Robopocalipsis (27 page)

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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Robopocalipsis
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—Podemos disparar a los neumáticos —dice Cherrah, abriendo su rifle de caza y comprobando que hay un cartucho en la recámara.

Carl le lanza una mirada.

—Encanto, los neumáticos son a prueba de balas. Yo apuntaría primero a los faros. Luego al paquete de sensores que hay en la parte de arriba. Le dispararía a los ojos y a los oídos.

—¿Cómo es el paquete de sensores? —pregunta Jack.

Carl saca su rifle y comprueba la recámara mientras habla:

—Es una esfera negra. La antena sale de ella. Es una unidad multisensor compacta de tipo estándar con una cámara infrarroja con dispositivo de carga acoplada basada en la multiplicación de electrones fijada a un cardán de alta estabilidad, entre otras cosas.

Todos lo miramos con el ceño fruncido. Carl nos mira.

—Lo siento. Soy ingeniero —dice.

El vehículo militar se abre paso a través de la masa central de personas dormidas. Los faros se sacuden arriba y abajo en la oscuridad. Los sonidos son indescriptibles. Los faros teñidos de rojo giran en dirección a nosotros, aumentando de tamaño en la noche.

—Ya has oído a este hombre. Dispara a la caja negra cuando la tengas a tiro —dice Jack.

Pronto las balas empiezan a retumbar en la noche. Las manos de Cherrah se mueven rápidas y diestras por su rifle de cerrojo, escupiendo balas con precisión al vehículo que avanza dando tumbos.

Los faros se hacen añicos. El vehículo vira bruscamente, pero solo para atropellar a los refugiados más cercanos. De la caja negra situada en lo alto saltan chispas mientras las balas impactan en ella repetidamente. Aun así, sigue avanzando.

—Esto no va bien —dice Jack. Agarra a Carl por la camisa—. ¿Por qué no se queda ciego ese hijo de puta?

—No lo sé, no lo sé —contesta Carl gimoteando.

Es una buena pregunta.

Dejo de disparar y ladeo la cabeza, intentando desconectar de los gritos, las figuras que corren y la confusión. Las fogatas arrasadas, los cadáveres que caen y los motores rugientes se desvanecen, amortiguados por un halo amnésico de concentración.

«¿Por qué puede ver todavía?»

Un sonido brota del caos. Es un tenue «fap, fap, fap», como un lejano cortacésped. Entonces me fijo en un punto borroso situado encima de nosotros.

Una especie de ojo en el cielo.

El vehículo militar abollado surge de la noche como un monstruo marino saliendo a la superficie de las profundidades negras.

Nos dispersamos al ver que se precipita contra nuestra colina.

—Un robot volador. A las once. Justo encima de la vegetación —grito.

Los cañones de los rifles se elevan, incluido el mío. El vehículo militar embiste por delante de nosotros y atraviesa una fogata a una docena de metros de distancia. Las ascuas del fuego caen en cascada sobre el capó, como un meteorito cruzando la atmósfera raudo y veloz. Está dando la vuelta para intentarlo de nuevo.

Las bocas de las armas lanzan destellos. Los cartuchos de latón calientes caen por los aires. Algo explota en el cielo y salpica el suelo de trozos de plástico pulverizado.

—Dispersaos —dice Jack.

El rugido del vehículo militar eclipsa el sonido de los motores de la estrella caída del cielo. El tanque blindado pasa como una motoniveladora por el montículo donde estamos, y los amortiguadores tocan el suelo. En la ráfaga de aire que deja tras de sí, percibo un olor a plástico derretido, pólvora y sangre.

Entonces el vehículo se para justo detrás de la colina. Se aleja de nosotros, avanzando a sacudidas como un ciego que va a tientas por un camino.

Lo hemos conseguido. De momento.

Un enorme brazo se posa en mi cuello y lo aprieta tanto que me hace crujir los omóplatos.

—Está ciego —dice Tiberius—. Tienes una vista de lince, Cormac Wallace.

—Habrá más. Y ahora, ¿qué? —pregunta Carl.

—Vamos a quedarnos aquí a proteger a esta gente —responde Jack, como si fuera lo más evidente del mundo.

—¿Cómo, Jack? —digo—. Puede que no quieran nuestra protección. Además, estamos al lado del mayor arsenal del estado. Tenemos que ir a las montañas, tío. Acampar.

Cherrah resopla.

—¿Se te ocurre una idea mejor? —le pregunto.

—Acampar es una solución a corto plazo. ¿Dónde preferirías estar? ¿En una cueva, cazando para tener comida todos los días y esperando encontrarla? ¿O en un sitio donde puedas contar con más personas?

—Y disturbios y saqueos —añado.

—Me refiero a una comunidad más pequeña. Un lugar seguro. Gray Horse —dice ella.

—¿Cómo de grande? —pregunta Jack.

—Habrá varios miles de personas, la mayoría osage. Como yo.

—Una reserva india —digo gimiendo—. Hambruna. Enfermedad. Muerte. Lo siento, pero no acabo de verlo.

—Eso es porque eres gilipollas. Gray Horse está organizado. Siempre lo ha estado. Tiene un gobierno operativo. Agricultores. Soldadores. Médicos.

—Bueno —digo—. Mientras haya soldadores.

Ella me mira intencionadamente.

—Cárceles, si las necesitamos.

—Especialización —dice Jack—. Ella tiene razón. Tenemos que ir a un sitio para reagruparnos y planear el contraataque. ¿Dónde está?

—En Oklahoma.

Vuelvo a gemir en voz alta.

—Eso está a un millón de kilómetros de aquí.

—Crecí allí. Conozco el camino.

—¿Cómo sabes que siguen vivos?

—Un refugiado que conocí había oído hablar del sitio en una transmisión de onda corta. Allí hay un campamento. Y un ejército. —Cherrah resopla mirando a Carl—. Un ejército de verdad.

Doy una palmada.

—No pienso cruzar el país a pie porque se le haya antojado a una chica que acabamos de conocer. Será mejor que nos vayamos por nuestra cuenta.

Cherrah me agarra por la camisa y me atrae de un tirón. Se me cae el rifle al suelo. Es enjuta, pero tiene los brazos fuertes como árboles.

—Unirte a tu hermano es sin duda la mejor opción para sobrevivir —dice—. A diferencia de ti, él sabe lo que hace y se le da bien. Así que ¿por qué no cierras la boca de una puta vez y te lo piensas bien? Los dos sois chicos listos. Queréis sobrevivir. No es una decisión difícil.

La cara ceñuda de Cherrah está a escasos centímetros de la mía. Le cae un poco de ceniza de las lumbres esparcidas sobre su pelo azabache, pero no le hace caso. Sus ojos negros están clavados en los míos. Esta mujer menuda está totalmente decidida a permanecer con vida, y salta a la vista que hará cualquier cosa por seguir así.

Es una superviviente nata.

No puedo por menos de sonreír.

—¿Sobrevivir? —pregunto—. Eso es otra cosa. En realidad, creo que no quiero volver a estar a menos de un metro y medio de vosotros. Es solo que… no sé… me siento seguro en tus brazos.

Ella me suelta y me da un empujón.

—Ya te gustaría, chico listo —replica bufando.

Una risa atronadora nos sorprende a todos. Tiberius, que parece una sombra enorme, se echa la mochila al hombro. La luz del fuego reluce en sus dientes al hablar.

—Entonces está decidido —dice—. Los cinco formamos un buen equipo. Hemos vencido al vehículo militar y salvado a esta gente. Ahora viajaremos juntos hasta que lleguemos a ese sitio, Gray Horse.

Los cinco nos convertimos en el núcleo del pelotón Chico Listo. Esa noche emprendimos un largo viaje en tierra de nadie hacia Gray Horse. Todavía no estábamos bien armados ni bien adiestrados, pero tuvimos suerte: durante los meses que siguieron a la Hora Cero, los robots estuvieron ocupados procesando a los aproximadamente cuatro mil millones de seres humanos que vivían en los centros de población más importantes del mundo
.

Tendría que pasar la mayor parte del año hasta que saliéramos del bosque, marcados por la guerra y cansados. Sin embargo, durante nuestra ausencia se produjeron acontecimientos trascendentales que cambiarían el paisaje de la Nueva Guerra
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

4. Turno de acompañante

Si ese chico me va a dejar morir,

quiero que se acuerde de mi cara.

MARCUS JOHNSON

NUEVA GUERRA + 7 MESES

Mientras cruzábamos Estados Unidos a pie, el pelotón Chico Listo ignoraba que las ciudades más grandes de todo el mundo estaban siendo vaciadas por robots cada vez más militarizados. Los supervivientes chinos informaron más tarde de que en esa época era posible cruzar el río Yangtsé a pie, pues el cauce estaba atestado de cadáveres que desembocaban en el mar de China Oriental
.

Con todo, algunos grupos de gente simplemente aprendieron a adaptarse a los interminables ataques. Los esfuerzos de esas tribus urbanas, descritos en las siguientes páginas por Marcus y Dawn Johnson de la ciudad de Nueva York, acabaron resultando cruciales para la supervivencia humana en todo el mundo
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

La alarma salta al amanecer. No es nada espectacular. Solo un puñado de latas atadas arrastrándose a través de la calzada agrietada.

Abro los ojos y tiro hacia abajo del saco de dormir. Tardo un largo instante en descubrir dónde estoy. Al alzar la vista, veo el eje de un motor, un silenciador, un tubo de escape.

Ah, sí. Claro.

Hace un año que duermo todas las noches en cráteres, debajo de coches, y todavía no me acostumbro. No importa. Tanto si me adapto como si no, sigo vivo y coleando.

Durante unos tres segundos permanezco inmóvil, escuchando. Es mejor no salir de la cama enseguida. Nunca se sabe qué demonios se habrá acercado por la noche. En el último año, la mayoría de los robots se han vuelto más pequeños. Otros, más grandes. Mucho más grandes.

Me golpeo la cabeza al salir del saco de dormir y doblarlo. Merece la pena. Este montón de chatarra es mi mejor amigo. Hay tantos coches quemados en las calles de Nueva York que los cabrones no pueden mirar debajo de cada uno de ellos.

Salgo de debajo del coche retorciéndome a la grisácea luz del sol. Vuelvo a meter la mano, cojo mi mochila sucia y me la pongo. Toso y escupo al suelo. El sol acaba de salir, pero hace frío tan temprano. El verano ha empezado hace poco.

Las latas siguen arrastrándose. Hinco una rodilla y desato la cuerda antes de que el micrófono de alguna máquina detecte el ruido. Por encima de todo, es importante no hacer ruido, estar en movimiento y ser impredecible.

De lo contrario, estás muerto.

Turno de acompañante. De los cientos de miles de habitantes de la ciudad que huyeron al bosque, aproximadamente la mitad se están muriendo de hambre a estas alturas. Vienen dando traspiés a la ciudad, flacos como palos y mugrientos, escapando de los lobos y con la esperanza de hurgar en la basura.

La mayoría de las veces las máquinas se los cargan rápido.

Me echo la capucha por encima de la cabeza y dejo que mi impermeable negro se hinche por detrás para confundir a los sistemas de reconocimiento robóticos, sobre todo a las malditas torretas centinela desechables. Hablando del tema, tengo que retirarme de la calle. Me meto en un edificio destruido y me dirijo al origen de la alarma por encima de la basura y los escombros.

Después de que dinamitáramos la mitad de la ciudad, los viejos robots domésticos no podían equilibrarse lo bastante bien para alcanzarnos. Estuvimos a salvo por un tiempo, lo suficiente para establecernos bajo el suelo y dentro de los edificios demolidos.

Pero entonces apareció un nuevo modelo de caminante.

Lo llamamos mantis. Tiene cuatro patas articuladas más largas que un poste de teléfono y moldeadas con una especie de panal de fibra de carbono. Sus patas parecen piolets invertidos y se clavan en el suelo a cada paso que dan. En la parte superior, donde se unen, hay un par de pequeños brazos con dos manos también en forma de piolets. Esos brazos cortantes atraviesan madera, muros secos y ladrillos. La criatura se mueve correteando: doblada sobre sí misma y encorvada hasta adquirir el tamaño de una pequeña camioneta. Se parece a una mantis religiosa.

Bastante, al menos.

Estoy esquivando las mesas vacías en la planta desplomada de un edificio de oficinas cuando noto la vibración reveladora bajo mis pies. Hay algo grande fuera. Me quedo paralizado y me agacho en el suelo cubierto de desechos. Al asomarme por encima de una mesa hinchada por el agua, veo las ventanas. Una sombra gris pasa por fuera, pero no distingo nada más.

Espero un minuto de todas formas.

No muy lejos de aquí, se está desarrollando una rutina familiar. Un superviviente ha encontrado un montón de rocas sospechosas en las que no repararía una máquina. Al lado de esas rocas hay una cuerda que esa persona ha estirado. Sé que hace diez minutos ese superviviente estaba vivo. No hay ninguna garantía de su estado durante los próximos diez minutos.

En la parte desplomada del edifico, me arrastro sobre tablas de madera destrozadas y ladrillos pulverizados hacia un semicírculo de luz matutina. Introduzco la cabeza con la capucha puesta por el agujero y escudriño la calle.

Nuestra señal está allí, intacta en un pórtico al otro lado de la calle. Un hombre está acurrucado junto a ella, con los brazos sobre las rodillas y la cabeza gacha. Se mece de un lado a otro apoyado en los talones, tal vez para mantenerse en calor.

La señal funciona porque las máquinas no reparan en las cosas naturales, como las rocas o los árboles. Es un ángulo muerto. Una mantis tiene buen ojo para las cosas que no son naturales, como las palabras o los dibujos… incluso para chorradas como caras sonrientes. Las cuerdas de trampas sin camuflar no dan resultado. Las líneas son demasiado rectas. Escribir indicaciones a una casa segura en la pared es una buena forma de conseguir que la gente acabe muerta. Pero un montón de escombros es invisible. Y un montón de rocas que van de mayor a menor, también.

Salgo del agujero retorciéndome y llego hasta el hombre antes incluso de que levante la vista.

—Hola —susurro, dándole un empujón en el codo.

Él alza la vista hacia mí, sorprendido. Es un joven latino de veintitantos. Advierto que ha estado llorando. Dios sabe por lo que habrá pasado para llegar aquí.

—Tranquilo, colega —le digo en tono tranquilizador—. Vamos a ponerte a salvo. Ven conmigo.

Él asiente sin decir nada. Se levanta apoyándose contra el edificio. Tiene un brazo envuelto en una toalla sucia y se lo coge con la otra mano. Me imagino que debe de tenerlo en muy mal estado para temer que alguien lo vea.

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