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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

Robopocalipsis (22 page)

BOOK: Robopocalipsis
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El arsenal es un edificio bajo y ancho: una gran mole de sólidos ladrillos rojos con forma de castillo. Tiene un aire medieval salvo por los barrotes de acero que cubren sus estrechas ventanas. Toda la entrada ha sido reventada desde debajo del arco de acceso. Las puertas de madera lacada están hechas astillas en la calle junto a una placa de bronce retorcida con la palabra HISTÓRICO repujada. Aparte de eso, el lugar está tranquilo.

Mientras subimos la escalera y corremos bajo el arco, alzo la vista y veo una enorme águila grabada mirándome. Las banderas situadas a los lados de la entrada ondean al viento, manchadas y quemadas por una explosión. Me da la impresión de que nos hemos adentrado en el peligro en lugar de huir de él.

—Espera, Jack —digo jadeando—. Esto es una locura. ¿Qué estamos haciendo aquí?

—Estamos intentando salvar vidas, Cormac. Esas minas se han escapado de aquí. Tenemos que asegurarnos de que no sale nada más.

Lo miro ladeando la cabeza.

—No te preocupes —dice él—. Es el arsenal de mi batallón. Vengo aquí cada quince días. No nos pasará nada.

Jack entra resueltamente en el cavernoso vestíbulo. Yo lo sigo. Decididamente, las minas corredoras estaban allí. Los suelos pulidos están llenos de marcas, y hay montones de escombros esparcidos. Todo está cubierto de una fina capa de polvo. Y en el polvo veo muchas huellas de bota, junto con rastros menos reconocibles.

La voz de Jack resuena en los techos abovedados.

—¿George? ¿Estás ahí dentro? ¿Dónde estás, colega?

Nadie responde.

—Aquí no hay nadie, Jack. Deberíamos marcharnos.

—No sin armarnos.

Jack aparta una puerta de hierro fundido caída. Empuñando la pistola, avanza por un pasillo oscuro. El viento frío se cuela por la entrada destruida, y se me pone la carne de gallina en el cuello. La brisa no es fuerte, pero basta para empujarme por el pasillo detrás de Jack. Atravesamos una puerta metálica. Bajamos por una claustrofóbica escalera. Entramos en otro largo pasillo.

Entonces oigo los golpes por primera vez.

Vienen de detrás de la puerta metálica de dos hojas que hay al fondo del corredor. El martilleo se produce en oleadas aleatorias y hace vibrar las puertas en las bisagras.

Bum. Bum. Bum.

Jack se detiene y lo analiza un segundo, y acto seguido me conduce a un almacén sin ventanas. Sin decir nada, se coloca detrás del mostrador y empieza a coger artículos de los estantes. Lanza cosas sobre el mostrador: calcetines, botas, pantalones, camisas, cantimploras, cascos, guantes, rodilleras, tapones para los oídos, vendas, ropa interior térmica, mantas de emergencia, mochilas, cinturones de munición y otras cosas que no reconozco.

—Ponte este UCM —me ordena Jack por encima del hombro.

—¿De qué coño estás hablando?

—El uniforme de combate militar. Póntelo. Asegúrate de que estás caliente. Puede que esta noche tengamos que dormir al raso.

—¿Qué hacemos aquí, Jack? Deberíamos volver a tu casa y esperar ayuda. Que la policía se encargue de esta mierda, tío.

Jack no se detiene; habla sin dejar de moverse.

—Esos artefactos de la calle son material militar, Cormac. La policía no está equipada para ocuparse de las armas militares. Además, ¿has visto que la caballería haya venido a ayudarnos cuando estábamos en la calle?

—No, pero deben de estar reagrupándose o lo que sea.

—¿Te acuerdas del vuelo cuarenta y dos? ¿Cuando estuvimos a punto de palmarla por un fallo técnico? Creo que esto es más gordo que lo de Boston. Esto podría estar pasando en todo el mundo.

—Ni de coña, tío. Solo es cuestión de tiempo que…

—Nosotros. Cormac, esto es cosa nuestra. Nosotros tenemos que encargarnos de esto. Tenemos que encargarnos de lo que está aporreando la puerta al final del pasillo.

—¡No, ni hablar! ¿Por qué tienes que hacerlo tú? ¿Por qué siempre tienes que resolverlo tú?

—Porque soy el único hombre que puede hacerlo.

—No. Es porque nadie es tan tonto para meterse de lleno en el peligro.

—Es mi deber. Vamos a hacerlo. Se acabó la discusión. Y ahora vístete antes de que te haga una llave de cabeza.

Me desvisto de mala gana y me enfundo el uniforme. La ropa está nueva y tiesa. Jack también se viste. Lo hace el doble de rápido que yo. En un momento determinado, me abrocha un cinturón y me lo aprieta. Me siento como un niño de doce años con un disfraz de Halloween.

Entonces me mete un rifle M16 en las manos.

—¿Qué? ¿En serio? Nos van a detener.

—Cállate y escucha. Este es el cargador. Introdúcelo aquí y asegúrate de que se curva en dirección contraria a ti. Este selector es el control de modo de fuego. Lo estoy ajustando a un solo disparo para que no gastes todo el cargador de golpe. Ponlo en el modo de seguridad cuando no vayas a usar el rifle. Tiene un asa en la parte de arriba, pero nunca lo cogemos por ahí. Es peligroso. Aquí está el seguro. Retíralo para cargar una bala. Si tienes que disparar, sujétalo con las dos manos, así, y hazlo usando el punto de mira. Aprieta despacio el gatillo.

Ahora soy un niño con un disfraz de soldado de Halloween armado con un rifle de combate M16 totalmente cargado. Lo levanto y apunto a la pared. Jack me da un manotazo en el codo.

—No levantes el codo. Te lo engancharás con algo y te convertirás en un blanco más fácil. Y mantén el índice fuera del guardamonte a menos que estés listo para disparar.

—¿Esto es lo que haces los fines de semana?

Jack no contesta. Está arrodillado metiendo cosas en las mochilas. Me fijo en un par de grandes trozos de plástico, como pastillas de mantequilla.

—¿Es explosivo C-4?

—Sí.

Jack termina de llenar las mochilas. Me echa una a la espalda. Aprieta los tirantes. A continuación se coloca la suya. Se da unas palmadas en los hombros y estira los brazos.

Mi hermano parece un puñetero comando.

—Adelante, Big Mac —dice—. Vamos a averiguar qué está armando ese follón.

Avanzamos sigilosamente por el pasillo con los rifles preparados en dirección al sonido resonante. Jack se queda atrás, con el rifle apoyado en el hombro. Me hace una señal con la cabeza, y me agacho delante de la puerta. Coloco la mano enguantada sobre el pomo. Lo giro respirando hondo y abro la puerta de un empujón con el hombro, pero golpea contra algo, y presiono más fuerte. La puerta se abre de golpe, y me precipito en la habitación de rodillas.

La muerte negra y reptante me devuelve la mirada.

La habitación está plagada de minas corredoras. Trepan por las paredes y salen de cajas de madera hechas astillas, unas encima de otras. Al abrir la puerta he apartado un montón, pero ya hay otras arrastrándose hacia la abertura. Ni siquiera puedo ver el suelo de la cantidad de horribles máquinas que hay.

A través de la habitación se eleva una oleada de patas delanteras, palpando el aire.

—¡No! —grita Jack.

Me agarra por la parte de atrás de la chaqueta y me saca del cuarto de un tirón. Es rápido, pero cuando la puerta se está cerrando, una mina se encaja en la rendija. Le siguen más. Muchas más. Salen en tromba al pasillo. Sus cuerpos metálicos golpean la puerta mientras Jack y yo retrocedemos.

Bum. Bum. Bum

—¿Qué más hay en el arsenal, Jack?

—Toda clase de cosas.

—¿Cuántos robots?

—Muchos.

Jack y yo retrocedemos por el pasillo, mirando cómo los explosivos con forma de cangrejo salen a raudales por la puerta.

—¿Hay más C-4? —pregunto.

—Cajas enteras.

—Tenemos que volar este sitio.

—Cormac, este lugar lleva aquí desde el siglo XVIII.

—¿Qué coño importa la historia? Tenemos que preocuparnos por el presente, colega.

—Nunca has tenido respeto por la tradición.

—Jack, siento haber empeñado la bayoneta, ¿vale? Fue una decisión equivocada. Pero hacer estallar esas cosas es lo único que podemos hacer. ¿A qué hemos venido?

—A salvar gente.

—Pues salvemos gente, Jack. Volemos el arsenal.

—Piensa, Cormac. Por aquí vive gente. Mataremos a alguien.

—Si esas minas se liberan, quién sabe a cuántas personas matarán. No tenemos opción. Vamos a tener que hacer algo malo para hacer algo bueno. En una emergencia se hace lo que sea necesario conseguir. ¿Vale?

Jack reflexiona un instante, observando cómo las minas corredoras se arrastran hacia nosotros por el pasillo. Círculos de luz roja centellean en el suelo pulido.

—Vale —dice él—. Este es el plan. Vamos a ir a la base militar más cercana. Asegúrate de que tienes todo lo que necesitas, porque vamos a pasarnos toda la noche andando. Ahí fuera hace un frío del carajo.

—¿Y el arsenal, Jack?

Jack me sonríe. Tiene esa mirada de loco en sus ojos azules de la que casi me había olvidado.

—¿El arsenal? —pregunta—. ¿Qué arsenal? Vamos a mandar a la mierda el puto arsenal, hermanito.

Esa noche Jack y yo caminamos a través de una niebla gélida, trotando por callejones oscuros y agachándonos detrás de cualquier escondite que encontramos. En la ciudad hay ahora un silencio sepulcral. Los supervivientes están parapetados en sus casas, dejando las calles desoladas a las máquinas dementes y heladas para que sigan de cacería. El temporal de nieve cada vez más intenso ha apagado algunos de los fuegos que hemos encendido, pero no todos.

Boston está en llamas.

De vez en cuando oímos el ruido de una detonación en la oscuridad. O el chirrido de neumáticos de los coches vacíos que se deslizan sobre el hielo, a la caza. El rifle que Jack me ha dado es sorprendentemente pesado, metálico y frío. Tengo las manos cerradas en torno a él como garras heladas.

En cuanto los veo, siseo a Jack para que se detenga. Señalo con la cabeza el callejón de la derecha sin hacer más ruido.

Al final del estrecho callejón, entre el humo y la nieve que se arremolinan, tres siluetas pasan en fila. Avanzan por debajo de la luz azulada de un semáforo, y al principio pienso que son soldados vestidos con ceñidos uniformes grises. Pero no es así. Uno de ellos se detiene en la esquina y escudriña la calle con la cabeza ladeada de forma extraña. Esa cosa debe de medir más de dos metros. Los otros dos son más pequeños y de color bronce. Esperan detrás del líder, totalmente inmóviles. Son tres robots militares humanoides. Permanecen en medio del viento cortante, metálicos, desnudos e impávidos. Solo he visto esas cosas por televisión.

—Unidades de seguridad y pacificación —susurra Jack—. Un Arbiter y dos Hoplites. Un pelotón.

—Chis.

El líder se vuelve y mira en dirección a nosotros. Contengo la respiración mientras el sudor me gotea por las sienes. Jack me aprieta tanto el hombro con la mano que me hace daño. Los robots no se comunican de forma visible. Al cabo de unos segundos, el líder se aparta y, en el momento justo, las tres figuras se alejan y se internan en la noche con pasos largos. Solo quedan unas huellas en la nieve como prueba de que han estado allí.

Es como un sueño. No estoy seguro de que lo que he visto sea real. Pero, aun siéndolo, tengo el presentimiento de que volveré a ver esos robots.

Efectivamente, volvimos a ver esos robots
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Tercera parte.
Supervivencia

Dentro de treinta años, dispondremos de los medios tecnológicos para crear una inteligencia superhumana. Poco después, la era del hombre tocará a su fin… ¿Se pueden encauzar los acontecimientos de forma que sobrevivamos?

VERNOR VINGE, 1993

1.
Akuma

Todas las cosas han nacido de la mente de Dios.

TAKEO NOMURA

NUEVA GUERRA + 1 MES

Cuando llegó la Hora Cero, la mayoría de la población mundial vivía en ciudades. Las zonas industrializadas de todo el mundo sufrieron los ataques más duros durante el período inmediatamente posterior. Sin embargo, hubo casos excepcionales como el de un emprendedor superviviente japonés que convirtió una debilidad en fortaleza
.

Multitud de robots industriales, cámaras de seguridad y parásitos robot confirman el siguiente relato, que fue narrado con todo lujo de detalles por el señor Takeo Nomura a los miembros del Ejército de Autodefensa de Adachi. Desde el comienzo de la Nueva Guerra hasta sus últimos momentos, el señor Nomura parece haber estado rodeado de robots amistosos. En el siguiente documento, el japonés ha sido traducido a nuestro idioma
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Estoy mirando una imagen captada por una cámara de seguridad en mi monitor. En la esquina de la pantalla, se puede leer el rótulo: BARRIO DE ADACHI, TOKIO.

La imagen está tomada desde un sitio elevado con vistas a una calle desierta. La calzada es estrecha y está asfaltada y limpia. Está bordeada de casitas pulcras. Todas las viviendas tienen vallas hechas de bambú, hormigón o hierro fundido. No hay jardines destacables, ni aceras y, lo más importante, no hay espacio para que aparquen los coches.

Una caja beis avanza rodando por el centro del estrecho pasillo. Vibra ligeramente sobre el asfalto, desplazándose sobre unas finas ruedas de plástico fabricadas exclusivamente para su uso en interiores. La superficie de la máquina está cubierta de manchas de hollín negro. Fijado a la parte superior de la caja, hay un brazo simple construido con tuberías de aluminio y plegado como un ala. En la parte delantera del robot, justo por debajo del objetivo agrietado de una cámara, un botón de luz emite un saludable brillo verde.

BOOK: Robopocalipsis
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