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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

Robopocalipsis (31 page)

BOOK: Robopocalipsis
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Nada.

—Algo se acerca —susurra Jabar.

—Vámonos —digo, avanzando con más urgencia.

Manteniendo las cabezas en alto y los ojos abiertos, descendemos sobre las tambaleantes rocas. Cada pocos minutos, oímos el «clac, clac» de las rocas que caen por encima de nosotros. Cada vez que ocurre, nos detenemos y buscamos algún movimiento, pero no encontramos nada.

Algo invisible está bajando la ladera, acechándonos. Está tomándose su tiempo, moviéndose sin hacer ruido y manteniéndose oculto. La parte más ancestral de mi cerebro percibe el peligro e inunda mi cuerpo de adrenalina. Se acerca un depredador. Huye a toda hostia, dice.

Pero si me muevo más rápido, me caeré y moriré en una avalancha de pizarra fría.

Las piernas me tiemblan mientras avanzo muy lentamente sobre las rocas. Al mirar abajo, veo que como mínimo nos queda otra media hora para llegar al pie. Mierda, es demasiado tiempo. Me resbalo y me hago un corte en la rodilla con una roca. Hago un esfuerzo por contener un improperio antes de que se me escape.

Entonces oigo un tenue gemido animal.

Es Jabar. El chico se agacha en las rocas tres metros más arriba y se queda totalmente inmóvil. Tiene la mirada fija en algo situado encima de nosotros. Creo que ni siquiera sabe lo que está emitiendo ese sonido.

Sigo sin ver nada.

—¿Qué pasa, Jabar? ¿Qué hay ahí, tío?

—Koh peshak
—susurra él

—¿Montaña qué? ¿Qué hay en la montaña, Jabar?

—Mmm… ¿cómo se dice? Un gato de las nieves.

—¿Nieves? ¿Qué? ¿Te refieres a un puto leopardo de las nieves? ¿Viven aquí?

—Creíamos que habían desaparecido.

—¿Extinguidos?

—Ya no.

Haciendo un esfuerzo, observo de nuevo con detenimiento las rocas situadas encima de nosotros. Al fin, veo el movimiento de una cola y el depredador sale de su escondite. Un par de imperturbables ojos plateados me están mirando. El leopardo sabe que lo hemos visto. Salta hacia delante sobre las rocas inestables; sus fuertes músculos tiemblan con cada impacto. Se avecina una muerte silenciosa y resuelta.

Me pongo a buscar mi rifle.

Jabar se da la vuelta y se desliza hacia mí de culo, gimoteando de pánico. Pero es demasiado tarde. De repente, el leopardo de las nieves se sitúa a escasos centímetros de distancia y cae sobre las patas delanteras con su cola grande y poblada estirada a modo de contrapeso. Su morro ancho y plano se repliega en la mueca fruncida de un gruñido, y sus caninos blancos brillan. El felino atrapa a Jabar por detrás y tira de su cuerpo.

Por fin levanto el rifle. Disparo alto para no darle a Jabar. El felino lo zarandea de un lado a otro y emite un gruñido desde lo más profundo de su garganta como la marcha al ralentí de un motor diésel. Cuando la bala le acierta en el costado, el felino chilla y suelta a Jabar. El animal se enrosca, envolviéndose las patas delanteras con la cola en actitud protectora. Gruñe y grita, buscando la causa de tanto dolor.

El cuerpo de Jabar cae sobre las rocas, sin fuerzas.

El leopardo resulta terrible y hermoso de un modo sobrenatural, y desde luego su sitio está en este lugar. Pero es cuestión de vida o muerte. Se me parte el corazón al descargar el rifle sobre la espléndida criatura. Las manchas rojas se esparcen a través del pelaje moteado. El gran felino cae hacia atrás sobre las rocas, meneando la cola. Sus ojos plateados se cierran con fuerza, y la mueca del gruñido se queda congelada para siempre en su cara.

Me quedo aturdido mientras el último eco de los disparos se aleja a toda velocidad a través de las montañas. A continuación, Jabar me agarra la pierna y se sienta. Se quita la mochila gimiendo. Hinco una rodilla y le poso la mano en el hombro. Le retiro la túnica del cuello y veo dos largas franjas de sangre. Tiene unos cortes poco profundos en la espalda y el hombro, pero por lo demás está ileso.

—Se ha comido tu mochila, cabronazo con suerte —le digo.

Él no sabe si reír o llorar, y yo tampoco.

Me alegro de que el chico esté vivo. Su gente me ejecutaría en el acto si fuera tan tonto de volver sin él. Además, al parecer tiene un don para ver a los leopardos de las nieves justo antes de que se abalancen sobre uno. Algún día eso podría serme útil.

—Larguémonos de esta puta roca —digo.

Pero Jabar no se levanta. Se queda quieto, encorvado, mirando el cadáver sangrante del leopardo de las nieves. Desliza una de sus manos manchadas de tierra y toca brevemente la garra del felino.

—¿Qué es esto? —pregunta.

—He tenido que matarlo, tío. No tenía alternativa —respondo.

—No —dice Jabar—. Esto.

Se inclina hacia el felino y aparta su gran cabeza ensangrentada. Entonces veo algo que no me puedo explicar. Juro que no sé qué pensar.

Allí, justo debajo de la mandíbula del felino, hay una especie de collar fabricado por
avtomat
. Alrededor del pescuezo del animal hay una tira de plástico duro gris claro. En un punto determinado, la tira se ensancha en una esfera del tamaño de una canica. En el dorso de la parte circular, parpadea una lucecita roja.

Tiene que ser una especie de collar por radio.

—Jabar, ve cincuenta metros a un lado y planta tu palo. Yo iré en la otra dirección. Vamos a averiguar adónde van estos datos.

A media tarde, Jabar y yo hemos dejado el felino muy atrás, enterrado bajo unas rocas. He vendado las heridas de la espalda de Jabar. Él no ha hecho ningún ruido, probablemente avergonzado por sus chillidos de antes. No sabe que yo estaba demasiado asustado para gritar. Y tampoco se lo digo.

La trayectoria del collar por radio conduce a través del lago más próximo hacia una pequeña ensenada. Avanzamos rápido a lo largo de la orilla, asegurándonos de no pisar fuera de la tierra compacta que hay junto a las paredes cada vez más escarpadas de las montañas.

Jabar las ve primero: huellas.

La unidad SYP modificada está cerca. Sus pisadas giran en el siguiente recodo, directamente hacia donde nos llevan las transmisiones por radio. Jabar y yo nos miramos a los ojos: hemos llegado a nuestro destino.

—Muafaq b ’ashid
, Paul —dice.

—Buena suerte a ti también, colega.

Giramos en el recodo y nos encontramos cara a cara con la siguiente fase en la evolución de los
avtomat
.

Está medio sumergido en el lago: el
avtomat
más grande imaginable. Es como un edificio o un gigantesco árbol nudoso. La máquina tiene docenas de vainas metálicas como pétalos a modo de piernas. Cada placa es del tamaño del ala de un B-52 Stratofortress y está cubierto de musgo, percebes, enredaderas y flores. Me fijo en que se agitan despacio, con un movimiento apenas visible. Mariposas, libélulas e insectos autóctonos de toda clase revolotean sobre sus placas herbosas. Más arriba, el tronco principal está compuesto por docenas de cuerdas tensas que se extienden hasta el cielo y se enredan unas alrededor de otras casi al azar.

La parte superior del
avtomat
se eleva en el cielo. Un diseño casi fractal de estructuras como cortezas gira y se enrosca en una masa orgánica de algo que parecen ramas. Miles de pájaros anidan en la seguridad de esas extremidades. El viento susurra entre las enmarañadas ramas, empujándolas de acá para allá.

Y en la parte de abajo, moviéndose con cuidado, hay varias docenas de
avtomat
bípedos. Están inspeccionando las otras formas de vida, inclinándose y observando, pinchando y tirando. Como jardineros. Cada uno se ocupa de un área distinta. Están manchados de barro, húmedos y algunos incluso cubiertos de musgo. Eso no parece molestarles.

—Eso no es un arma, ¿verdad? —pregunto a Jabar.

—Todo lo contrario. Es vida —dice él.

Me fijo en que las ramas más altas están llenas de lo que deben de ser antenas, que se bambolean en el viento como bambúes. La única superficie metálica reconocible está instalada allí: una bóveda abierta con forma de túnel del viento. Apunta al nordeste.

—Comunicación por haz concentrado —digo, señalando—. Probablemente basada en microondas.

—¿Qué puede ser? —pregunta Jabar.

Lo observo más detenidamente. Cada hueco y hendidura del colosal monstruo rebosa vida. En el agua se agitan peces que están desovando. Una nube de insectos voladores oscurece los pétalos inferiores, mientras que por los pliegues del tronco central se arrastran roedores. La estructura tiene madrigueras por todas partes, está cubierta de excrementos animales y recibe la danzarina luz del sol: viva.

—Una especie de estación de investigación. Tal vez los
avtomat
están estudiando a los seres vivos: animales, insectos y pájaros.

—Esto no es bueno —murmura Jabar.

—No. Pero si están recabando información, deben de estar enviándola a alguna parte, ¿no?

Jabar levanta su antena, sonriendo.

Me protejo la vista del sol con una mano y miro la elevada y reluciente columna con los ojos entornados. Eso son muchos datos. Dondequiera que estén yendo a parar, apuesto a que hay un puto
avtomat
inteligente al otro lado.

—Jabar, ve cincuenta metros al este y planta el palo. Yo haré lo mismo. Vamos a averiguar dónde vive nuestro enemigo.

Paul estaba en lo cierto. Lo que él y Jabar habían encontrado no era un arma, sino una plataforma de investigación biológica. La ingente cantidad de datos que acumulaba estaba siendo transmitida por haz concentrado a un lugar apartado de Alaska
.

En ese momento, poco menos de un año después de la Hora Cero, la humanidad había dado con el paradero del Gran Rob. Los informes de la posguerra indican que, si bien Paul y Jabar no fueron los primeros en descubrir el paradero de Archos, fueron los primeros en compartir esa información con la humanidad gracias a la ayuda de una insólita fuente situada en la otra parte del mundo
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

7. Columna vertebral

No soy yo, Arrtrad… Lo siento.

LURKER

NUEVA GUERRA + 11 MESES

A medida que los miembros del pelotón Chico Listo proseguíamos nuestro viaje a través de Estados Unidos hacia Gray Horse, nos vimos inmersos en un vacío de información. Los supervivientes de la Hora Cero sufrían la falta de comunicación por vía satélite, lo que impedía que los grupos extensos de personas colaboraran y lucharan juntos. En la Hora Cero, cientos de satélites cayeron del cielo como estrellas fugaces, pero muchos más permanecieron en su lugar: operativos pero bloqueados
.

El adolescente llamado Lurker identificó la causa del bloqueo de la señal. Su intento por repararlo tuvo repercusiones directas en la historia de la humanidad y en la historia de los robots. En las siguientes páginas, describo lo que le ocurrió a Lurker a partir de grabaciones de cámaras de las calles; registros de datos de exoesqueletos; y el relato en primera persona de un subcerebro del propio Archos
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

—Un kilómetro y medio —dice Lurker—. Podemos recorrer un puto kilómetro y medio.

En la imagen de la cámara de seguridad, veo a Lurker y a su maduro camarada Arrtrad. Están en una calle llena de hierba junto al Támesis, desde la que se puede ir corriendo a la seguridad de su barco. Lurker, el adolescente, se ha dejado crecer el pelo y la barba. Ha pasado de tener la cabeza afeitada a parecer un salvaje de Borneo. Arrtrad está como siempre: preocupado.

—¿Directamente a través de Trafalgar Square? —pregunta Arrtrad, con la cara pálida llena de inquietud—. Nos verán. Seguro que nos verán. Si los coches no nos siguen, lo harán esas pequeñas… cosas.

Lurker imita la voz nasal de Arrtrad cruelmente.

—Salvemos a la gente. Llevamos siglos en este barco cruzados de brazos. Bla, bla, bla.

Arrtrad baja la vista.

—He tramado —dice Lurker—. He planeado. He encontrado una forma, colega. ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde están tus cojones?

Arrtrad habla con la mirada clavada en el suelo.

—Lo he visto cuando rebuscaba en la basura, Lurker. Todo este tiempo los coches han estado parados en las calles. Arrancan el motor una vez al mes y se pasean diez minutos. Están preparados, colega. Esperándonos.

—Arrtrad, ven aquí —dice Lurker—. Mírate.

La cámara de seguridad realiza una panorámica en el momento en que Lurker hace señas a Arrtrad para que se acerque a un panel de cristal, abrasado por el sol, fijado a un edificio casi intacto. El tinte se está desprendiendo, pero la pared de cristal todavía conserva un reflejo azulado. Arrtrad se aproxima, y los dos se miran.

Una lectura de datos me informa de que activaron por primera vez el exoesqueleto hace un mes. Armamento militar de cuerpo entero. Sin una persona dentro, las máquinas parecen un caótico montón de brazos y piernas metálicos de color negro conectados a una mochila. Sujetos con correas a las máquinas con motor, los dos hombres miden más de dos metros diez de estatura, fuertes como osos. Los finos tubos negros que les recorren los brazos y las piernas están hechos de titanio. Las articulaciones motorizadas están impulsadas por ronroneantes motores diésel. Me fijo en que los pies son pinchos curvados y flexibles que brindan una base sólida a su estatura.

Lurker flexiona sus miembros sonriendo al espejo. Cada uno de sus antebrazos tiene un pincho dentado que se curva hacia fuera, utilizado para coger objetos pesados sin aplastar los dedos humanos. Cada exoesqueleto tiene un protector metálico que se arquea elegantemente sobre la cabeza de su ocupante, con un LED blanco azulado encendido en la mitad del marco.

Juntos en el espejo, Arrtrad y Lurker parecen un par de supersoldados. Bueno, más bien un par de ingleses que han estado viviendo a base de sardinas y que por casualidad han encontrado una tecnología militar abandonada.

En cualquier caso, es indudable que tienen un aspecto impresionante.

—¿Te ves, Arrtrad? —pregunta Lurker—. Eres una bestia, colega. Eres un asesino. Podemos hacerlo.

Lurker intenta dar una palmada a Arrtrad en el hombro, pero el otro hombre se aparta sobresaltado.

—¡Ten cuidado! —grita Arrtrad—. Estas cosas no están blindadas. No me acerques tus ganchos.

—Está bien, colega. —Lurker se ríe entre dientes—. Oye, la torre de British Telecom está a solo un kilómetro y medio de aquí. Y está bloqueando nuestros satélites. Si la gente pudiera comunicarse, aunque fuera por poco tiempo, tendríamos una oportunidad de luchar.

BOOK: Robopocalipsis
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