanas y…

—¡Suelta las amarras, gilipollas de mierda!

Le grito las palabras a Arrtrad en su cara de comadreja idiota y le salpico la frente de saliva. Por la ventana, Londres parece normal. Entonces me fijo en una delgada columna de humo. No es muy grande, pero está allí flotando, fuera de lugar. Siniestra.

Cuando me doy la vuelta, Arrtrad se está limpiando la frente y murmurando, pero se dirige a la endeble puerta de la casa flotante como le corresponde. Nuestro embarcadero es viejo, está podrido y ha estado aquí siempre. Estamos bien atados a él por tres puntos, y si no nos desatamos, no iremos a ninguna parte.

Y da la casualidad de que esta tarde tengo mucha prisa por marcharme. Estoy seguro de que es el final de los días. Es el puñetero Apocalipsis y estoy acompañado del tonto del pueblo y encadenado a un montón de madera podrida e inundada.

Es la primera vez que arranco el motor de la casa flotante.

La llave cuelga del punto de contacto. Me acerco a la estación de navegación que hay en la parte delantera. Abro la ventana principal, y el olor del agua turbia entra. Apoyo por un momento las sudorosas palmas de las manos en la madera de imitación del timón. Entonces, sin mirar, alargo la mano y giro la llave rápidamente.

Brrrum.

El motor gira y arranca renqueando. Al primer intento. Por la ventana trasera, veo una bruma de humo azulado elevándose en forma de nubes. Arrtrad está agachado en el lado derecho del barco, junto al embarcadero, desatando la segunda amarra. Estribor, supongo que lo llaman los aficionados a la navegación.

—Memento Mori
—grita Arrtrad entre jadeos—. Es un nombre curioso para un barco. ¿Qué significa?

No le hago caso. A lo lejos, sobre la calva de Arrtrad, algo acaba de llamarme la atención: un coche plateado.

El coche tiene un aspecto bastante normal, pero se mueve a un ritmo demasiado constante para mi gusto. El vehículo avanza por la carretera que lleva a nuestro embarcadero como si tuviera la dirección atascada. ¿Es una casualidad que el coche esté orientado hacia nuestro muelle y hacia nosotros, que nos encontramos en el extremo?

—Más rápido —grito, golpeando la ventana con el puño.

Arrtrad se levanta con los brazos en jarras. Tiene la cara colorada y sudorosa.

—Llevan mucho tiempo atadas, ¿vale? Va a hacer falta algo más que…

El coche salta un bordillo al final de la calle casi a toda velocidad y entra en el aparcamiento del muelle. Se oye el tenue crujido de la carrocería del vehículo al tocar el suelo. Definitivamente, algo va mal.

—¡Vámonos de una vez! ¡VÁMONOS!

Por fin la fachada se ha resquebrajado. Mi pánico sale al exterior como si de radiación se tratara. Confundido, Arrtrad echa a correr a grandes zancadas a lo largo del costado del barco. Se arrodilla cerca de la parte posterior y empieza a desatar la última amarra podrida.

A mi izquierda se halla el río abierto. A mi derecha, un montón ruinoso de madera combada y dos toneladas de metal abalanzándose hacia mí a toda velocidad. Si no muevo este barco en los próximos segundos, voy a tener un coche aparcado encima de la embarcación.

Observo cómo el vehículo atraviesa dando saltos el enorme aparcamiento. Tengo la cabeza como si estuviera llena de algodón. El motor de la casa flotante tiembla un montón, y se me han dormido las manos con la vibración del timón. El corazón me late con fuerza.

Entonces se me ocurre algo.

Cojo el móvil de la mesa, saco la tarjeta SIM y lanzo el resto al agua. Emite un tenue «ploc». Noto el blanco de una diana resbalando por mi espalda.

La coronilla de Arrtrad aparece y desaparece mientras desenrolla la última cuerda. Él no ve el coche plateado que atraviesa como un rayo el aparcamiento desierto, lanzando basura por los aires. No ha variado de dirección ni un milímetro. El parachoques de plástico raspa el hormigón y sale volando del todo cuando el coche salta al muelle de madera por encima de un bordillo.

Mi móvil ha desaparecido, pero ya es demasiado tarde. El diablo me ha encontrado.

Ahora puedo oír el tamborileo de los neumáticos sobre los últimos cincuenta metros de madera podrida. Arrtrad levanta la cabeza, preocupado. Está encorvado en el costado del barco, con las manos cubiertas de limo de la vieja cuerda.

—¡No mires, sigue! —le grito.

Agarro la palanca de embrague. Con el pulgar, saco el barco del punto muerto y meto la marcha atrás. Listo para moverse, pero sin aceleración. Todavía.

Cuarenta metros.

Podría saltar del barco. Pero ¿adónde iré? Tengo la comida aquí. El agua. El tonto del pueblo.

Treinta metros.

El mundo se acaba, colega.

Veinte metros.

A hacer puñetas. Desatado o no, acelero y retrocedemos dando sacudidas. Arrtrad grita algo incoherente. Oigo que otro lápiz se cae al suelo, seguido de platos, papeles y una taza de café. El montón ordenado de leña que había al lado de la estufa se desploma.

Diez metros.

Los motores truenan. La luz del sol brilla en el maltrecho misil plateado cuando sale catapultado del extremo del muelle. El vehículo se eleva a través del espacio abierto y no alcanza la parte delantera del barco por pocos metros. Cae al agua y lanza espuma blanca que entra por la ventana abierta y me salpica la cara.

Se acabó.

Reduzco la velocidad pero dejo la marcha atrás y corro a la parte delantera de la cubierta. La proa, como dicen. Arrtrad se reúne conmigo con la cara pálida. Observamos el coche juntos, moviéndonos poco a poco hacia atrás, lejos del fin del mundo.

El vehículo plateado está medio sumergido y se hunde rápido. En el asiento delantero hay un hombre desplomado sobre el volante. El parabrisas tiene una telaraña carmesí de grietas en la zona donde su cara debe de haber impactado. Una mujer con el pelo largo se balancea junto a él en el asiento del pasajero.

Y, a continuación, lo último que veo. Lo último que quería ver en mi vida. Yo no he pedido verlo.

En la ventanilla trasera. Dos palmas pequeñas y pálidas, pegadas con fuerza contra el cristal tintado. Pálidas como el papel. Empujando.

Empujando muy fuerte.

Y el coche plateado se hunde.

Arrtrad cae de rodillas.

—No —grita—. ¡No!

El hombre desgarbado se lleva las manos a la cara. Su cuerpo entero se agita violentamente sacudido por los sollozos. Su cara de pájaro derrama mocos y lágrimas.

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