Apoyando a Nolan contra la cadera, me abro paso a empujones entre la gente y corro por un pasillo hacia la enfermería. Detrás de mí, un par de ancianas empujan tranquilamente contra la puerta. No tengo tiempo para darles las gracias, pero me acordaré de sus caras. Rezaré por ellas.
Es la primera vez que entro en esta larga sala de madera. Hay un estrecho pasadizo central separado con cortinas a cada lado. Avanzo a zancadas, apartando las cortinas en busca de mi hija. Cada vez que tiro de una descubro un nuevo horror, pero mi cerebro no asimila nada de lo que veo. Solo voy a reconocer una cosa. Una cara.
Y entonces la veo.
Mi pequeña está tumbada en una camilla con un monstruo cerniéndose sobre su cabeza. Es una especie de máquina quirúrgica fijada sobre un brazo metálico, con una docena de patas de plástico que descienden de ella. Las extremidades del robot están envueltas en papel esterilizado. En la punta de cada pata hay un utensilio: escalpelos, ganchos, soldadores. La máquina se mueve tan rápido que casi no se distingue —movimientos precisos y bruscos—, como una araña tejiendo su red. Trabaja en la cara de Mathilda sin detenerse ni reparar aparentemente en mi presencia.
—¡No! —grito.
Dejo a Nolan y agarro la base de la máquina. La levanto de la cara de mi hija con todas mis fuerzas. Confundida, la máquina repliega sus brazos en el aire. En esa fracción de segundo, empujo la camilla con el pie y aparto el cuerpo de Mathilda de la máquina. La herida de mi pierna se vuelve a abrir, y noto que me cae un hilillo de sangre por la pantorrilla.
El Big Happy ya debe de estar cerca.
Me inclino sobre la camilla y miro a mi hija. Algo terrible ha ocurrido. Sus ojos. Sus preciosos ojos ya no están.
—¿Mathilda? —pregunto.
—¿Mamá? —dice ella, sonriendo.
—Cariño, ¿estás bien?
—Creo que sí —contesta, frunciendo el ceño al ver la expresión de mi cara—. Noto algo raro en los ojos. ¿Qué pasa?
Con los dedos temblorosos, se toca el apagado metal negro que ahora tapa sus cuencas oculares.
—¿Estás bien, cielo? ¿Puedes ver? —pregunto.
—Sí, puedo ver. Veo por dentro —dice Mathilda.
Una sensación de temor me invade el vientre. Demasiado tarde. Han hecho daño a mi niña.
—¿Qué ves, Mathilda?
—Veo las máquinas por dentro —contesta.
Solo nos lleva unos minutos llegar al perímetro. Levanto a Mathilda y a Nolan por encima de la valla. Esta mide tan solo un metro y medio de altura. Es parte del cebo para los aspirantes a salvadores que miran desde fuera. Las armas centinela que acechan en el campo están diseñadas para ser los auténticos vigilantes de seguridad.
—Vamos, mamá —me apremia Mathilda, a salvo en el otro lado.
Pero a estas alturas la pierna me sangra mucho; la sangre se acumula en mi zapato y se derrama en el suelo. Después de subir a Nolan por encima de la valla, estoy demasiado agotada para moverme. Me mantengo consciente haciendo un esfuerzo supremo. Rodeo la tela metálica con los dedos, me pongo de pie y miro a mis pequeños por última vez.
—Siempre os querré. Pase lo que pase.
—¿Qué quieres decir? Vamos. Por favor —dice Mathilda.
Mi campo de visión se está nublando y empequeñeciendo. Ahora veo el mundo como dos puntos; el resto es oscuridad.
—Coge a Nolan y marchaos, Mathilda.
—No puedo, mamá. Hay armas. Puedo verlas.
—Concéntrate, cielo. Ahora tienes un don. Mira dónde están las armas. Dónde pueden disparar. Busca un camino seguro. Coge a Nolan de la mano y no lo sueltes.
—Mamá —dice Nolan.
Bloqueo todas mis emociones. No tengo elección. Oigo el ruido de los motores de las criadillas saliendo en masa al campo detrás de mí. Me desplomo contra la valla. Saco fuerzas de alguna parte para gritar.
—¡Mathilda Rose Pérez! No hay pero que valga. Coge a tu hermano y marchaos. Corred. No paréis hasta que estéis muy lejos de aquí. ¿Me oyes? Corred. Marchaos ya o me enfadaré mucho contigo.
Mathilda se estremece al oír mi voz. Da un paso a un lado, indecisa. Siento que se me parte el corazón. Es una sensación de insensibilidad que irradia de mi pecho y anula todo pensamiento… y consume mi miedo.
Entonces Mathilda aprieta la boca en una fina línea. Su frente adopta su familiar ceño obstinado por encima de esos monstruosos implantes sin vida.
—Nolan —dice—. Cógeme la mano pase lo que pase. No me sueltes. Vamos a correr muy rápido, ¿vale?
Nolan asiente con la cabeza y le coge la mano.
Mis soldaditos. Supervivientes.
—Te quiero, mamá —dice Mathilda.
Y entonces mis pequeños se van.
No hay más pruebas documentales de que Laura Pérez siguiera con vida. Mathilda Pérez, sin embargo, es harina de otro costal
.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Eso no es un arma, ¿verdad?
Especialista PAUL BLANTON
NUEVA GUERRA + 10 MESES
Durante el larguísimo período posterior a la Hora Cero en Afganistán, el especialista Paul Blanton no solo sobrevivió, sino que progresó. Como se relata en la siguiente evocación, Paul descubrió un artefacto tan importante que alteró el curso de la Nueva Guerra… y lo hizo mientras huía para salvar el pellejo en un entorno increíblemente hostil
.
Resulta difícil determinar si el joven soldado tuvo suerte, fue astuto o ambas cosas. Personalmente, creo que cualquiera que esté directamente relacionado con Lonnie Wayne Blanton tiene la mitad de camino ganado para ser un héroe
.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Jabar y yo estamos tumbados en una cima con los prismáticos en la mano.
Son aproximadamente las diez de la mañana. La estación seca en Afganistán. Hace media hora captamos otra comunicación de un
avtomat
. Solo era una transmisión aérea, probablemente enviada a un observador móvil del suelo, pero también podría haber sido destinada a un tanque. O a algo todavía peor. Jabar y yo hemos decidido atrincherarnos aquí y esperar a que esa cosa aparezca, sea lo que sea.
Sí, prácticamente una misión suicida.
Después de que cayera toda la mierda, los nativos nunca acabaron de fiarse de mí. A Jabar y a mí nos prohibieron acercarnos a los principales campamentos. La mayoría de los civiles de Afganistán huyeron a unas cuevas artificiales de la provincia de Bamiyán. Un sitio antiquísimo. Una gente muy desesperada las excavó en las paredes de unas montañas realmente escarpadas, y desde hace aproximadamente mil años han sido el refugio al que acuden en cada guerra civil, cada hambruna, cada plaga y cada invasión.
La tecnología cambia, pero la gente sigue siendo la misma.
Los viejos gruñones con barbas de Santa Claus y cejas encaramadas en la frente se sentaron en un círculo y se pusieron a beber té y a gritarse unos a otros. Se preguntaban por qué los
avtomat
aéreos estaban aquí, de entre todos los sitios posibles. Para averiguarlo, nos mandaron a rastrear las comunicaciones. Fue un castigo para Jabar, pero nunca se olvidó de que le salvé la vida en la Hora Cero. Un buen chico. Le quedaba muy mal la barba. Pero era un buen chico.
El sitio al que nos mandaron, Band-e-Amir, es tan bonito que duele a la vista. Lagos azul celeste entre austeras montañas marrones. Todo rodeado de precipicios de piedra caliza de un vivo color rojo. Estamos a tanta altura y el aire está tan enrarecido que te acaba afectando. Juro que aquí arriba la luz hace algo raro que no hace en otras partes. Las sombras son muy nítidas. Los detalles son muy marcados. Como un planeta alienígena.
Jabar lo ve primero y me da un codazo.
Un
avtomat
bípedo avanza por un camino de tierra a más de un kilómetro y medio de distancia, cruzando la maleza. Me doy cuenta de que antes era un SYP. Probablemente un modelo Hoplite, a juzgar por su altura y su paso ligero. Pero no hay manera de saberlo. Últimamente, las máquinas han estado cambiando. Por ejemplo, ese bípedo no lleva ropa como un SYP. Está hecho de una especie de material fibroso de color tierra. Camina a una velocidad constante de ocho kilómetros por hora, su sombra extendiéndose en la tierra por detrás, de forma tan mecánica como un tanque avanzando a través de las arenas del desierto.
—¿Es un soldado? —pregunta Jabar.
—Ya no sé lo que es —contesto.
Jabar y yo decidimos seguirlo.
Esperamos hasta que está casi fuera de nuestro alcance. Cuando dirigía un grupo de SYP, vigilábamos con dispositivos aéreos un radio de mil kilómetros cuadrados alrededor de nuestra unidad. Me alegro de conocer el procedimiento para poder permanecer fuera de su alcance. Lo bueno de los
avtomat
es que no dan un paso de más si no tienen que hacerlo. Acostumbran a viajar en línea recta o siguiendo caminos sencillos. Eso hace que sean predecibles y más fáciles de seguir.
Manteniéndonos en lo alto, avanzamos a lo largo de la cima en la misma dirección que el
avtomat
. Al poco rato, el sol sale y empieza a brillar con fuerza, pero nuestras túnicas de algodón sucias evacuan el sudor. En realidad, es agradable andar en compañía de Jabar. Un sitio tan grande como este hace que te sientas pequeño. Y aquí a uno le afecta la soledad muy rápido.
Jabar y yo atravesamos el paisaje desolado equipados solo con nuestras mochilas, nuestras túnicas y unas antenas que parecen flagelos de dos metros de largo hechas de grueso plástico negro que se bambolean a cada paso que damos. Deben de haber salido de alguna máquina durante los últimos cincuenta años de guerra. Utilizando nuestras antenas, podemos captar las comunicaciones por radio de los
avtomat
y averiguar su direccionalidad. De esa forma, seguimos sus movimientos y advertimos a nuestra gente. Es una lástima que no podamos escucharlos, pero es imposible descifrar el sistema de codificación de los
avtomat
. Sin embargo, merece la pena estar al tanto de dónde están los malos.
Nuestras túnicas se confunden con las rocas. Aun así, normalmente permanecemos como mínimo a ochocientos metros el uno del otro. El hecho de estar tan separados ayuda a determinar la dirección de las comunicaciones por radio de los
avtomat
. Además, si uno de nosotros es alcanzado por un proyectil, el otro tiene tiempo para escapar o esconderse.
Después de seguir al bípedo durante cinco o seis horas, nos separamos y tomamos una última lectura. Es un proceso lento. Me siento sobre mi montón de ropa, sostengo la antena en el aire y me pongo los auriculares por si oigo el crepitar de las comunicaciones. Mi máquina registra el momento de llegada automáticamente. Jabar está haciendo lo mismo a ochocientos metros de distancia. Dentro de poco, compararemos las cifras para obtener una dirección aproximada.
Sentado aquí al sol, uno tiene mucho tiempo para pensar en lo que puede haber pasado. Exploré mi antigua base una vez. Escombros azotados por el viento. Pedazos oxidados de máquinas abandonadas. No hay nada a lo que regresar.
Después de media hora sentado con las piernas cruzadas mirando cómo el sol desciende sobre las centelleantes montañas, capto una comunicación. La antena parpadea: está conectada. Hago señales a Jabar con mi espejo de mano agrietado, y él me responde. Regresamos el uno al encuentro del otro.
Parece que el
avtomat
bípedo ha pasado al otro lado de la siguiente cima y se ha parado. No duermen, de modo que quién sabe lo que estará haciendo allí. No debe de habernos detectado, porque no llueven balas. Cuando oscurece, la tierra irradia el calor de todo el día hacia el cielo. El calor es nuestro único camuflaje; sin él, no tenemos más remedio que quedarnos quietos. Sacamos los sacos de dormir y acampamos para pasar la noche.
Jabar y yo nos tumbamos uno al lado del otro en la oscuridad cada vez más fría. El cielo negro se está abriendo en lo alto, y juro por Dios que aquí hay más estrellas que noche.
—Paul —susurra Jabar—. Estoy preocupado. Este no se parece a los otros.
—Es una unidad SYP modificada. Antes eran muy comunes. Trabajé con montones de ellos.
—Sí, lo recuerdo. Eran los pacifistas a quienes les crecieron colmillos. Pero este no estaba hecho de metal. Y no tenía ningún arma.
—¿Y eso te preocupa? ¿Que estuviera desarmado?
—Es distinto. Cualquier cosa distinta es mala.
Me quedo mirando al cielo, escucho el viento en las rocas y pienso en los miles de millones de partículas de aire que chocan unas contra otras sobre mi cabeza. Tantas posibilidades… Todo el horrible potencial del universo.
—Los
avtomat
están cambiando, Jabar —digo por fin—. Si lo distinto es malo, creo que nos esperan muchas cosas malas.
No teníamos ni idea de cuánto estaban cambiando las cosas.
A la mañana siguiente, Jabar y yo recogimos nuestras pertenencias y avanzamos sigilosamente por encima de las rocas quebradas hacia la siguiente cima. Al otro lado, otro lago azul celeste que dañaba a la vista lamía una orilla de piedra caliza.
Band-e-Amir era un parque nacional, pero esto sigue siendo Afganistán. Eso significa que una placa de bronce no impidió que la gente de la zona pescara con dinamita. No es el método más ecológico, pero yo también he usado el palangre una o dos veces en Oklahoma. Incluso con la dinamita, los botes de gasolina con fugas y las líneas de drenaje, Band-e-Amir ha superado la prueba del tiempo.
Ha sobrevivido a la gente de la zona.
—Los
avtomat
deben de haber venido por aquí —digo, mirando la pendiente rocosa.
Las irregulares rocas de pizarra varían de tamaño, de las dimensiones de un balón de baloncesto a las de una mesa. Algunas son estables. La mayoría, no.
—¿Puedes conseguirlo? —pregunto a Jabar.
Él asiente con la cabeza y da una palmada en su polvorienta bota de combate. Fabricada en Estados Unidos. Probablemente, saqueada por su tribu a miembros de mi base. Así es la vida.
—Estupendo, Jabar. ¿De dónde las has sacado?
El chico se limita a sonreírme; el adolescente más demacrado del mundo.
—Está bien, vamos —digo, pasando con cuidado por encima del borde de la cresta.
Las rocas son tan inestables y escarpadas que tenemos que bajar de cara a la ladera, pegando nuestras palmas sudorosas contra las rocas y probando cada paso antes de darlo.
Es muy positivo que vayamos hacia atrás.
Al cabo de treinta minutos, solo estamos a mitad de trayecto. Me estoy abriendo camino con cuidado entre los escombros —dando patadas a las rocas para ver si se mueven— cuando oigo caer unas rocas más arriba. Jabar y yo nos quedamos paralizados, estirando el cuello y escudriñando la cara de roca gris en busca de movimiento.