—¡Dios mío! —grita—. ¡Oh, Dios mío!
Diez segundos antes hubo un brusco chasquido y Ty cayó. El resto del pelotón nos pusimos a cubierto inmediatamente. Ahora hay un tirador oculto en algún lugar de la ventisca, dejando a Tiberius en tierra de nadie. Desde nuestra posición detrás de una colina nevada, podemos oír el pánico en sus gritos.
Jack se sujeta la correa del casco.
—¿Sargento? —dice Carl, el ingeniero.
Jack no contesta; se limita a frotarse las manos y luego empieza a subir la colina. Antes de que se sitúe fuera de mi alcance, agarro a mi hermano mayor por el brazo.
—¿Qué estás haciendo, Jack?
—Salvar a Tiberius —responde.
Sacudo la cabeza.
—Es una trampa, tío. Lo sabes. Actúan así. Juegan con nuestras emociones. Solo hay una opción lógica.
Jack no dice nada. Tiberius está al otro lado de la colina, gritando como si lo estuvieran metiendo por los pies en una máquina de picar carne, lo que probablemente no se aleje mucho de la realidad. Aun así, no tenemos tiempo que perder, de modo que voy a tener que decirlo.
—Tenemos que dejarlo —susurro—. Tenemos que seguir adelante.
Jack me aparta la mano de un empujón. No puede creer que acabe de decir lo que he dicho. En cierto modo, yo tampoco. La guerra hace ese tipo de cosas.
Pero lo cierto es que había que expresarlo y yo soy el único del pelotón que podía comentárselo a Jack.
De repente, Tiberius deja de gritar.
Jack mira colina arriba y luego se centra de nuevo en mí.
—Que te den, hermanito —dice—. ¿Cuándo has empezado a pensar como ellos? Voy a ayudar a Tiberius. Es lo que haría cualquier ser humano.
—Los entiendo —contesto sin mucha convicción—. Eso no significa que me gusten.
Pero en el fondo sé cuál es la verdad. Me he vuelto como los robots. Mi realidad ha quedado reducida a una serie de decisiones de vida o muerte. Las decisiones óptimas conducen a más determinaciones; las decisiones que distan de ser óptimas conducen a la pesadilla que está teniendo lugar al otro lado de la colina. Las emociones no son más que telarañas en mis engranajes. Bajo mi piel, me he convertido en una máquina de guerra. Puede que mi piel sea débil, pero mi mente es afilada, dura y transparente como el hielo.
Jack sigue comportándose como si viviéramos en un mundo humano, como si su corazón fuera algo más que una bomba de sangre. Esa clase de pensamiento conduce a la muerte. No hay sitio para eso. No si queremos vivir lo suficiente para matar a Archos.
—Estoy mal herido —dice Tiberius gimiendo—. Socorro. Dios mío. Socorro.
Todos los miembros del pelotón están mirando cómo discutimos, preparados para echar a correr si reciben la orden, listos para seguir con nuestra misión.
Jack hace un último esfuerzo por explicarse.
—Es un riesgo, pero dejar sufrir a Tiberius tendrá un precio. Nuestra humanidad.
Esa es la diferencia entre Jack y yo.
—A la mierda con nuestra humanidad —replico—. Yo quiero vivir. ¿No lo entiendes? ¡Si sales ahí, te van a matar, Jackie!
El gemido de Tiberius flota en la brisa como un fantasma. El sonido de su voz es extraño, grave y áspero.
—Jackie —dice casi sin voz—. ¡Ayúdame, Jackie! Ven aquí a bailar.
—Pero ¿qué demonios…? —exclamo—. Solo yo te llamo Jackie.
Por un momento me pregunto si los robots pueden oírnos. Jack no hace caso.
—Si lo dejamos —dice—, ellos ganarán.
—No. Cada segundo que pasamos aquí diciendo chorradas, ellos ganan. Porque no están quietos, joder. Los robots llegarán aquí en cualquier momento.
—Efectivamente —añade Cherrah. Se ha acercado a nosotros desde el lugar donde está el resto del pelotón y nos está mirando con impaciencia—. Ty lleva fuera de combate un minuto y cuarenta y cinco segundos. Tiempo estimado de llegada, cuatro minutos. Tenemos que largarnos cagando leches.
Jack se vuelve contra Cherrah y todo el pelotón, y arroja el casco al suelo.
—¿Es eso lo que todos queréis? ¿Dejar atrás a Ty? ¿Huir como unos cobardes de mierda?
Todos nos quedamos callados diez segundos. Casi puedo notar las toneladas de metal atravesando la ventisca a toda velocidad hacia nuestra posición. Las enormes patas moviéndose, desgarrando la capa de hielo permanente, y las mantis inclinando sus visores congelados contra el viento para llegar hasta nosotros mucho más rápido.
—Sobrevivir para luchar —susurro a Jack.
Los otros asienten con la cabeza.
—A la mierda —murmura Jack—. Puede que vosotros seáis una panda de robots, pero yo no. Mi compañero me está llamando. Me está pidiendo auxilio. Seguid adelante si queréis, pero yo voy a por Tiberius.
Jack trepa la colina sin vacilar. El pelotón me mira, de modo que actúo.
—Cherrah, Leo, preparadle a Ty un exoesqueleto para las extremidades inferiores. No va a poder andar. Carl, ve a lo alto de la colina y estate atento. Grita si ves cualquier cosa y agacha la cabeza. Nosotros saldremos en cuanto estén otra vez en lo alto.
Recojo el casco de Jack del suelo.
—¡Jack! —grito.
Él se vuelve a media cuesta. Le lanzo el casco, y él lo coge sin problemas.
—¡Que no te maten! —grito.
Él me sonríe de oreja a oreja, como cuando éramos niños. He visto ese gesto tonto muchas veces: cuando él saltaba desde nuestro garaje a una piscina para niños, cuando corríamos por oscuras carreteras rurales, cuando usábamos un carnet de identidad falso para comprar cerveza de mierda. Esa sonrisa siempre me daba buenas vibraciones. Me hacía saber que mi hermano mayor lo tenía todo bajo control.
Ahora la sonrisa me da miedo. Telarañas en mis engranajes.
Al fin, Jack desaparece al otro lado de la cumbre de la colina. Yo trepo acompañado de Carl. Cobijados detrás del alud de nieve, observamos cómo mi hermano avanza arrastrándose hacia Tiberius. El suelo está embarrado y húmedo, removido tras nuestra carrera por la colina en busca de refugio. Jack se arrastra mecánicamente; sus codos sobresalen a un lado y otro, y sus botas sucias se clavan en la tierra cubierta de nieve en busca de agarre.
En un abrir y cerrar de ojos, llega allí.
—¿Estado? —pregunto a Carl.
El ingeniero tiene el visor bajado sobre los ojos y la cabeza ladeada, con las antenas del casco cuidadosamente orientadas. Parece una Hellen Keller de la era espacial, pero está viendo el mundo como lo ve un robot, y esa es mi mejor opción para mantener a mi hermano con vida.
—Nominal —dice—. Todo está tranquilo.
—Podrían estar más allá del horizonte.
—Espera. Algo se acerca.
—¡Agáchate! —grito, y Jack se tira al suelo mientras rodea frenéticamente el pie inmóvil de Ty con una cuerda.
Estoy seguro de que ha saltado alguna trampa. Un géiser de roca y nieve se eleva por los aires a varios metros de distancia. Entonces oigo un chasquido que surca la nieve arremolinada y, con la lentitud de la velocidad del sonido, sé que lo que ha pasado ya ha acabado prácticamente.
¿Por qué le he dejado hacerlo?
Una esfera dorada estalla como un petardo y salta cinco metros por los aires. La esfera gira por una fracción de segundo y rocía la zona de una pálida luz roja antes de volver al suelo, sin vida. Durante un instante, cada copo de nieve que danza en el aire se queda inmóvil, perfilado en rojo. No es más que un disco sensor.
—¡Ojos! —grita Carl—. ¡No nos quitan ojo!
Suelto el aire contenido. Jack sigue vivo y coleando. Ha enrollado una cuerda alrededor del pie de Tiberius y está arrastrándolo hacia nosotros. El rostro de Jack se retuerce del esfuerzo que hace para tirar de todo el peso muerto. Tiberius no se mueve.
En el paisaje helado no se oye nada salvo los gruñidos de Jack y el aullido del viento, pero en lo más profundo de mi ser percibo que mi hermano está en el punto de mira de las máquinas. La parte de mi cerebro que me indica que estoy en peligro se ha desquiciado.
—¡Date prisa! —grito a Jack.
Se encuentra a mitad de camino, pero, dependiendo de lo que nos esté esperando, es posible que la colina ya no importe.
—¡Preparad las armas y cargadlas! Los robots se acercan —grito al pelotón.
Como si ellos no lo supieran.
—Vienen del sur —informa Carl—. Taponadores.
El desgarbado sureño está bajando la ladera de la colina. Tiene el visor levantado y jadea de forma audible. Se junta con el equipo al pie de la colina, donde todos los miembros están sacando sus armas y poniéndose a cubierto.
Justo entonces, media docena de chasquidos más estallan en forma de ráfaga. Columnas de hielo y barro brotan alrededor de Jack y abren cráteres en la capa de hielo permanente. Él sigue avanzando tambaleándose, ileso. Sus ojos, muy abiertos, redondos y azules, coinciden con los míos. Un enjambre de taponadores se encuentra enterrado en la nieve a su alrededor.
Está condenado a muerte, y los dos lo sabemos.
No pienso; reacciono. Mi acción está desprovista de toda emoción y toda lógica. No es humana ni inhumana: simplemente es. Creo que las decisiones de ese tipo, tomadas en momentos de crisis absoluta, provienen de nuestro verdadero yo y sobrepasan toda experiencia y reflexión. Esa clase de decisiones son lo más parecido al destino que los humanos pueden experimentar.
Me lanzo sobre la colina para ayudar a mi hermano, agarro la cuerda helada con una mano y empuño el arma con la otra.
Los taponadores —pedazos de metal con forma de puño— ya están abriéndose camino hacia la superficie de sus cráteres. Brotan de uno en uno detrás de nosotros, clavando sus patas en el suelo y apuntándonos por la espalda con sus tapones. Casi hemos llegado al pie de la colina cuando el primer taponador sale disparado y se clava en la pantorrilla izquierda de Jack. Cuando él lanza un terrible grito ronco, sé que todo ha terminado.
Apunto con la pistola detrás de mí sin mirar y disparo a la nieve. Alcanzo a un taponador por pura suerte, lo que inicia una reacción en cadena. Los taponadores se autodetonan cuando sus carcasas están en peligro. Fragmentos de metralla helada se incrustan en mi armadura y en la parte trasera de mi casco. Noto una cálida humedad en la parte posterior de los muslos y en el cuello mientras Jack y yo arrastramos el cuerpo sin vida de Ty al otro lado del alud de nieve para ponernos a cubierto.
Jack se cae contra la ladera de la colina, jadeando roncamente y agarrándose la pantorrilla. En su interior, el taponador está devorando la carne de su pierna y orientándose con el flujo sanguíneo. Sirviéndose de un probóscide como un taladro, el taponador seguirá la arteria femoral de Jack hasta su corazón. El proceso dura cuarenta y cinco segundos por término medio.
Agarro a Jack por los hombros y lo lanzo violentamente cuesta abajo.
—¡La pantorrilla! —grito al pelotón—. ¡La pantorrilla izquierda!
En cuanto Jack cae derribado al pie de la colina, Leo comprime la pierna de mi hermano justo por encima de la rodilla con la bota de su exoesqueleto de acero. Oigo el crujido del fémur desde la colina. Leo aplasta la extremidad con su bota mientras Cherrah corta la parte superior de la rodilla de Jack con una bayoneta serrada.
Están amputando la pierna a mi hermano y, con suerte, al taponador que lleva dentro.
Jack ya no puede gritar más. Los tendones del cuello le sobresalen, y tiene la cara pálida por la pérdida de sangre. El dolor, la ira y la incredulidad se reflejan en su semblante. Creo que el rostro humano no fue concebido para expresar todo el dolor que mi hermano está sufriendo en este momento.
Llego hasta Jack un segundo más tarde y me arrodillo junto a él. Me duele el cuerpo de los miles de pequeñas heridas que tengo, pero no me hace falta mirar para saber que en el fondo estoy bien. Que te alcance un taponador es como que se te pinche un neumático. Si te preguntas dónde tienes uno es que no lo tienes.
Pero Jack no está bien.
—Tonto del culo —le digo.
Él me sonríe. Cherrah y Leo hacen cosas terribles fuera de mi vista. Con el rabillo del ojo, veo que el brazo de Cherrah se mueve de un lado a otro, repetidamente y con determinación, como si estuviera serrando una viga.
—Lo siento, Mac —dice Jack.
Me fijo en que tiene sangre en la boca, una mala señal.
—Oh, no, tío —digo—. El taponador está…
—No —replica él—. Demasiado tarde. Escucha. Eres el elegido, tío. Lo sabía. Eres el elegido. Quédate mi bayoneta, ¿vale? No la empeñes.
—No la empeñaré —susurro—. No hables, Jack.
Se me está haciendo un nudo en la garganta y me cuesta respirar. Algo me hace cosquillas en la mejilla, y al frotármela noto la mano mojada. No se me ocurre a qué puede deberse. Lanzo una mirada por encima del hombro a Cherrah.
—Ayúdalo —digo—. ¿Qué podemos hacer?
Ella levanta la bayoneta ensangrentada, salpicada de trozos de hueso y músculo, y niega con la cabeza. Situado de pie frente a mí, el gran Leo expulsa una nube de vaho helado. El resto del pelotón está esperando, consciente de que los terribles monstruos no tardarán en salir de la ventisca.
Jack me coge la mano.
—Vas a salvarnos, Cormac.
—Está bien, Jack. Está bien —digo.
Mi hermano se está muriendo en mis brazos, e intento memorizar su cara porque sé que es muy importante, pero no puedo dejar de preguntarme si alguno de los taponadores de la colina estará avanzando hacia mi pelotón ahora mismo.
Jack cierra los ojos apretándolos, y acto seguido se abren de golpe. Un ruido sordo y hueco convulsiona su cuerpo cuando el taponador llega al corazón y explota. El cuerpo de Jack salta del suelo sacudido por una tremenda convulsión. De repente, sus ojos azules se inyectan en sangre. El estallido queda atrapado dentro de su equipo de protección corporal. Ahora es lo único que mantiene su cuerpo unido. Pero su cara… Parece el mismo chico con el me crié. Le aparto el pelo de la frente y cierro sus ojos inyectados en sangre con la palma de la mano.
Mi hermano Jack se ha ido para siempre.
—Tiberius está muerto —dice Carl.
—No me digas —contesta Cherrah—. Estaba muerto desde el principio. —Posa su mano con mitones en mi hombro—. Jack debería haberte hecho caso, Cormac.
Cherrah está intentando hacerme sentir mejor —y veo en sus ojos inquisitivos que está preocupada por mí—, pero simplemente me siento vacío, no culpable.
—No podía dejar a Tiberius —digo—. Él es así.