Read Robopocalipsis Online

Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

Robopocalipsis (16 page)

BOOK: Robopocalipsis
5.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me obligo a mirar dentro del coche.

Hay sangre en el volante, y el guardarraíl sobresale de manera incongruente a través de la ventanilla del pasajero, pero no hay nadie más dentro. Gracias a Dios, nadie ha quedado ensartado por el guardarraíl errante.

El pelo me cuelga sobre la cara mientras aparto al joven obeso de los restos del accidente. Los cabellos ondean a un lado y a otro cada vez que respiro. Al principio, el joven colabora, pero al cabo de unos metros, se desploma boca abajo. Deja de toser. Al volver la vista al coche, veo que hay un reguero de gotas relucientes en la calzada. En el asiento delantero hay un charco de líquido negro.

Doy la vuelta al joven y lo coloco boca arriba. El cuello le cuelga con flacidez. Veo que tiene hollín negro alrededor de la boca, pero no respira. Miro hacia abajo y luego aparto la vista. El guardarraíl le ha arrancado un gran pedazo de carne del costado. El agujero irregular permanece abierto como en una lección de anatomía.

Por un instante, oigo solo el fragor de las llamas lamiendo la brisa. ¿Qué puedo hacer? Solo se me ocurre una cosa: muevo mi cuerpo para ocultar el hombre muerto a mis hijos.

Entonces suena un móvil. El sonido viene del bolsillo de la camisa del chico. Cojo el teléfono con los dedos manchados de sangre. Cuando lo saco del bolsillo y me lo acerco al oído, oigo algo que acaba con el resquicio de esperanza que todavía quedaba en lo más profundo de mi ser.

—Kevin —dice el teléfono—. Soy tu padre. Están pasando cosas malas. No puedo hablar. Reúnete conmigo en el circuito de carreras de Indianápolis. Tengo que colgar.

Aparte del nombre, es exactamente el mismo mensaje. Otro incidente. Acumulándose.

Dejo el teléfono sobre el pecho del joven y me levanto. Subo de nuevo a mi viejo coche y agarro el volante hasta que dejan de temblarme las manos. No recuerdo haber visto ni oído nada durante los siguientes minutos.

Entonces meto una marcha.

—Vamos a casa del abuelo, niños.

—¿Y qué pasa con Indianápolis? —pregunta Mathilda.

—No te preocupes por eso.

—Pero el abuelo ha dicho…

—No era tu abuelo. No sé quién era. Vamos a casa del abuelo.

—¿Está bien ese hombre? —pregunta Nolan.

Mathilda contesta por mí.

—No —dice—. Ese hombre está muerto, Nolan.

No la regaño. No puedo permitirme ese lujo.

Es de noche cuando los neumáticos de nuestro coche crujen sobre el camino de grava gastado de casa de mi padre.

Por fin el coche se para. Agotada, dejo que el motor se apague. El silencio posterior es como el vacío del espacio.

—Por fin en casa —susurro.

En el asiento del pasajero, Nolan duerme sobre el regazo de Mathilda, con la cabeza apoyada en el hombro huesudo de ella. Mathilda tiene los ojos abiertos y cara de determinación. Parece fuerte, un ángel aguerrido bajo una mata de cabello moreno. Sus ojos se desplazan a un lado y a otro a través del jardín de un modo que me preocupa.

A mí tampoco se me pasan por alto los detalles. Hay marcas de neumático en el césped. La puerta con mosquitera se abre con la brisa y golpea la casa. Los coches han desaparecido del garaje. No hay luces encendidas dentro de la casa. Parte de la valla de madera ha sido derribada.

Entonces la puerta principal empieza a abrirse. Al otro lado solo hay negrura. Estiro la mano y cojo la manita de Mathilda entre la mía.

—Sé valiente, cielo —digo.

Mathilda obedece. Reprime el miedo entre sus dientes apretados y lo mantiene allí con firmeza para que no pueda moverse. Me aprieta la mano y abraza el cuerpecito de Nolan con el otro brazo. Cuando la puerta de madera astillada se abre crujiendo, Mathilda no aparta la vista ni cierra los ojos, ni parpadea siquiera. Sé que mi pequeña será valiente por mí.

Salga lo que salga de esa puerta.

Nadie volvió a ver ni oír a Laura Pérez y su familia hasta casi un año después. La siguiente aparición de la que hay constancia es su inscripción en las listas del campo de trabajos forzados de Scarsdale, en las afueras de Nueva York
.

CORMAC WALLACE MIL#EGH217

4. Gray Horse

Allí abajo, en la Nación India, monté mi poni en la reserva…

WOODY Y JACK GUTHRIE,

c. 1944

HORA CERO

Sometido a vigilancia, el agente Lonnie Wayne Blanton fue grabado realizando la siguiente descripción a un joven soldado que pasaba por la Nación Osage, en el centro de Oklahoma. Sin los valerosos actos de Lonnie Wayne durante la Hora Cero, la resistencia humana no habría surgido jamás… al menos en Norteamérica
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

No he dejado de pensar en las máquinas desde que interrogué a un chico sobre algo que les pasó a él y a su compañero en una heladería. Algo espantoso.

Claro que siempre he creído que un hombre no debe llevar coleta. Aun así, después de ese desastre mantuve los ojos bien abiertos.

Nueve meses después, los coches de la ciudad se averiaron. Bud Cosby y yo estábamos sentados en el restaurante Acorn. Bud me está contando que su nieta ha ganado un premio internacional «prestijicoso», como él lo llama, cuando la gente empieza a gritar fuera. Yo espero, con precaución. Bud corre a la ventana. Frota el cristal sucio y se inclina, apoyando sus viejas manos gotosas en las rodillas. Justo entonces, el Cadillac de Bud atraviesa la ventana del restaurante como un ciervo saltando a través de un parabrisas a ciento cincuenta por hora en una carretera oscura. Los cristales y el metal lo salpican todo. Me resuenan los oídos, y al cabo de un segundo me doy cuenta de que es Rhonda, la camarera, que tiene una jarra de agua en la mano y chilla como una loca.

A través del nuevo agujero de la pared, veo que una ambulancia cruza la calle a toda velocidad, atropella a un tipo que hace señales para que se detenga y sigue adelante. La sangre de Bud no tarda en extenderse debajo del Cadillac estrellado.

Salgo corriendo por la parte trasera. Atravieso el bosque andando. Durante el paseo, es como si no hubiera pasado nada. El bosque parece seguro, como siempre. No lo será por mucho tiempo, pero resguarda lo suficiente para que un hombre de cincuenta y cinco años con unas botas de vaquero empapadas en sangre vuelva a su hogar.

Mi casa está cerca de la autopista de peaje, en dirección a Pawnee. Después de cruzar la puerta, me sirvo una taza de café frío de la cocina y me siento en el porche. A través de los prismáticos, veo que el tráfico de la autopista prácticamente ha desaparecido. Entonces pasa volando un convoy. Diez coches separados por centímetros unos de otros en una fila, a toda velocidad. No hay nadie al volante. Solo los robots que van de un sitio a otro lo más rápido que pueden.

Detrás de la autopista, hay una cosechadora en el terreno de mi vecino. No hay nadie dentro, pero salen ondas de calor de su motor encendido.

No puedo contactar con nadie con la radio de policía portátil, el teléfono fijo no funciona, y las ascuas de la estufa de leña son lo único que mantiene en calor la sala de estar; la electricidad ha abandonado oficialmente la casa. El vecino más próximo está a un kilómetro y medio de distancia, y me siento muy solo.

Mi porche es tan seguro como un donut de chocolate en un hormiguero.

De modo que no me entretengo. Guardo el almuerzo: un sándwich de mortadela, encurtidos fríos y un termo de té helado dulce. Luego voy al garaje a ver la moto de cross de mi hijo. Es una Honda 350, y hace dos años que no la toco. Lleva en el garaje acumulando polvo desde que el muchacho se alistó en el ejército. Mi hijo Paul ya no anda por ahí recibiendo tiros. Es traductor. Ahora le da al palique. Un chico listo. No como su padre.

Tal como están las cosas, me alegro de que mi hijo no esté. Es la primera vez que pienso así. Él es mi único hijo, ¿sabes? No conviene meter todos los huevos en un cesto. Espero que lleve encima su pistola, esté donde esté. Sé que sabe disparar porque yo le enseñé.

Pasa un minuto largo hasta que logro poner en marcha la moto. Cuando lo consigo, casi la palmo por no prestar la debida atención a la máquina más grande que tengo.

Sí, el cabrón desagradecido del coche patrulla intenta atropellarme en el garaje, y el condenado por poco lo consigue. Menos mal que me gasté cien dólares de más en una sólida caja de herramientas de acero. Ahora está destrozada, con el morro de un coche patrulla de doscientos cincuenta caballos hundido en ella. De repente me encuentro en un hueco de sesenta centímetros entre la pared y un puñetero vehículo asesino.

El coche patrulla intenta meter la marcha atrás, haciendo rechinar los neumáticos en el hormigón como el relincho de un caballo asustado. Saco el revólver, me dirijo a la ventanilla del conductor y le pego un par de tiros al ordenador de a bordo.

He matado a mi coche patrulla. ¿A que es lo más raro que has oído en tu vida?

Soy policía y no tengo ninguna forma de ayudar a la gente. Me da la impresión de que el gobierno de Estados Unidos, al que pago impuestos con regularidad y que a cambio me proporciona una cosita llamada civilización, la ha cagado bien cagada en el momento de más necesidad.

Por suerte para mí, soy miembro de otro país, uno que no me pide que pague impuestos. Tiene cuerpo de policía, cárcel, hospital, parque eólico e iglesias. Además de guardabosques, abogados, ingenieros, burócratas y un casino muy grande que nunca he tenido el placer de visitar. Mi país —el otro— se llama la Nación Osage y está a unos treinta kilómetros de mi casa, en un sitio llamado Gray Horse, el auténtico hogar de todos los osage.

Si quieres poner un nombre a tu hijo, casarte, lo que sea, vas a Gray Horse, a
Ko-wah-hos-tsa
. En virtud de la autoridad que me ha concedido la Nación Osage de Oklahoma, yo os declaro marido y mujer, como se dice en determinadas ocasiones. Si tienes sangre osage en las venas, algún día te verás recorriendo un solitario y sinuoso camino de tierra llamado County Road. El gobierno de Estados Unidos eligió el nombre y lo escribió en un mapa, pero lleva a un lugar que es todo nuestro: Gray Horse.

El camino ni siquiera está señalizado. Ningún hogar tiene por qué estarlo.

La moto chirría como un gato maltratado. Noto el calor que desprende el silenciador a través de los tejanos cuando por fin aprieto los frenos y me detengo en mitad del camino de tierra.

Ya estoy aquí.

Y no soy el único. El camino está lleno de gente. Osage. Muchas cabezas de pelo moreno, ojos oscuros y narices anchas. Los hombres son corpulentos y tienen constitución recia, vestidos con vaqueros azules y camisas de cowboy metidas por dentro. Las mujeres, bueno, tienen la misma constitución que los hombres, solo que llevan vestidos. La gente viaja en polvorientas rancheras hechas trizas y viejas camionetas. Algunos van a caballo. Un policía tribal viaja en un quad camuflado. Me parece que todas esas personas han hecho el equipaje para una gran excursión que puede que no tenga fin. Una sabia decisión, porque me da la impresión de que no lo tendrá.

Creo que es algo instintivo. Cuando te machacan, sales por piernas para volver a casa lo antes posible. Para lamerte las heridas y reagruparte. Este lugar es el seno de nuestra gente. Los ancianos viven aquí todo el año, ocupándose principalmente de las casas vacías. Pero cada mes de junio, Gray Horse se convierte en el hogar del
I’n-Lon-Schka
, el gran baile. Y es entonces cuando todos los osage que no están lisiados, y hay bastantes, vuelven a casa. Esa migración anual es una rutina que tenemos profundamente arraigada, desde el nacimiento hasta la muerte. El sendero se vuelve familiar para tu alma.

Hay otras ciudades osage, por supuesto, pero Gray Horse es especial. Cuando la tribu llegó a Oklahoma por el Sendero de las Lágrimas, cumplió una profecía que nos había acompañado una eternidad: que nos trasladaríamos a una nueva tierra de gran abundancia. Y entre el petróleo que fluye bajo nuestra tierra y una escritura no negociable con plenos derechos minerales, la profecía resultó perfecta.

Esto ha sido territorio nativo durante mucho tiempo. Nuestra gente domesticó perros salvajes en estas llanuras. En esa época vaga anterior a la historia, la gente morena de ojos oscuros como los que pisamos este camino estaban aquí construyendo montículos que rivalizarían con las pirámides de Egipto. Nosotros cuidamos de esta tierra, y después de muchas penas y lágrimas, ella nos lo compensó con creces.

¿Es culpa nuestra que todo eso suela hacer a la tribu osage un poco altiva?

Gray Horse se encuentra en lo alto de una pequeña colina, rodeada de escarpados barrancos labrados por el arroyo de Gray Horse. La carretera rural queda cerca, pero hay que andar por un sendero para llegar al pueblo propiamente dicho. Un parque eólico situado en las llanuras del oeste genera electricidad para nuestra gente, mientras que la energía sobrante se destina a la venta. En conjunto, no hay mucho que mirar. Solo la hierba corta de una colina, elegida mucho tiempo atrás para ser el lugar en el que los osage bailarían su danza más sagrada. El sitio en cuestión es como una bandeja ofrecida a los dioses para que estos puedan supervisar nuestras ceremonias y asegurarse de que las celebramos correctamente.

Dicen que llevamos más de cien años realizando el
I’n-Lon-Schka
para señalar el inicio de los nuevos brotes de la primavera, pero yo tengo mis dudas.

Los antepasados que escogieron Gray Horse eran hombres duros, veteranos del genocidio. Esos hombres eran supervivientes. Contemplaron cómo la sangre de su tribu se derramaba sobre la tierra y vieron cómo su gente era diezmada. ¿Es casual que Gray Horse sea un lugar elevado con un buen campo de tiro, acceso a agua fresca y vías de entrada limitadas? No lo puedo decir con seguridad, pero es un sitio excelente, asentado en una pequeña colina en medio de ninguna parte.

El caso es que, en el fondo, el
I’n-Lon-Schka
no es una danza de renovación. Lo sé porque siempre la inician los hombres mayores de cada familia. Le siguen las mujeres y los niños, claro, pero somos nosotros los que empezamos la danza. A decir verdad, solo hay un motivo para honrar al hijo mayor de una familia: ellos son los guerreros de la tribu.

El
I’n-Lon-Schka
es una danza de guerra. Siempre lo ha sido.

El sol se está poniendo deprisa cuando subo el camino empinado que lleva al pueblo. Me cruzo con familias que cargan con sus tiendas, sus efectos personales y sus hijos. En la meseta, veo el destello de una fogata acariciando el cielo oscuro.

BOOK: Robopocalipsis
5.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Quake by Richard Laymon
When the Cat's Away by Kinky Friedman
Buried Sins by Marta Perry
Sloth: A Dictionary for the Lazy by Adams Media Corporation
Great House by Nicole Krauss
Secret of the Sands by Sara Sheridan