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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

Robopocalipsis (32 page)

BOOK: Robopocalipsis
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Arrtrad mira a Lurker con escepticismo.

—¿Por qué haces esto realmente? —pregunta—. ¿Por qué pones tu vida… nuestras vidas… en peligro?

Durante un largo rato, solo se oye el «chup, chup» de los dos motores diésel con la marcha al ralentí.

—¿Te acuerdas de cuando llamábamos por teléfono para fastidiar a la gente? —pregunta Lurker.

—Sí —responde Arrtrad despacio.

—Nos creíamos distintos del resto del mundo. Mejores. Pensábamos que nos estábamos aprovechando de un hatajo de idiotas, pero estábamos equivocados. Resulta que todos estamos en el mismo barco. Metafóricamente hablando.

Arrtrad esboza una sonrisa.

—Pero no le debemos nada a nadie. Tú mismo lo dijiste.

—Sí que debemos algo —repone Lurker—. Nosotros no lo sabíamos, pero estábamos aumentando una factura. Estamos en deuda, colega. Y ahora es el momento de saldarla. Solo los frikis como nosotros sabemos lo importante que es esta torre. Si podemos destruirla, ayudaremos a miles de personas. Tal vez millones.

—¿Y se lo debes a ellos?

—Te lo debo a ti —dice Lurker—. Siento no haber dado el aviso en Londres. Tal vez no me habrían creído, aunque eso nunca me ha detenido. Joder, podría haber informado al puñetero sistema de alerta de emergencias. Podría haber gritado desde los tejados para advertir a la gente. Eso ya no importa. Pero sobre todo… siento no habértelo dicho a ti. Lo siento por… tus hijas, colega. Todo.

Al oír que menciona a sus hijas, Arrtrad aparta la vista de Lurker, parpadeando para contener las lágrimas. Mientras contempla su sinuoso reflejo, saca un brazo del exoesqueleto y se alisa el mechón de pelo rubio de su calva. El brazo del exoesqueleto se coloca automáticamente a un lado. Las mejillas de Arrtrad se inflan al espirar sonoramente, e introduce de nuevo la mano en las correas del brazo metálico.

—Tienes razón —dice.

—Sí —afirma Lurker. A continuación da un golpecito a Arrtrad en su hombro metálico con una afilada cuchilla—. Además —dice—, no querrás vivir para envejecer conmigo, ¿verdad? ¿En una puñetera casa flotante?

Una lenta sonrisa asoma a la cara de pájaro de Arrtrad.

—Tienes toda la razón, joder.

Las calles del centro de Londres están en su mayor parte vacías. Los ataques se produjeron demasiado rápido y de forma demasiado organizada para que la mayoría de los ciudadanos reaccionaran. De acuerdo con la ley, todos los automóviles tenían la capacidad de velocidad máxima. También de acuerdo con la ley, casi nadie tenía armas. Y la red de televisión de circuito cerrado estaba comprometida desde el principio, ofreciendo a las máquinas una visión detallada de todos los espacios públicos de la ciudad.

En Londres, los ciudadanos estaban demasiado seguros para sobrevivir.

Los documentos visuales indican que los camiones de basura automatizados llenaron los vertederos de las afueras de la ciudad de cadáveres durante meses después de la Hora Cero. Ya no queda nadie para destruir el lugar. Los supervivientes no plantan cara en las calles. Y no hay nadie que pueda ver a dos hombres pálidos —uno joven y otro adulto— enfundados en exoesqueletos militares dando zancadas de tres metros sobre la calzada llena de malas hierbas.

El primer ataque se produce a los pocos minutos mientras recorren Trafalgar Square trotando. Las fuentes están secas y llenas de hojas muertas y basura arrastrada por el viento. Hay un par de bicicletas rotas tiradas, pero nada más. Cubierta de pájaros posados, la estatua de granito de lord Nelson con su sombrero de almirante observa desde una columna de casi cincuenta metros de altura cómo los dos hombres atraviesan la plaza a saltos sobre unas hojas elásticas para los pies.

Deberían haber contado con que había demasiado espacio abierto.

Lurker ve el coche inteligente un par de segundos antes de que pueda embestir contra Arrtrad por detrás. Cubre los seis metros que los separan de un salto y cae junto al coche que avanza a toda velocidad. Su capó está cubierto de moho. Sin lavados frecuentes, la naturaleza se está comiendo los vehículos antiguos.

Lástima que haya reemplazos de sobra.

Al caer, Lurker se encorva, introduce las hojas de treinta centímetros de su antebrazo en la puerta del lado del conductor y tira hacia arriba. De las articulaciones de la cadera y la rodilla de su exoesqueleto salen chorros de humo, y el motor diésel se acelera cuando levanta el lateral entero del coche. Apoyado sobre las dos ruedas de la derecha, el coche vira bruscamente pero consigue atrapar la parte trasera de la pierna izquierda de Arrtrad. El vehículo da una vuelta de campana y se aleja, pero Arrtrad pierde el equilibrio y tropieza.

Caerte cuando corres a treinta kilómetros por hora es algo serio. Por suerte, el exoesqueleto detecta que se está cayendo. Sin dar voz ni voto a Arrtrad en el asunto, la máquina pega sus brazos a su cuerpo, y sus piernas se flexionan en posición fetal. El protector de la cabeza resulta de lo más adecuado. En esa postura de choque, el exoesqueleto rueda unas cuantas veces, derriba una boca de incendios y se detiene.

De la boca decapitada no sale ni una gota de agua.

Cuando Lurker aterriza junto a él, Arrtrad ya se está levantando. El hombre rubio y rechoncho se pone en pie, y veo que está sonriendo, con el pecho palpitante.

—Gracias —le dice a Lurker.

Tiene sangre en los dientes, pero no parece importarle. Se yergue de golpe y se marcha corriendo. Lurker va tras él, atento por si se presentan más coches. Aparecen más vehículos, pero son lentos y no están preparados para ello. No pueden seguir a los veloces hombres mientras avanzan dando brincos por los callejones y atraviesan parques como una centella.

Lurker lo expresó mejor: solo es un puto kilómetro y medio.

Desde la perspectiva de una nueva cámara, veo la torre cilíndrica de British Telecom apareciendo amenazadoramente en el cielo azul como un juego de construcción. La parte superior está llena de antenas, y un poco más abajo hay un círculo de parabólicas transmisoras que apuntan en todas direcciones. Es la estación de telecomunicaciones más grande de Londres y tiene autopistas enteras de cable de fibra óptica enterradas debajo. En materia de comunicaciones, todos los caminos conducen a la torre de British Telecom.

Los exoesqueletos aparecen, rodean como una flecha el costado del edificio y se paran delante de una puerta de acero. Arrtrad apoya el marco rayado de su exoesqueleto contra la pared, jadeando.

—¿Por qué no la destruimos desde aquí? —pregunta.

Lurker flexiona los brazos y ladea la cabeza a un lado y a otro para relajar el cuello. Parece estimulado por la carrera.

—La fibra está enterrada en un tubo de hormigón. Está protegida. Además, sería un poco cutre, ¿no? Nosotros tenemos más clase, colega. Utilizaremos este sitio contra las máquinas. Cogeremos el teléfono y haremos una llamada. Es lo que mejor se nos da, ¿no? Y este es el mejor teléfono del hemisferio.

Lurker señala con la cabeza un bulto en su bolsillo.

—Y si todo lo demás falla… bum —dice.

Entonces introduce a la fuerza las cuchillas de su antebrazo en la puerta de acero, y cuando las saca hay un agujero en el metal. Un par de cuchilladas más y la puerta se abre.

—Adelante —dice Lurker, y los dos entran en un estrecho pasillo.

Se inclinan y recorren sigilosamente el oscuro pasadizo, procurando no respirar los gases del motor diésel. A la tenue luz del pasillo, los LED incrustados en la curva metálica de sus cabezas se iluminan.

—¿Qué estamos buscando? —pregunta Arrtrad.

—La fibra —susurra Lurker—. Tenemos que bajar hasta la fibra. En el mejor de los casos, nos hacemos con ella y enviamos una señal para que todos los robots se tiren al río. En el peor de los casos, volamos el bloqueador de señal y liberamos los satélites de comunicaciones.

Al fondo del pasillo hay otra puerta de acero. Lurker la abre suavemente. Sus LED se atenúan cuando asoma la cabeza.

A través de la cámara incorporada en el exoesqueleto, veo que las máquinas han vaciado casi por completo el interior del edificio cilíndrico. Los rayos del sol entran formando un arco a través de las quince plantas de ventanas sucias. La luz cae en el aire muerto y se fragmenta a través de una celosía de barras de refuerzo y vigas de apoyo radial. Los trinos de los pájaros resuenan a través del cavernoso espacio. Enredaderas, hierba y moho crecen en los montones de basura y desechos que cubren todas las superficies del suelo.

—Joder —murmura Lurker.

En medio de ese jardín botánico, un sólido cilindro de cemento sobresale a lo alto a través del edificio. Plagada de enredaderas, la columna desaparece en las sombrías alturas. Es la estructura de apoyo definitiva que mantiene el edificio en pie. La columna vertebral.

—El edificio se ha vuelto salvaje —dice Arrtrad.

—Bueno, no hay forma de llegar a los transmisores superiores desde aquí —señala Lurker, mirando los montones de escombros que antes eran los suelos y las paredes de las plantas superiores—. No importa. Tenemos que llegar hasta los ordenadores. En la base del edificio. Abajo.

Algo pequeño y gris corretea sobre un montón de papeles mohosos y se mete debajo de una pila enmarañada de sillas de oficina oxidadas. Arrtrad y Lurker se miran, recelosos.

Lurker se lleva un dedo a los labios, teniendo cuidado con el pincho de su antebrazo. Los dos hombres abandonan sigilosamente el pasillo y entran en el jardín botánico. Las hojas de sus pies se hunden en el musgo y la basura en descomposición, dejando huellas planas.

Una puerta azul aguarda en la base de la columna central, empequeñecida por el tamaño del edificio que lo rodea. Se dirigen a la puerta a trote rápido, reduciendo el ruido al mínimo. Arrtrad retrocede para acuchillar la puerta, pero Lurker lo detiene con un gesto. Tras sacar el brazo del exoesqueleto, Lurker alarga la mano y gira el pomo. La puerta se abre de un tirón sobre sus chirriantes bisagras. Dudo que haya sido abierta desde que empezó la guerra.

Dentro, el pasillo está sucio, pero tras dar varios pasos, todo empieza a estar muy limpio. El tenue rugido del aire acondicionado aumenta de volumen conforme avanzan por el corredor de cemento. El suelo está inclinado hacia abajo, en dirección a un cuadro de luz brillante situado al final del túnel.

—Es como si estuviéramos muertos —dice Arrtrad.

Finalmente, llegan al fondo: una sala blanca limpia y cilíndrica con techos de seis metros de altura. Está llena de una hilera tras otra de estantes con aparatos. Las estanterías están dispuestas en círculos concéntricos que se vuelven más pequeños cuanto más cerca están del centro de la sala. En el techo brillan hileras de fluorescentes, que iluminan crudamente cada detalle de la sala. Empieza a formarse vaho en el metal negro de los exoesqueletos, y Arrtrad se estremece.

—Aquí abajo hay mucha electricidad —dice Lurker.

Los dos hombres entran, desorientados por los millones de luces verdes y rojas parpadeantes que cubren las torres de hardware. En el centro de la sala está su objetivo: un agujero negro en el suelo del tamaño de una boca de alcantarilla, con una escalera metálica que asoma por la parte superior: el núcleo de la fibra óptica.

Unos robots cuadrúpedos hechos de plástico blanco suben y bajan por las estanterías, deslizándose como lagartos entre los estantes con aparatos que zumban. Algunos de esos robots lagarto utilizan las patas delanteras para tocar los dispositivos, moviendo cables o pulsando botones. Me recuerdan a esos pajaritos que se posan sobre los hipopótamos y los limpian de parásitos.

—Vamos —murmura Lurker a Arrtrad. Se dirigen resueltamente al agujero del suelo—. Aquí abajo está la solución a todos nuestros problemas.

Pero Arrtrad no responde. Él ya lo ha visto.

Archos.

Silenciosa como la dama de la guadaña, la máquina planea sobre el agujero. Parece un ojo enorme hecho de anillos de metal reluciente. De sus bordes salen cables amarillos como la melena de un león. Una impecable lente de cristal negro se halla en el centro de los anillos. Mira sin parpadear.

Y sin embargo, no es Archos. No del todo. Solo una parte de la inteligencia que constituye Archos ha sido introducida en esa amenazante máquina: un subcerebro local.

Lurker hace esfuerzos por poner en marcha su exoesqueleto, pero no puede mover los brazos ni las piernas. Los motores del traje se han parado. Su rostro palidece al caer en la cuenta de lo que debe de haber pasado.

El exoesqueleto tiene un puerto de comunicaciones externo.

—¡Arrtrad, corre! —grita Lurker.

Arrtrad, pobre desgraciado. Está temblando, tratando desesperadamente de sacar los brazos del arnés, pero tampoco puede controlarlo. Los dos exoesqueletos han sido anulados.

Flotando sobre la intensa luz de los fluorescentes, el ojo gigantesco mira sin reaccionar en lo más mínimo.

Los motores del traje de Lurker funcionan con dificultad, y el muchacho gruñe lastimosamente del esfuerzo, intentando resistirse. Pero es inútil: es una marioneta atrapada en las cuerdas de ese monstruo suspendido.

Antes de que Lurker pueda reaccionar, su brazo derecho se aparta bruscamente y envía una de las hojas del antebrazo silbando por los aires. La hoja atraviesa el pecho de Arrtrad hasta la columna metálica de su exoesqueleto. Arrtrad se queda mirando boquiabierto a Lurker, sorprendido. Su sangre gotea por el extremo de la hoja en oleadas arteriales y empapa la manga de Lurker.

—No soy yo, Arrtrad —susurra Lurker, con la voz quebrada—. No soy yo. Lo siento, colega.

Y la hoja sale de un tirón. Arrtrad da una boqueada y acto seguido se desploma con un agujero en el pecho. Su exosqueleto le protege cuando cae lentamente al suelo sin fuerzas. Tendido en el piso, sus motores se apagan, y la máquina se queda parada y en silencio mientras un charco de sangre se extiende a su alrededor.

—Cabrón —grita Lurker al robot inexpresivo que lo observa desde lo alto.

La máquina desciende sin hacer ruido adonde está él, con la hoja del brazo resbaladiza de la sangre. Se sitúa justo delante de la cara de Lurker, y un palo de aspecto delicado —una especie de sonda— sale de su ojo negro. Lurker hace esfuerzos por apartarse, pero su rígido exoesqueleto lo inmoviliza.

Entonces la máquina habla con esa extraña y familiar voz infantil. Por el asomo de sorpresa de su cara, veo que Lurker recuerda haber oído esa voz por teléfono.

BOOK: Robopocalipsis
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