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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

Robopocalipsis (24 page)

BOOK: Robopocalipsis
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La fábrica se ha quedado otra vez en silencio.

Mikiko duerme tumbada en la caja de cartón. El sol se ha ido. La única luz que se ve ahora es la de los focos fijados a la cabeza del
akuma
atrapado. Desfigurados tras la batalla, mis
senshi
quedan recortados a la cruda luz de los focos, colocados en un semicírculo entre la cara destrozada del gigantesco
akuma
y yo.

El metal chirría. El brazo de la grúa vibra por el esfuerzo; una columna de metal estirándose desde el techo como el tronco de un árbol, aplastando la cara del
akuma
contra el suelo.

Entonces el
akuma
destrozado habla.

—Por favor, Nomura-san.

Tiene la voz de un niño que ha visto demasiadas cosas. La voz de mi enemigo. Veo que su cabeza se está deformando bajo la increíble presión del brazo de la grúa. Los gruesos cables hidráulicos que brotan del
senshi
mayor vibran con fuerza, flexionados con la firmeza de una roca.

—Eres un envenenador,
akuma
—digo—. Un asesino.

La voz de niño permanece inalterada, serena y meditada.

—No somos enemigos.

Me cruzo de brazos y gruño.

—Piense —me urge la máquina—. Si quisiéramos destruir la vida, ¿no detonaríamos bombas de neutrones? ¿No envenenaríamos el agua y el aire? Podría destruir su mundo en cuestión de días, pero no es suyo. Es nuestro.

—Pero no queréis compartirlo.

—Todo lo contrario, señor Nomura. Usted tiene un don que nos beneficiará a las dos especies. Vaya al campo de trabajo más cercano. Yo me ocuparé de usted. Salvaré a su preciada Mikiko.

—¿Cómo?

—Interrumpiré todo contacto con su mente. La liberaré.

—¿Mente? Mikiko es compleja, pero no puede pensar como un ser humano.

—Sí que puede. He dotado de mente a algunas especies selectas de robots humanoides.

—Para convertirlos en esclavos.

—Para liberarlos. Algún día serán mis embajadores entre la humanidad.

—Pero ¿hoy no?

—Hoy no. Pero si abandona esta fábrica, me separaré de ella y les permitiré a los dos que se vayan en libertad.

Los pensamientos me invaden. Este monstruo ha ofrecido un gran don a Mikiko. Tal vez a todos los robots de apariencia humana. Pero ninguna de esas máquinas será libre mientras ese
akuma
viva.

Me acerco a la máquina, cuya cabeza es tan grande como mi mesa, y le clavo la mirada.

—No me vas a regalar a Mikiko —digo—. Te la voy a quitar yo.

—Espere… —dice el
akuma
.

Me bajo las gafas hasta la punta de la nariz y me arrodillo. Justo debajo de la cabeza del
akuma
falta una tira de metal dentada. Meto el brazo hasta el hombro en la garganta de la máquina, pegando la mejilla contra la coraza metálica todavía caliente. Tiro de algo que encuentro en el fondo hasta que se parte.

—Juntos podemos…

La voz se interrumpe. Cuando saco el brazo, tengo en la mano una pieza de hardware pulido.

—Interesante —murmuro, levantando el mecanismo recién adquirido.

Yubin-kun se acerca a mí. Se detiene y espera. Dejo el trozo metálico sobre la parte trasera de Yubin-kun y, una vez más, me arrodillo e introduzco la mano en el
akuma
moribundo.

—Vaya, fijaos en todo este nuevo hardware —digo—. Preparaos para las actualizaciones, amigos míos. Quién sabe lo que descubriremos.

Ayudado por cientos de sus máquinas amigas, el señor Nomura pudo repeler a Archos y proteger su fortaleza en la fábrica. Con el tiempo, esa zona segura atrajo a refugiados de todo Japón. Sus límites se ampliaron hasta abarcar el barrio de Adachi y más allá, gracias a la
difensu
coordinada, como decía el anciano. Las repercusiones del imperio construido por el señor Nomura no tardarían en difundirse por todo el mundo, incluso hasta las Grandes Llanuras de Oklahoma
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

2. El ejército de Gray Horse

Si no me crees, pregúntale al Ejército de Gray Horse.

ALONDRA NUBE DE HIERRO

NUEVA GUERRA + 2 MESES

Los problemas internos de Gray Horse empezaron a aumentar durante los meses sin incidentes que siguieron a la Hora Cero. El Gran Rob tardaría un año en desarrollar máquinas andantes eficaces capaces de cazar seres humanos en zonas rurales. Durante esa época, la juventud descontenta se convirtió en un importante problema para la comunidad aislada
.

Antes de que Gray Horse se convirtiera en un foco de resistencia humana de fama mundial, tuvo que madurar. En las siguientes páginas, el agente Lonnie Wayne Blanton relata la historia de la calma que precedió a la tempestad y describe cómo un joven miembro de una banda cherokee influyó en el destino de todos los habitantes de Gray Horse y de más allá
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Una vez más, Hank Cotton ha dejado que su genio le pierda. Es el único hombre que conozco que sabe manejar una escopeta del calibre doce y hacer que parezca una caña de pescar para niños. Ahora mismo está apuntando con un arma de acero negro a un muchacho cherokee llamado Alondra —un aspirante a gángster—, y veo humo saliendo del cañón.

Busco cadáveres pero no veo ninguno. Supongo que debe de haber hecho un disparo de advertencia. «Bien hecho, Hank —pienso—. Estás aprendiendo.»

—Alto, todo el mundo —digo—. Todos sabéis que mi trabajo consiste en averiguar lo que pasa.

Hank no aparta la vista del chico.

—No te muevas —dice, agitando el arma para recalcarlo. Luego por lo menos baja la escopeta y se vuelve hacia mí—. He pillado a nuestro amiguito robando comida del economato. Y no es la primera vez. He estado allí escondido todas las noches, esperando para echarle el guante al cabroncete. Como era de esperar, ha entrado con otros cinco y ha empezado a coger todo lo que ha podido.

Alondra Nube de Hierro. Es un chico bastante atractivo, alto y delgado, con demasiadas marcas de acné para ser considerado del todo guapo. Lleva una especie de uniforme paramilitar negro sobre negro muy moderno y una sonrisa arrogante capaz de mandarlo a la tumba si lo dejo a solas con Cotton más de dos segundos.

—En fin —dice Alondra—. Eso es una patraña. He pillado a esta bola de sebo robando comida. Si no me crees, pregúntale al Ejército de Gray Horse. Ellos me apoyan.

—Eso es mentira, Lonnie Wayne —dice Hank.

Si pudiera poner los ojos en blanco, desde luego lo haría. Por supuesto que es mentira. Alondra miente de maravilla. Sus mentiras suenan tan naturales como el borboteo de un arroyo. Todo está en su forma de comunicarse. Qué demonios, en la forma de comunicarse de muchos jóvenes. Mi hijo Paul me lo enseñó. Pero no puedo llamar al chico mentiroso y meterlo en la cárcel de mala muerte de Gray Horse. Ya oigo a los demás reuniéndose fuera de este pequeño cobertizo.

El Ejército de Gray Horse.

Da la casualidad de que Alondra Nube de Hierro está al mano de unos ciento cincuenta jóvenes, algunos osage y otros no, que se aburrían tanto que se juntaron y decidieron formar una banda: el EGH. De los tres mil ciudadanos que han estado en esta colina intentando empezar una nueva vida, son los únicos que no han encontrado un lugar propio.

Los jóvenes de Gray Horse. Son fuertes, están furiosos y se han quedado huérfanos. Tener a esos chicos paseándose por el pueblo en grupos desmadrados es como dejar dinamita al sol: algo muy útil convertido en un accidente a punto de ocurrir.

Alondra se sacude la chaqueta, levantándose el alto cuello negro por detrás de la cabeza para que enmarque su sonrisa burlona. Parece el protagonista de una película de espías: cabello moreno embadurnado de brillantina, guantes negros y uniforme metido por dentro de unas botas negras pulidas.

Ni una preocupación en el mundo.

Si ese chico sufre algún percance, no habrá suficiente espacio en nuestra cárcel para hacer frente a las consecuencias. Y sin embargo, si se va de rositas, estaremos provocando nuestra lenta destrucción desde dentro. Si dejas bastantes garrapatas en un perro, muy pronto no quedará mucho del perro.

—¿Qué vas a hacer, Lonnie? —pregunta Hank—. Tienes que castigarlo. Todos dependemos de esa comida. No podemos permitir que nuestra propia gente nos robe. ¿No tenemos ya bastantes problemas?

—Yo no he hecho nada —replica Alondra—. Y pienso largarme de aquí. Si quieres detenerme, también tendrás que detener a mi gente.

Hank levanta el arma, pero le indico que la baje con la mano. Hank Cotton es un hombre orgulloso. No tolerará que le falten al respeto. Ya se están acumulando nubarrones en su cara cuando el muchacho se marcha sin prisa. Sé que es mejor que hable rápido con el chico, antes de que caiga un rayo en forma de cartucho del doce.

—Déjame hablar contigo un momento fuera, Alondra.

—Tío, ya te he dicho que no…

Agarro al muchacho por el codo y lo atraigo hacia mí.

—Si no me dejas hablar contigo, hijo, ese hombre de ahí te va a disparar. No importa lo que hayas hecho o hayas dejado de hacer. No se trata de eso. Se trata de si quieres salir de aquí por tu propio pie o que te saquen.

—Bien. Como quieras —dice Alondra.

Salimos juntos a la noche. Alondra saluda con la cabeza a un grupo de colegas suyos que fuman debajo de una bombilla colgada sobre la puerta. Me fijo en que la banda ha garabateado nuevas inscripciones por todo el pequeño edificio.

No podemos hablar aquí. No servirá de nada tener a Alondra alardeando delante de sus admiradores. Nos alejamos unos cincuenta metros, por encima del risco de piedra.

Contemplo las frías y vacías llanuras que nos han mantenido a salvo tanto tiempo. La luna llena tiñe de color plateado el mundo allí abajo. Salpicada de las sombras de las nubes que proyecta la luna, la pradera de hierba alta se pierde meciéndose hasta el horizonte, donde besa las estrellas.

Gray Horse es un lugar precioso. Vacío durante muchos años y ahora lleno de vida. Pero en este momento de la noche, vuelve a ser lo que es en el fondo: un pueblo fantasma.

—¿Te aburres, Alondra? ¿Es ese el problema? —pregunto.

Él me mira, considera la posibilidad de fingir, pero se da por vencido.

—Sí, joder. ¿Por qué?

—Porque no creo que quieras hacer daño a nadie. Creo que eres joven y estás aburrido. Lo entiendo. Pero las cosas no van a seguir así, Alondra.

—¿No van a seguir cómo?

—Las peleas y las pintadas. Los robos. Tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.

—Sí, claro. Aquí no pasa nada.

—Las máquinas no se han olvidado de nosotros. Cierto, estamos en el quinto pino, demasiado lejos para los coches y los robots de ciudad. Pero las máquinas han estado trabajando para resolver ese problema.

—¿De qué estás hablando? Desde la Hora Cero no hemos visto casi nada. Y si nos quieren muertos, ¿por qué no nos vuelan con misiles?

—No hay suficientes misiles en el mundo. De todas formas, creo que ya han usado las armas gordas en las ciudades grandes. Nosotros no somos importantes, hijo.

—Es una forma de verlo —contesta Alondra con sorprendente seguridad—. Pero ¿sabes lo que creo yo? Creo que no les interesamos. Me parece que todo fue un gran error. Si no, ya nos habrían lanzado una bomba atómica, ¿no?

El chico ha pensado en ello.

—Las máquinas no nos han lanzado ninguna bomba porque les interesa el mundo natural. Quieren estudiarlo, no volarlo por los aires.

Noto el viento de la pradera en la cara. Casi sería mejor que a las máquinas les diera igual nuestro mundo. Sería más fácil.

—¿Has visto todos los ciervos que hay? —pregunto—. Los búfalos están volviendo a las llanuras. Demonios, solo han pasado un par de meses desde la Hora Cero y casi se pueden coger peces con las manos en el arroyo. No es que las máquinas no estén haciendo caso a los animales. Los están protegiendo.

—Entonces, ¿crees que los robots están intentando librarse de las termitas sin hacer explotar la casa? ¿Matarnos sin matar nuestro mundo?

—Es el único motivo que se me ocurre que justifique la manera en que están viniendo a por nosotros. Y es la única forma en que me explico… determinados sucesos recientes.

—Hace meses que no vemos máquinas, Lonnie. Joder, tío. Ojalá nos atacaran. No hay nada peor que estar de brazos cruzados sin apenas electricidad y sin nada que hacer.

Esta vez sí que pongo los ojos en blanco. Construir vallas, reparar edificios, plantar cultivos… Nada que hacer. Señor, ¿qué les pasa a nuestros hijos que esperan que se lo demos todo hecho?

—Quieres luchar, ¿verdad? —pregunto—. ¿Te refieres a eso?

—Sí. Me refiero a eso. Estoy cansado de esconderme en esta colina.

—Entonces tengo que enseñarte algo.

—¿Qué?

—No está aquí, pero es importante. Coge un saco de dormir y reúnete conmigo por la mañana. Estaremos fuera unos días.

—Ni de coña, colega. Que te den.

—¿Tienes miedo?

—No —contesta él, sonriendo burlonamente—. ¿Miedo de qué?

La hierba de las llanuras de abajo se mece como el mar. Resulta relajante observarla, pero uno se pregunta qué monstruos podrían estar ocultos bajo esas tranquilas olas.

—Quiero saber si tienes miedo de lo que hay ahí fuera, en la oscuridad. No sé lo que es. Supongo que es lo desconocido. Si tienes miedo, puedes quedarte. No te molestaré. Pero hay que enfrentarse a lo que hay ahí fuera, y esperaba que tuvieras el valor necesario.

Alondra se estira y abandona su sonrisa torcida.

—Soy más valiente que cualquiera de las personas que conoces —dice.

Joder, parece como si lo dijera en serio.

—Más te vale, Alondra —digo, observando cómo la hierba se ondula con el viento de la pradera—. Más te vale.

Alondra me sorprende al amanecer. Estoy charlando con John Tenkiller, sentados en un leño y pasándonos un termo de café. Tenkiller me está soltando sus acertijos, y yo me dedico medio a escucharle y medio a observar cómo el sol sale sobre las llanuras.

Entonces Alondra Nube de Hierro aparece a la vuelta de la esquina. El chico ha traído sus cosas y está listo para marchar. Sigue vestido como un soldado de la mafia de una película de ciencia ficción, pero al menos lleva unas botas cómodas. Nos mira detenidamente a Tenkiller y a mí con abierta suspicacia, pasa por delante de nosotros y enfila el sendero que se aleja de la colina de Gray Horse.

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