Y cuando por fin lo digo en voz alta, apenas puedo dar crédito a lo que oigo. Pero sé lo que hay que hacer, por difícil que sea. Así que miro a los ojos a mis compañeros supervivientes. Respiro hondo y les digo la verdad:
—Si queremos vivir, vamos a tener que destruir Nueva York.
Los métodos de demolición utilizados por primera vez en Nueva York por Marcus Johnson y su esposa, Dawn, fueron copiados en todo el mundo a lo largo de los siguientes años. Con el sacrificio de la infraestructura de ciudades enteras, los supervivientes urbanos pudieron atrincherarse, sobrevivir y defenderse desde el principio. Estos tenaces ciudadanos conformaron el núcleo de la primera resistencia humana. Mientras tanto, millones de refugiados humanos seguían huyendo al campo, donde los robots todavía no habían evolucionado para poder funcionar allí. No tardarían en hacerlo
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CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Laura, soy tu padre. Están pasando cosas malas. No puedo hablar. Reúnete conmigo en el circuito de carreras de Indianápolis. Tengo que colgar.
MARCELO PEREZ
HORA CERO
Este relato fue reconstruido a partir de conversaciones oídas en un campo de trabajos forzados, imágenes de cámaras de vigilancia situadas al borde de la carretera y los sentimientos expresados por una ex congresista a sus compañeros presos. Laura Pérez, madre de Mathilda y Nolan Pérez, no tenía ni idea del papel decisivo que desempeñaría su familia en el inminente conflicto… ni de que al cabo de solo tres años, su hija nos salvaría la vida a mis compañeros de pelotón y a mí
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CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
—Date prisa, Nolan —apremia Mathilda a su hermano, sujetando un mapa y acurrucada en el calor del coche.
Nolan, de ocho años, se encuentra en el arcén de la carretera; el sol del amanecer dibuja su pequeña silueta sobre la calzada. Se tambalea, concentrándose furiosamente en mear. Finalmente, una neblina se eleva de un charco en la tierra.
La mañana de Ohio es húmeda y fría en esa autopista vacía de dos carriles. Las colinas marrones se extienden a lo largo de kilómetros a la redonda, silenciosas. Mi antiguo coche resuella y lanza nubes de monóxido de carbono que planean sobre la calzada cubierta de rocío. En algún lugar a lo lejos, un ave rapaz ulula.
—¿Lo ves, mamá? Te dije que no debíamos dejarle beber el zumo de manzana.
—Mathilda, pórtate bien con tu hermano. Es el único que tendrás.
Es un comentario propio de madre, y lo he dicho miles de veces, pero esta mañana me sorprendo disfrutando de la normalidad del momento. Buscamos lo ordinario cuando nos rodea lo extraordinario.
Nolan ha terminado. En lugar de sentarse en el asiento trasero, se coloca en el delantero, sobre el regazo de su hermana. Mathilda pone los ojos en blanco, pero no dice nada. Su hermano no pesa mucho y está asustado. Y ella lo sabe.
—¿Te has subido la cremallera, colega? —pregunto, por costumbre.
Entonces me acuerdo de dónde estoy y de lo que está pasando, o va a pasar dentro de poco. Tal vez.
Dirijo la vista rápidamente al espejo retrovisor. Nada, todavía.
—Vamos, mamá. Jo —dice Mathilda. Sacude el mapa mientras lo mira fijamente, como una pequeña adulta—. Todavía nos faltan otros ochocientos kilómetros.
—Quiero ver al abuelo —comenta Nolan gimoteando.
—Vale, vale —digo—. Volvemos a la carretera. Se acabaron los descansos para ir al baño. No pararemos hasta que lleguemos a casa del abuelo.
Piso el acelerador. El coche avanza dando tumbos, cargado de bidones de agua, paquetes de comida, dos maletas con motivos de dibujos animados y artículos de cámping. Debajo de mi asiento llevo una pistola Glock 17 en una funda de plástico negra, envuelta en gomaespuma gris. Nunca ha sido disparada.
El mundo ha cambiado durante el último año. Nuestra tecnología se ha desmandado. Incidentes. Los incidentes se han ido acumulando, lenta pero inexorablemente. El transporte, las comunicaciones, la defensa nacional. Cuantos más problemas veía, más vacío empezaba a parecerme el mundo, como si se pudiera ir a pique en cualquier momento.
Entonces mi hija me contó una historia. Mathilda me habló del Bebé Despierto y acabó pronunciando unas palabras que era imposible que conociera: ley de defensa de robots.
Cuando lo dijo, la miré a los ojos y lo supe.
Ahora estoy huyendo. Huyo para salvar las vidas de mis hijos. En teoría, son unas vacaciones de urgencia. Días personales. El Congreso se reúne hoy. Tal vez me haya vuelto loca. Espero que así sea. Porque creo que algo le pasa a nuestra tecnología. Algo perverso.
Hoy es Acción de Gracias.
El interior de este viejo coche es ruidoso. Más ruidoso que el de cualquier coche que haya conducido. No puedo creer que los niños estén dormidos. Oigo cómo los neumáticos roen la calzada. Sus bruscas vibraciones llegan hasta mis manos a través del volante. Cuando piso el freno, acciona una palanca que ejerce fricción sobre las ruedas. Incluso los mandos y botones que sobresalen del salpicadero son sólidos y mecánicos.
Lo único que vale la pena del coche es la radio por satélite. Lustrosa y moderna, emite música pop que consigue mantenerme despierta y distraerme del ruido de la carretera.
No estoy acostumbrada a hacer el trabajo de la tecnología. Los botones que normalmente pulso no requieren mi fuerza, solo mi intención. Los botones deben servir al hombre, esperando para transmitir tus órdenes a la máquina. En cambio, este pedazo de acero ruidoso y estúpido que conduzco exige que preste especial atención a cada curva de la carretera, que mantenga las manos y los pies preparados en todo momento. El coche no asume ninguna responsabilidad de la tarea de conducir. Me deja a mí todo el control.
Lo detesto. No quiero el control. Solo quiero llegar a mi destino.
Pero este es el único vehículo que he podido encontrar sin un chip de comunicación intravehicular. El gobierno aprobó esos chips hace más de una década, como hicieron con los cinturones de seguridad, los airbag y los criterios de emisiones. De ese modo, los coches pueden hablar unos con otros. Pueden hallar formas de evitar o minimizar daños en milisegundos antes de un accidente. Al principio hubo fallos técnicos. Una empresa retiró del mercado varios miles de vehículos porque sus chips informaban de que se encontraban un metro por delante de donde realmente estaban. Eso hacía que los demás coches viraran innecesariamente y a veces acabaran estrellándose contra algún árbol. Pero, a la larga, el chip CCI ha salvado cientos de miles de vidas.
Los coches nuevos llevan incorporados chips CCI, y los viejos requieren actualizaciones de seguridad. Unos pocos, como este, fueron eximidos porque son demasiado primitivos incluso para ser actualizados.
La mayoría de la gente cree que solo un idiota conduciría un coche tan viejo, sobre todo con niños a bordo. Es un pensamiento que trato de obviar mientras me concentro en la carretera, imaginándome cómo solían hacerlo antes las personas.
Mientras conduzco, una sensación de malestar se apodera de mí, y se me forma un nudo en la mitad de la espalda. Estoy tensa, esperando. ¿A qué? Algo ha cambiado. Algo es distinto, y me da miedo.
No lo sé con exactitud. La carretera está vacía. A cada lado de la polvorienta autopista de dos carriles se amontonan arbustos bajos. Mis hijos están dormidos. El coche hace el mismo ruido.
La radio.
He oído esta canción antes. La emitieron hace unos veinte minutos. Con las manos en el volante, miro fijamente al frente y conduzco. La siguiente canción es la misma. Y la siguiente. Al cabo de quince minutos, vuelve a sonar la primera canción. La emisora de radio por satélite está repitiendo el último cuarto de hora de música. Apago la radio sin mirar pulsando el botón a ciegas con los dedos.
Silencio.
Una casualidad. Estoy segura de que es una casualidad. Dentro de unas horas, llegaremos a la casa de mi padre en el campo. Vive a treinta kilómetros de Macon, Missouri. Es un tecnófobo. Nunca ha tenido móvil ni un coche fabricado en los últimos veinte años. Tiene radios, montones de radios, pero nada más. Solía construirlas a partir de kits. La casa en la que me crié está abierta de par en par, vacía y segura.
Me suena el móvil.
Lo saco del bolso y miro el número. Hablando del rey de Roma… Es mi padre.
—¿Papá?
—Laura, soy tu padre. Están pasando cosas malas. No puedo hablar. Reúnete conmigo en el circuito de carreras de Indianápolis. Tengo que colgar.
Y la llamada se corta. ¿Qué…?
—¿Era el abuelo? —pregunta Mathilda, bostezando.
—Sí.
—¿Qué ha dicho?
—Ha habido un cambio de planes. Quiere que nos reunamos con él en otro sitio.
—¿Dónde?
—En Indianápolis.
—¿Por qué?
—No lo sé, tesoro.
Algo parpadea en el espejo retrovisor.
Por primera vez en mucho tiempo, hay otro vehículo en la autopista. Me siento aliviada. Hay otra persona aquí fuera. El resto del mundo todavía está bien. Todavía está cuerdo. Es una camioneta. La gente tiene camionetas en el campo.
Pero a medida que la camioneta acelera y se acerca, empiezo a asustarme. Mathilda ve mis mejillas pálidas y mi ceño fruncido a causa de la preocupación. Nota mi miedo.
—¿Dónde estamos? —pregunta.
—Falta poco —contesto, mirando por el espejo retrovisor.
—¿Quién nos sigue?
Mathilda se incorpora y se estira para mirar atrás.
—Estate quieta, Mathilda. Abróchate el cinturón.
La camioneta marrón relativamente nueva crece con rapidez en el espejo. Se mueve con suavidad pero demasiado deprisa.
—¿Por qué va tan deprisa? —pregunta Mathilda.
—¿Mamá? —pregunta Nolan, frotándose los ojos.
—Callaos los dos. Necesito concentrarme.
El miedo me sube por la garganta mientras miro por el retrovisor. Piso el acelerador a fondo, pero la furgoneta marrón viene volando. Engullendo la calzada. No puedo apartar la vista del retrovisor.
—¡Mamá! —exclama Mathilda.
Mis ojos regresan al punto adonde se supone que está la carretera, y viro para tomar una curva. Nolan y Mathilda se abrazan fuerte. Consigo dominar el coche y giro de nuevo a mi carril. Entonces, justo cuando tomamos la curva que da a una larga recta, veo otro coche en el carril contrario. Es negro y nuevo, y ya no tenemos dónde meternos.
—Ponte en el asiento de atrás, Nolan —digo—. Abróchate el cinturón. Mathilda, ayúdale.
Mathilda se mueve con rapidez para empujar a su hermano del regazo y colocarlo en el asiento trasero. Nolan me mira, acongojado. Grandes lágrimas le brotan de los ojos. Se sorbe la nariz y alarga la mano para cogerme.
—Tranquilo, cariño. Deja que tu hermana te ayude. Todo va a salir bien.
Me pongo a hablar sin parar con lenguaje infantil mientras me concentro en la carretera. Mi mirada oscila entre el coche negro de delante y la camioneta marrón de detrás. Los dos vehículos se acercan deprisa.
—Ya tenemos los cinturones abrochados, mamá —informa Mathilda desde el asiento trasero.
Mi pequeña soldado. Antes de que mi madre falleciera, solía decir que Mathilda tenía alma de persona mayor. «Está en sus ojos», decía. Se ve sabiduría en sus preciosos ojos verdes.
Contengo la respiración y aprieto el volante. El capó de la camioneta marrón llena todo el espejo retrovisor y acto seguido desaparece. Miro a mi izquierda asombrada, con los ojos como platos, cuando la veloz camioneta marrón vira al carril contrario. Una mujer me está mirando a través de la ventanilla del pasajero. Tiene la cara deformada por el terror. Le corren lágrimas por las mejillas y su boca está abierta, y me doy cuenta de que está gritando y golpeando con los puños…
Y entonces desaparece, arrasada en una colisión frontal con el coche negro. Como materia y antimateria. Es como si se hubieran eliminado mutuamente.
Solo el espantoso crujido mecánico del metal chocando contra otro metal resuena en mis oídos. En el espejo retrovisor, un amasijo metálico y oscuro sale rodando de la carretera, lanzando humo y restos.
Ha desaparecido. Tal vez no ha ocurrido. Tal vez me lo he imaginado.
Reduzco la marcha, salgo de la carretera y paro. Apoyo la frente en el plástico frío del volante. Cierro los ojos e intento respirar, pero me resuenan los oídos y veo la cara de la mujer detrás de los párpados. Me tiemblan las manos. Me las meto debajo de los muslos y tiro fuerte para tranquilizarme. En el asiento trasero empiezan las preguntas, pero no puedo responderlas.
—¿Está bien esa mujer, mamá?
—¿Por qué han hecho eso esos coches?
—¿Y si vienen más coches?
Pasan unos pocos minutos. El aire entra y sale penosamente de mi diafragma cerrado. Me esfuerzo por apagar mis sollozos y reprimo mis emociones para mantener a los niños tranquilos.
—Todo va a ir bien —digo—. No nos va a pasar nada, chicos.
Pero mi voz me suena falsa incluso a mí.
Después de conducir diez minutos, me topo con el primer accidente.
Sale humo a raudales de los restos retorcidos, como una serpiente negra reptando a través de las ventanillas hechas añicos, escapando en el aire. El coche está medio de lado junto a la carretera. Un guardarraíles penetra zigzagueando en la carretera en el lugar donde recibió el impacto del accidente. De la parte trasera del coche salen llamas.
Entonces veo movimiento: movimientos humanos.
Por un instante, me imagino pisando el acelerador y pasando a toda velocidad. Pero no soy de esa clase de persona. Al menos, todavía no. Supongo que las personas no cambian tan deprisa, ni siquiera en el apocalipsis.
Me detengo unos metros por delante del coche estrellado. Es un vehículo de cuatro puertas blanco con matrícula de Ohio.
—Quedaos en el coche, niños.
El capó del coche está arrugado como un pañuelo de papel. El parachoques está tirado en el suelo, rajado por la mitad y cubierto de barro. Se ve un revoltijo de piezas de motor, y los neumáticos apuntan en direcciones distintas. Dejo escapar un grito ahogado al fijarme en que un extremo del guardarraíl ha atravesado la puerta del lado del pasajero.
—¿Hola? —grito, mirando por la ventanilla del conductor—. ¿Alguien necesita ayuda?
La puerta se abre chirriando, y un joven con sobrepeso sale al arcén de la carretera. Se da la vuelta y se coloca a cuatro patas mientras le corre sangre por la cara. Tose sin poder controlarse. Me arrodillo, lo ayudo a apartarse del coche y siento cómo la grava del arcén se me clava en las rodillas a través de las medias.