Robopocalipsis (36 page)

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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Robopocalipsis
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Pam. Pam. Pam.

Nuestras armas iluminan el campo, haciendo pedazos a los amputadores. Pero vienen más. Y después, más. Es una ola gigantesca de asquerosas criaturas reptantes que corren entre la hierba como hormigas.

—La cosa se está poniendo muy fea —grita Tiberius—. ¿Qué hacemos, Cormac?

—Ráfagas de tres disparos —grito.

Media docena de rifles se ajustan al modo automático.

Pam, pam, pam, pam, pam, pam.

Las bocas de los rifles lanzan destellos, dibujando sombras en nuestras caras cubiertas de tierra. Chorros de tierra y metal retorcido saltan del suelo, junto con alguna que otra llamarada cuando los líquidos que contienen los amputadores entran en contacto. Nos mantenemos en un semicírculo y derramamos balas sobre el terreno. Pero los amputadores no paran de venir, y están empezando a dispersarse a nuestro alrededor, como un enjambre.

Jack ha desaparecido y yo estoy al mando, y vamos a volar en pedazos. ¿Dónde coño está Jack? Se suponía que mi hermano el héroe tenía que salvarme de situaciones como esta.

Maldita sea.

Cuando los amputadores nos rodean, grito:

—¡Venid a por mí!

Dos minutos más tarde estoy sudando bajo el sol, con el hombro derecho pegado al omóplato izquierdo de Cherrah, y casi disparándome a los pies. Carl está apretujado entre Leo y Ty. Noto el olor del largo cabello moreno de Cherrah y visualizo mentalmente su sonrisa, pero no puedo permitirme pensar en eso ahora. Una sombra me cruza la cara y la leyenda en persona, Lonnie Wayne Blanton, cae del cielo.

El viejo va montado en un caminante alto: uno de los proyectos Frankenstein de Alondra. La criatura está formada solamente por dos patas de avestruz robóticas de dos metros y una vieja silla de rodeo colocada encima. Lonnie Wayne está sentado en lo alto, con sus botas de cowboy metidas en los estribos y la mano posada perezosamente en el pomo de la silla. Lonnie va montado en el caminante alto como un veterano profesional, bamboleando las caderas con cada paso de jirafa que da la máquina. Igual que un condenado cowboy.

—Hola a todos —dice.

A continuación se vuelve y dispara un par de veces con su escopeta a la maraña de amputadores que corretean sobre la tierra removida hacia nuestra posición.

—Lo estás haciendo estupendamente, amigo —me dice Lonnie Wayne.

Tengo una expresión vaga en la cara. No puedo creer que siga con vida.

Justo entonces otros dos caminantes altos entran en nuestro claro, y unos cowboys osage empiezan a disparar con sus escopetas y a abrir grandes agujeros en el enjambre de amputadores que se acerca.

Al cabo de unos segundos, los tres caminantes altos han usado sus elevadas posiciones estratégicas y la lluvia de disparos de escopeta para liquidar la mayor parte de los amputadores. Pero no todos.

—Cuidado con la pata —grito a Lonnie.

Un amputador que de algún modo se ha quedado detrás de nosotros está trepando por el metal de la pata del caminante alto de Lonnie. Él mira hacia abajo y se inclina en la silla de montar de tal forma que la pata se levanta y se sacude. El amputador sale despedido y cae en la maleza, donde un miembro de mi equipo lo hace volar en pedazos rápidamente.

«¿Por qué no se ha activado el amputador?», pienso.

Alondra está gritando de nuevo en algún punto más adelante, esta vez con voz ronca. También oigo a Jack dando órdenes breves. Lonnie gira la cabeza y hace una señal a su guardaespaldas. Pero antes de que pueda marcharse, rodeo con la mano la lisa vara metálica de su zanco.

—Lonnie —digo—, quédate donde sea seguro. No debes poner a tu general en la línea de fuego.

—Entendido —contesta el viejo canoso—. Pero, demonios, es la forma de ser del cowboy, muchacho. Alguien tiene que asumir la responsabilidad.

Amartilla la escopeta y expulsa un cartucho gastado, se cala el sombrero y hace un gesto con la cabeza. Y moviéndose con fluidez en la silla del zancudo caminante, se gira y salta sobre la hierba de un metro ochenta de altura.

—¡Vamos! —ordeno al pelotón.

Nos precipitamos sobre la hierba aplastada, esforzándonos por seguir el ritmo a Lonnie. A medida que avanzamos, vemos cadáveres entre los tallos y, lo que es todavía peor, a los que están vivos y heridos, con la cara pálida y la boca murmurando una oración.

Agacho la cabeza y sigo adelante. Tengo que alcanzar a Jack. Él nos ayudará.

Me muevo rápido, escupiendo hierba y concentrándome en no perder de vista el punto húmedo situado entre los omóplatos de Cherrah, cuando irrumpimos en un claro.

Allí ha pasado algo grave de cojones.

En un círculo de aproximadamente treinta metros, la hierba ha sido pisoteada hasta convertirse en barro y se han arrancado grandes terrones de la superficie. Solo tengo una fracción de segundo para contemplar la escena antes de rodear a Cherrah con los brazos y derribarla al suelo. Ella cae encima de mí, y la culata de su arma me deja sin aire en los pulmones. Pero la pata del tanque araña pasa silbando muy cerca de su cabeza sin volarle los sesos.

Las extremidades de
Houdini
están cubiertas de amputadores. El tanque da brincos como un potro corcoveando. Alondra y Jack están encima de él, apretando los dientes y agarrándose con todas sus fuerzas. Casi ninguno de los amputadores se ha desprendido; hay docenas de ellos incrustados en la red de la barriga, y otros trepan obstinadamente por los flancos del caminante blindado.

Jack está encorvado, tratando de desatar a Alondra. El chico ha quedado enredado en su cuerda. Lonnie y sus dos guardias brincan ágilmente alrededor del monstruo corcoveante con sus caminantes altos, pero no encuentran un buen lugar para disparar.

—¡Apartaos todos! —grita Lonnie.

El tanque pasa a toda prisa, y veo fugazmente que Alondra tiene el antebrazo torcido debajo de la cuerda. Jack no puede liberarlo con los brincos y el movimiento. Pero si el tanque araña estuviera quieto, aunque solo fuera por un segundo, los amputadores treparían hasta lo alto. Alondra grita, maldice y llora ligeramente, pero no puede liberarse.

No tiene de qué preocuparse. Todos sabemos que Jack no lo dejará. La palabra «abandonar» no figura en el diccionario de un héroe.

Al observar a los amputadores, me fijo en que están apiñados en las articulaciones de las rodillas del tanque. Me asalta una pregunta. «¿Por qué no explotan?» La respuesta está delante de mis narices. «El calor.» Las articulaciones están calientes de tanto saltar. Esos pequeños cabrones no se activan hasta que llegan a algún lugar caliente.

«Están buscando temperatura corporal.»

—¡Lonnie!

Agito los brazos para llamarle la atención. El viejo se da la vuelta y acerca su caminante a mí. Ahueca una mano alrededor de su oreja y usa la otra para secarse el sudor de la frente con un pañuelo blanco.

—Van al calor, Lonnie —grito—. Tenemos que encender fuego.

—Si encendemos fuego, no se apagará —contesta él—. Podría matar al ganado.

—O eso o Alondra se muere. Tal vez todos muramos.

Lonnie me mira, con unas profundas arrugas en la cara. Sus ojos son de un azul acuoso y tienen una mirada seria. Entonces apoya la escopeta en el pliegue del codo y mete la mano en el bolsillo pequeño de sus vaqueros. Oigo un tintineo metálico, y un antiguo encendedor Zippo cae en mi mano. Tiene pintado en un lado un símbolo de una erre doble, junto con las palabras: «Rey de los cowboys».

—Deja que el viejo Roy Rogers te eche una mano —dice Lonnie Wayne, y una sonrisa mellada asoma a su rostro.

—¿Cuántos años tiene esto? —pregunto, pero cuando giro la rueda, una llama intensa sale de la parte superior.

Lonnie ya ha movido su caminante y está cercando al resto del pelotón mientras evita el tanque araña descontrolado.

—¡Quemadlo, quemadlo, quemadlo todo! —grita Lonnie Wayne—. ¡Es lo único que nos queda, chicos! No tenemos opción.

Lanzo el encendedor a la hierba, y al cabo de unos segundos empieza a arder un fuego violento. El pelotón se retira al otro lado del claro, y observamos cómo los amputadores se desprenden del tanque araña uno tras otro. Las criaturas saltan sobre el suelo arrasado hacia la cortina de llamas, realizando el mismo movimiento estúpido.

Finalmente,
Houdini
deja de corcovear. La máquina se calma, con los motores sobrecalentados y chirriando. Veo la mano de mi hermano recortada contra el cielo. Levanta el pulgar para indicar que todo va bien. Hora de marcharnos.

«Gracias, Señor.»

De repente, Cherrah me coge la cara con las dos manos. Pega su frente a la mía, haciendo entrechocar nuestros cascos, y sonríe de oreja a oreja. Tiene la cara cubierta de tierra y de sudor, pero es lo más hermoso que he visto en mi vida.

—Bien hecho, Chico Listo —dice, y su aliento me hace cosquillas en los labios.

El corazón me late ahora más deprisa que durante el resto del día.

Entonces Cherrah y su sonrisa resplandeciente desaparecen… y se internan como una flecha en la hierba para regresar a Gray Horse.

Una semana más tarde, el Ejército de Gray Horse respondió a la llamada a las armas de Paul Blanton y reunió una tropa para que se movilizara hacia Alaska. Probablemente, su valiente respuesta obedecía a que ninguno de los soldados era realmente consciente de lo cerca que habían estado de ser totalmente aniquilados en las Grandes Llanuras. La documentación de la posguerra indica que toda la batalla fue registrada en detalle por dos pelotones de robots humanoides que estaban acampando a tres kilómetros de Gray Horse. Misteriosamente, esas máquinas decidieron desafiar las órdenes de Archos y no participaron en la batalla
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

4. Despertar

El gran
akuma
no descansará

hasta que yo esté muerto.

TAKEO NOMURA

NUEVA GUERRA + 1 AÑO Y 4 MESES

Echando mano de sus increíbles conocimientos de ingeniería y de una perspectiva bastante fuera de lo común con respecto a las relaciones entre humanos y robots, Takeo Nomura logró construir el castillo de Adachi al año siguiente de la Hora Cero. Nomura creó esa zona segura para los humanos en el centro de Tokio sin ayuda externa. Desde allí salvó miles de vidas y realizó su última contribución vital a la Nueva Guerra
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Por fin mi reina abre los ojos.

—Anata
—dice, tumbada boca arriba, mirando mi cara—. Tú.

—Tú —susurro.

Me he imaginado este momento muchas veces mientras atravesaba la fábrica oscura y me defendía de los interminables ataques procedentes del otro lado de los muros de mi castillo. Siempre me preguntaba si tendría miedo de ella después de lo que le pasó. Pero mi voz no deja lugar a dudas. No tengo ningún miedo. Sonrío y sonrío todavía más al ver mi felicidad reflejada en sus facciones.

Su cara ha estado inmóvil mucho tiempo. Su voz, callada.

Una lágrima me acaricia la mejilla y me cae por la cara. Ella la toca y la seca, clavando la vista en mis ojos. Vuelvo a fijarme en que la lente de su ojo derecho está llena de finas grietas. Una mancha de piel derretida mancilla el lado derecho de su cabeza. No puedo hacer nada para repararlo hasta que encuentre la parte adecuada.

—Te he echado de menos —digo.

Mikiko se queda en silencio un instante. Mira más allá de mí, al curvado techo metálico que se eleva treinta metros por encima de nosotros. Tal vez esté confundida. La fábrica ha cambiado mucho desde que la Nueva Guerra dio comienzo.

Es una arquitectura de necesidad. Los
senshi
de la fábrica han trabajado incesantemente para improvisar una estructura defensiva. Las parte exterior es una compleja serie de elementos: chatarra, postes que sobresalen y plástico aplastado. Todo ello forma un laberinto construido para confundir a los enjambres de pequeños
akuma
que continuamente intentan entrar.

Unas monstruosas vigas de acero cubren el techo como la caja torácica de una ballena. Fueron construidas para detener a los
akuma
más grandes, como el que podía hablar y murió aquí al principio de la guerra. Ese
akuma
me reveló el secreto para despertar a Mikiko, pero también estuvo a punto de destruir mi castillo.

El trono de chatarra no fue idea mía. Al cabo de unos meses, empezó a llegar gente. Muchos millones de compatriotas míos fueron llevados al campo y asesinados. Confiaban demasiado en las máquinas y se encaminaron voluntariamente a su muerte. Pero otros acudieron a mí. Las personas que no confiaban tanto en ellas, las que tenían instinto de supervivencia, me encontraron de forma natural.

Y yo tampoco podía rechazar a los supervivientes. Se acurrucaban en el suelo de mi fábrica mientras los
akuma
aporreaban las paredes una y otra vez. Mis fieles
senshi
se desplazaban a través del hormigón resquebrajado para protegernos. Después de cada ataque, todos trabajábamos conjuntamente para defendernos del siguiente.

El hormigón resquebrajado se convirtió en un suelo de metal remachado, pulido y reluciente. Mi antigua mesa de trabajo se convirtió en un trono colocado encima de un estrado con veintidós escalones. Un anciano se transformó en un emperador.

Mikiko se centra en mí.

—Estoy viva —dice.

—Sí.

—¿Por qué estoy viva?

—Porque el gran
akuma
te dio el aliento de la vida. El
akuma
creía que eso te convertía en su propiedad, pero estaba equivocado. Tú no eres propiedad de nadie. Yo te liberé.

—Takeo. Hay otros como yo. Decenas de miles.

—Sí, hay máquinas humanoides por todas partes, pero ellos no me importan. Me importas tú.

—Yo… me acuerdo de ti. Han pasado muchos años. ¿Por qué?

—Todo tiene una mente. Tú tienes una mente buena. Siempre la has tenido.

Mikiko me abraza fuerte. Sus suaves labios de plástico rozan mi cuello. Sus brazos son débiles, pero noto que me abraza con todas sus fuerzas.

Luego se queda rígida.

—Takeo —dice—. Corremos peligro.

—Siempre.

—No. El
akuma
. Tendrá miedo de lo que has hecho. Tendrá miedo de que despierten más de los nuestros. No tardará en atacar.

Y, efectivamente, oigo el primer golpe cavernoso contra la parte exterior de las almenas. Suelto a Mikiko y miro por la escalera del estrado. La fábrica —lo que mi gente llama la sala del trono— se ha llenado de ciudadanos preocupados. Forman grupos de dos o tres personas, susurrándose unos a otros y evitando educadamente mirarnos a Mikiko y a mí.

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