Robopocalipsis (25 page)

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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Robopocalipsis
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—Vamos si hay que ir —dice.

Me bebo el café, cojo mi mochila y me voy con el muchacho larguirucho. Antes de que los dos tomemos el primer recodo, me vuelvo y miro a John Tenkiller. El viejo guardián del tambor levanta la mano, con sus ojos azules brillando a la luz de la mañana.

Lo que tengo que hacer no va a ser fácil, y Tenkiller lo sabe.

El chico y yo bajamos la colina durante toda la mañana. Al cabo de treinta minutos, tomo la delantera. Puede que Alondra sea valiente, pero desde luego no sabe adónde va. En lugar de dirigirnos al oeste sobre la alta hierba de las llanuras, vamos al este. Directo al bosque de hierro fundido.

Es un nombre que le hace justicia. De las hojas muertas brotan largos y estrechos robles estrellados mezclados con robles de Maryland menos frondosos. Los dos tipos de árboles son tan negros y tan duros que parecen más de metal que de madera. Hace un año no me habría imaginado lo útiles que resultarían.

Cuando llevamos tres horas de caminata nos acercamos al sitio al que nos dirigimos: un pequeño claro del bosque. Es la zona donde vi por primera vez los rastros. Un sendero de agujeros rectangulares en el barro, cada una de las huellas es del tamaño de una baraja de cartas. Lo máximo que averigüé es que eran de algo con cuatro patas. Algo pesado. No había excrementos por ninguna parte. Y no distinguía una pata de otra.

La sangre se me heló en las venas cuando lo comprendí: los robots se habían construido piernas adecuadas para viajar por el monte a través del barro, el hielo y el campo agreste. Ningún hombre ha construido jamás una máquina tan veloz.

Como fueron las únicas huellas que encontré, me imaginé que eran de algún tipo de observador enviado allí arriba a fisgonear. Me llevó tres días de rastreo encontrar esa cosa. Se movía muy sigilosamente usando motores eléctricos. Y se quedaba inmóvil mucho tiempo. Seguir el rastro de una máquina en la naturaleza es muy distinto de seguir el rastro de un animal salvaje o un hombre. Peculiar, pero te acabas acostumbrando.

—Ya hemos llegado —anuncio a Alondra.

—Ya era hora —dice él, lanzando la mochila al suelo.

Da un paso dentro del claro, pero lo agarro por la chaqueta y lo levanto al tirar de él hacia atrás.

Un rayo plateado pasa zumbando muy cerca de su cara como un mazo y no le alcanza por escasos centímetros.

—Pero ¿qué coño…? —exclama Alondra, soltándose de mis manos y estirando el cuello para mirar hacia arriba.

Y allí está, un robot con cuatro patas del tamaño de un ciervo, colgado por las dos patas delanteras de mi cable de acero. Ha estado allí totalmente quieto hasta que hemos entrado en su línea de tiro.

Oigo rechinar unos motores pesados mientras la máquina lucha por liberarse, balanceándose a un metro y veinte centímetros del suelo. Es francamente inquietante. Esa cosa se mueve de forma tan natural como cualquier animal del bosque, retorciéndose en el aire. Pero a diferencia de cualquier animal vivo, las patas de la máquina son de color negro azabache y están hechas de un montón de capas de algo que parecen tuberías. Tiene unas pequeñas pezuñas metálicas, planas en la suela y cubiertas de barro. Hay tierra y hojas endurecidas en ellas.

A diferencia de un ciervo, esta máquina no tiene exactamente cabeza.

Las piernas se unen en el centro en un tronco con jorobas para los potentes motores de las articulaciones. A continuación, fijado debajo del cuerpo, hay un estrecho cilindro con lo que parece el objetivo de una cámara. Tiene aproximadamente el tamaño de una lata de refresco. Ese pequeño ojo gira de un lado a otro mientras la máquina intenta averiguar cómo salir de esta.

—¿Qué es eso? —pregunta Alondra.

—Hace una semana puse esta trampa. A juzgar por los cortes del cable de acero en la corteza del árbol, esa cosa quedó atrapada muy poco después.

Por suerte para mí, estos árboles son fuertes como el acero fundido.

—Al menos está sola —dice Alondra.

—¿Cómo lo sabes?

—Si hubiera más, las habría llamado para que la ayudaran.

—¿Cómo? No veo que tenga boca.

—¿En serio? ¿Ves la antena? Radio. Esa cosa se comunica por radio con otras máquinas.

Alondra se acerca un poco a la máquina y la observa de cerca. Por primera vez, abandona la pose de tipo duro. Parece curioso como un niño de cuatro años.

—Es una máquina simple —dice Alondra—. Es un transportador de suministros militares modificado. Probablemente lo usan para hacer un mapa del terreno. Nada del otro mundo. Solo patas y ojos. Ese bulto de debajo de los omóplatos seguramente es el cerebro. Averigua lo que está viendo. Lo tiene ahí porque es la parte más protegida de la máquina. Si le quitaras esa parte, se quedaría lobotomizada. Vaya, vaya. Fíjate en las patas. ¿Ves las garras retráctiles que tiene ahí debajo? Menos mal que no puede llegar al cable con ellas.

Caramba, este chico tiene buen ojo para las máquinas. Observo cómo mira esa cosa, fijándose en todo. Luego reparo en que hay otros rastros en el suelo a su alrededor por todo el claro.

Se me eriza el vello de las pantorrillas y de los brazos. No estamos solos. Esa cosa ha pedido ayuda. ¿Cómo he podido pasarlo por alto?

—Me pregunto cómo sería ir montado en una de esas cosas —comenta Alondra.

—Coge la mochila —digo—. Tenemos que largarnos. Ahora.

Alondra mira adonde yo estoy mirando, ve las marcas recientes en el suelo y comprende que hay otra de esas cosas suelta. Coge la mochila sin pronunciar palabra. Nos internamos en el bosque a toda prisa. Detrás de nosotros, el caminante permanece colgado viendo con su cámara cómo nos marchamos. Sin pestañear.

Nuestra pequeña carrera de huida se convierte en marcha y, luego, en una caminata de varios kilómetros.

Acampamos cuando el sol se pone. Preparo una pequeña fogata, asegurándome de que el humo no se vea entre las ramas de un árbol próximo. Nos sentamos sobre las mochilas alrededor de la lumbre, hambrientos y cansados mientras empieza a hacer frío.

Me guste o no, es el momento de abordar el verdadero motivo por el que estoy aquí.

—¿Por qué lo haces? —pregunto—. ¿Por qué intentas ser un gángster?

—No somos gángsteres. Somos guerreros.

—Pero un guerrero lucha contra el enemigo, ¿sabes? Acabaréis haciendo daño a vuestra propia gente. Solo un hombre puede ser un guerrero. Cuando un chico intenta comportarse como un combatiente, se convierte en un gángster. Un gángster no tiene ningún objetivo.

—Nosotros tenemos un objetivo.

—¿Tú crees?

—La hermandad. Cuidamos unos de otros.

—¿Contra quién?

—Contra cualquiera. Contra todo el mundo. Contra ti.

—¿Yo no soy tu hermano? Los dos somos nativos, ¿no?

—Ya lo sé. Y llevo mi cultura dentro de mí. Yo soy eso. Siempre va a formar parte de mí. Son mis raíces. Pero allí arriba todos luchan contra todos. Todo el mundo tiene un arma.

—Tienes razón —digo.

El fuego crepita, consumiendo metódicamente un leño.

—¿Lonnie? —pregunta Alondra—. ¿A qué viene esto realmente? Vamos, suéltalo, abuelo.

Probablemente el chico no lo va a encajar bien, pero me está presionando y no voy a mentirle.

—Has visto a lo que nos enfrentamos, ¿verdad?

Alondra asiente con la cabeza.

—Necesito que unas el Ejército de Gray Horse a la policía tribal Light Horse.

—¿Que me asocie con la policía?

—Vosotros os consideráis un ejército. Pero nosotros necesitamos un ejército de verdad. Las máquinas están cambiando. Dentro de poco vendrán a matarnos. A todos. Así que si te interesa proteger a tus hermanos, más vale que empieces a pensar en todos tus hermanos. Y también en todas tus hermanas.

—¿Cómo lo sabes con seguridad?

—No lo sé con seguridad. Nadie sabe nada con seguridad. Y los que dicen saberlo son o predicadores o vendedores de algo. El caso es que… esto me da mala espina. Se están produciendo demasiadas casualidades. Me recuerda a antes de que todo esto sucediera.

—No sé lo que pasó con las máquinas, pero ya terminó. Están ahí fuera, estudiando el bosque. Pero si las dejamos en paz, ellas también nos dejarán a nosotros en paz. De quien tenemos que preocuparnos es de la gente.

—El mundo es un sitio misterioso, Alondra. Somos muy pequeños en esta roca. Podemos encender fuego, pero ahí fuera, en el mundo, se está viviendo una pesadilla. El deber de un guerrero es enfrentarse a la noche y proteger a su gente.

—Yo cuido de mis chicos. Me da igual lo que te diga tu instinto: no esperes que el EGH venga a rescataros.

Resoplo. Las cosas no están saliendo como yo esperaba, pero sí como yo predecía.

—¿Dónde está la comida? —pregunta Alondra.

—No he traído ninguna.

—¿Qué? ¿Por qué no?

—El hambre es buena. Te hará más paciente.

—Mierda. Esto es genial. No hay comida y nos persigue un puñetero robot de monte.

Saco una rama de salvia de la mochila y la lanzo al fuego. El dulce aroma de las hojas en llamas se eleva en el aire a nuestro alrededor. Es el primer paso del ritual de transformación. Cuando Tenkiller y yo planeamos esto, no pensaba que temería tanto por Alondra.

—Y estás perdido —comento.

—¿Qué? ¿No sabes el camino de vuelta?

—Sí.

—¿Entonces?

—Tienes que encontrar el camino. Aprender a depender de ti mismo. Eso significa hacerse hombre. Mantener a tu gente en lugar de que te mantengan.

—No me gusta adonde está yendo a parar esto, Lonnie.

Me levanto.

—Eres fuerte, Alondra. Creo en ti. Y sé que te volveré a ver.

—Espera, abuelo. ¿Adónde vas?

—A casa, Alondra. Vuelvo a casa con nuestra gente. Te veré allí.

Entonces me giro y me alejo en la oscuridad. Alondra se levanta de un brinco, pero solo me sigue hasta donde llega la luz de la lumbre. Más allá hay oscuridad, lo desconocido.

Allí es adonde tiene que ir Alondra, a lo desconocido. Todos tenemos que hacerlo en algún momento cuando crecemos.

—¡Eh! ¿Qué coño es esto? —grita a los árboles de hierro fundido—. ¡No puedes dejarme aquí!

Sigo andando hasta que el frío del bosque me engulle. Si camino durante la mayor parte de la noche, debería estar en casa al amanecer. Espero que Alondra también sobreviva para llegar a casa.

La última vez que hice algo parecido sirvió para convertir a mi hijo en hombre. Él me odió por ello, pero lo entendí. Por mucho que los hijos rueguen que se les trate como a adultos, a nadie le gusta abandonar la infancia. Lo deseas y sueñas con ello, pero en cuanto lo consigues te preguntas qué has hecho. Te preguntas en qué te has convertido.

Pero se avecina la guerra, y solo un hombre puede dirigir el Ejército de Gray Horse.

Tres días después, mi mundo está a punto de saltar en pedazos. Ayer los pandilleros del Ejército de Gray Horse empezaron a acusarme de asesinar a Alondra Nube de Hierro. No hay forma de demostrar otra cosa. Ahora están exigiendo mi sangre a gritos delante del consejo.

Todo el mundo está reunido en los bancos en el claro donde realizamos el círculo del tambor. El viejo John Tenkiller no pronuncia palabra; se limita a encajar los insultos de los chicos de Alondra. Hank Cotton está de pie junto a él, con sus grandes puños cerrados. La policía tribal Light Horse se encuentra agrupada, presenciando con tensión una guerra civil en toda regla.

Yo estoy pensando que tal vez la jugada haya sido un tremendo error.

Pero antes de que todos podamos empezar a matarnos unos a otros, un Alondra Nube de Hierro magullado y ensangrentado sube la colina tambaleándose y entra en el campamento. Todo el mundo se queda boquiabierto al ver lo que ha traído: una máquina andante con cuatro patas atada con un cable de acero a su mochila. Todos nos quedamos sin habla, pero John Tenkiller se levanta y se acerca como si Alondra hubiera llegado en el momento justo.

—Alondra Nube de Hierro —dice el viejo guardián del tambor—. Partiste de Gray Horse siendo un niño. Vuelves siendo un hombre. Nos apenó que te fueras, pero nos regocija que hayas vuelto nuevo y cambiado. Bienvenido a casa, Alondra Nube de Hierro. Gracias a ti, nuestra gente vivirá.

El auténtico Ejército de Gray Horse había nacido. Alondra y Lonnie no tardarían en combinar la policía tribal y el EGH en un solo cuerpo. La noticia de la existencia de ese ejército se propagó por todo Estados Unidos, sobre todo cuando iniciaron una política de captura y domesticación del mayor número posible de observadores caminantes. Los caminantes más grandes capturados formaron la base de un arma humana decisiva de la Nueva Guerra, un artefacto tan asombroso que al oír hablar de él supuse que no era más que un rumor disparatado: el tanque araña
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CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

3. Fuerte Bandon

Déjanos marchar. Ya nos vamos, tío. Ya nos vamos.

JACK WALLACE

NUEVA GUERRA + 3 MESES

Durante los primeros meses después de la Hora Cero, miles de millones de personas de todo el mundo emprendieron una lucha por la supervivencia. Muchas fueron asesinadas por la tecnología en la que habían llegado a confiar: automóviles, robots domésticos y edificios inteligentes. Otras fueron capturadas y llevadas a campos de trabajos forzados que surgieron en las afueras de las ciudades importantes. Pero para las personas que huyeron a las montañas a defenderse —los refugiados—, otros seres humanos no tardaron en demostrar que eran tan peligrosos como los robots. O más
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CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Tres meses. Se tarda tres meses en salir de Boston y del estado. Afortunadamente, mi hermano tiene un mapa y una brújula y sabe usarlos. Jack y yo tenemos miedo y vamos a pie, cargados del material militar que saqueamos en el arsenal de la Guardia Nacional.

Pero ese no es el motivo por el que se tarda tanto.

Las ciudades y los pueblos están sumidos en el caos. Nosotros sorteamos algunos caminos, pero es imposible evitarlos todos. Los coches atropellan a la gente viajando en grupos. Veo a personas disparar con armas desde edificios a los vehículos que merodean. A veces los coches están vacíos. Otras hay gente dentro. Veo un camión de basura sin conductor que se detiene frente a un contenedor metálico. Dos salientes se deslizan hacia fuera, y el elevador hidráulico se activa. Me tapo la boca y me atraganto al ver cómo los cadáveres caen en una cascada de miembros sin vida.

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