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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso (5 page)

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Como los rumores llegan más rápido que las personas, apenas doña Magola se enteró de la llegada de «El Titi» al barrio, corrió a prepararle el jugo de guayaba en pura leche que a él tanto le gustaba, mientras su hijo fisgoneaba, desde su camioneta con vidrios polarizados y a 15 kilómetros por hora, cada calle, cada casa del barrio, queriendo enterarse, de primera mano, de los cambios fisonómicos de las niñas de entre ocho y diez años, que hace cinco no veía y que para entonces ya deberían haber abandonado su cascarón infantil.

Liliana, quien recién cumplió los quince, esperaba parada en el andén a que pasara la camioneta de «El Titi» para poder atravesar la calle. Iba para la tienda a comprar lo del almuerzo. Había crecido tanto, por un problema hormonal, que superaba en estatura a todos los habitantes del barrio. Por eso, al pasar, «El Titi» sólo pudo verla del cuello hacia abajo. —Qué vieja tan grande, —exclamó y luego la miró por el retrovisor mientras ella atravesaba la calle para concluir en medio de risas y con un extraño y morboso buen humor: ¡no habría forma, habría que doblarla!

Dos casas más adelante observó a Marcelita dialogando con Paola. La primera muy linda de cara, pero muy mal vestida y un poco obesa y la segunda tan esbelta y provocante que casi lo hace estrellar. Apenas la vio con su pelo recogido en dos moñas laterales, su uniforme colegial impecable aunque con la falda un poco más alta que lo permitido en la institución y la blusa blanca con un botón de los de arriba desabrochado a propósito, Aurelio se olvidó que conducía y centró toda su atención en las piernas doradas y perfectas de Paola. Cuando las llantas de su camioneta mordieron el andén, «El Titi» volvió a la realidad en medio de las carcajadas de las muchachas que se burlaban por el descuido del despistado conductor que casi hace estrellar a un taxista que no tuvo problema en sacar la cabeza por la ventana de su auto para mentarle la madre, ignorando, por completo, que acababa de firmar su sentencia de muerte. En Efecto, Aurelio frenó, anotó las placas del taxi en una tarjeta y fijó de nuevo la mirada en la humanidad de Paola que se asustó al no ver la cara de quien conducía y se entró a la casa de Marcela a toda carrera con su morral a la espalda.

Diez minutos más tarde y mientras saboreaba su segundo vaso de jugo de guayaba en pura leche, Aurelio le contaba en fajos de dos en dos, 20 millones de pesos a su mamá para que la feliz señora le mandara a fundir la plancha de concreto a la casa y le construyera dos cuartos y una caleta en el segundo piso a su hijo donde él pensaba guardar droga y dólares sin que ella lo supiera.

Mientras pedía un tercer vaso de jugo, evocando recuerdos de su niñez, «El Titi» le preguntó a su mamá por Luz Helena, el amor de toda su vida y se enteró que ella vivía con un muchacho de Dos Quebradas con el que ya tenían dos hijos. Se enfureció tanto con la noticia que rompió el vaso contra la pared y salió de su casa poseído por la fuerza de la prepotencia.

Cuando llegó a la casa de Luz Helena la encontró demacrada y mal vestida, amamantando a su hija de tres meses de nacida y con la mirada perdida en la nada, escuchando vallenatos. Apenas desvió sus ojos para mirarlo, sin ilusión alguna, mientras escuchaba de sus labios todo un sermón sobre lo que le puede pasar a una mujer cuando pierde la fe y no espera lo que ha de llegar.

—Yo pensé que usted estaba muerto, Aurelio. —Fue lo único que atinó a contestar con aburrimiento la resignada mujer mientras cambiaba de seno a su hija.

Lo cierto es que «El Titi» sintió pereza de recriminarla hasta los límites que él usaba y se olvidó de ella tan pronto como observó a Paola, a través de la ventana, saliendo de su casa con su uniforme impecable de cuadros azules y blancos, su cabello tejido en dos trenzas gruesas y largas y sus encantos femeninos a flor de piel. Cuando Aurelio se convenció de que esa podría ser su próxima diversión, quiso salir a la calle para lanzarse a la conquista de la mujercita, pero un bus se la llevó a toda velocidad sin darle tiempo de verla o de hablarle.

Luz Helena que había observado la escena desde la misma ventana quiso solidarizarse con la angustia de su ex novio y le proporcionó una información valiosísima para él:

—Es amiga de Ferney.

Agradeciéndole con una sonrisa que también significaba vergüenza y venganza, «El Titi» atravesó la calle y caminó hasta la casa de Ferney para que lo ayudara en su deseo de conquistar a Paola. Ferney no estaba, pero sí su hermana menor, quien le abrió la puerta. Su nombre era Yésica y le encantó tanto como Paola, pero por unos instantes no pudo dejar de imaginarla como la niñita que corría por la cuadra detrás de un perro, con los calzones rotos y sucios y la cara negra de la mugre. A pesar de recordar esas imágenes notó que la niña ya no era la misma. No obstante sus quince añitos, ya se veía como toda una mujer. Al menos así lo decían sus senos parados como montañas, sus labios pintados de fucsia y sus miradas insinuantes, acompasadas con la mascada de un chicle masacrado y ya sin dulce.

—Ferney no está, pero estoy yo. —Le respondió la adolescente con profunda coquetería a lo que «El Titi» contestó con algo de morbo mirándola por entre el cañón sin arrugas de sus senos que, aunque pequeños, parecían dos rocas:

—Pero es que usted no me sirve para lo que me sirve Ferney, mamita.

—¿Ah, no? Eso es lo que usted cree, parcero, —le replicó insinuante mientras Luz Helena, que seguía amamantando a su bebé, observaba la escena desde la ventana de su casa, sumida en la más grande tristeza.

Al notar la coquetería de Yésica, «El Titi» entendió que no trataba con una niña y se despachó en piropos y propuestas hacia ella. Unos días después, luego de hacerle el amor en varios moteles de la ciudad, en camionetas, fincas y apartamentos de diferentes estilos, la mandó con uno de los guardaespaldas a un centro comercial y le hizo comprar toda la ropa habida y por haber, le giró un cheque para la operación de la nariz, otro para el implante de silicona en los senos y le cambió al cirujano un caballo de paso por la liposucción de la adolescente, no obstante que el cirujano le advirtió, con buen juicio y honestidad, que una niña de tan corta edad no se podía hacer tal cantidad de operaciones, y menos la de los senos y la nariz, porque durante la finalización de su crecimiento experimentaría cambios de tamaño en su sistema óseo que podían terminar en una tragedia estética de grandes proporciones. Yésica asumió el riesgo, el médico alienó su tesis ante la presencia de los cheques y el caballo, y «El Titi» no dijo nada distinto a que estuviera tranquila, porque si le tocaba volverse a operar cuando cumpliera los 18 años y sus «putos» huesos dejaran de crecer, él le patrocinaba la irresponsabilidad.

Lo cierto es que a dos meses de haberse realizado al menos media docena de cirugías y tratamientos estéticos, Yésica lucía espectacularmente bella y transformada. Tanto, que todas las niñitas del barrio empezaron a sufrir de envidia y a organizar planes inverosímiles para poder alcanzar el sueño de lucir tan hermosas como ella. La que más sufría con la transformación de Yésica era Paola y cuando lo supo, «El Titi» sintió que su estrategia estaba funcionando. La envidia de Paola era tal que relegó el orgullo y se presentó una mañana en la casa de Yésica con el pretexto de preguntarle por qué no había vuelto al colegio.

Yésica le respondió que ya no necesitaba volver a estudiar en su vida porque no se iba a mamar 10 años más, metida entre bibliotecas desesperantes, aulas calurosas, baños pestilentes y un uniforme horroroso. En medio de compañeras chismosas y envidiosas, leyendo libros de Homero, Cervantes y García Márquez, recitando de memoria poemas de Calderón de la Barca, haciendo experimentos con sapos, lagartijas y frijoles y sudando durante las extenuantes jornadas de la clase de educación física o danzas para alcanzar un título que de nada le iba a servir si no contaba con el dinero suficiente para entrar a la universidad.

Paola no estuvo de acuerdo en todas sus apreciaciones, pero no tuvo dudas en aceptarlas cuando Yésica reforzó su fobia al estudio con otra andanada de críticas. Le dijo que ella no iba a seguir sufriendo con profesores que se creían los dueños de la educación del mundo y que la amenazaban con hacerle perder el año si no bailaba bien bambuco, torbellino o cumbia; si no le daba la vuelta al patio del colegio en 9 segundos y 79 milésimas; si no hacía un rollo perfecto sobre una colchoneta sudada y sin espuma. Que la educación estaba mal diseñada porque a un estudiante no deberían meterle por los ojos materias que no le gustan, que no entiende y para las que no tiene talento ni aptitudes. Que ella no seguiría estresándose con la amenaza de perder el año si no resolvía 125 operaciones de álgebra para el día siguiente; si no le calculaba al de física cuál es la fricción que maneja un carro dando una curva a una velocidad descendente de 90 a 70 kilómetros por hora en 4,5 segundos con una fuerza de 125 caballos y un peso de 470 kilos con las llantas lisas; si no le señalaba al de geografía, en un mapamundi, el lugar exacto donde quedaban las Islas Caimán o Madagascar; si no le contaba al de historia los motivos por los que fue asesinado Alejandro Magno y si este era homosexual o no; si no le recitaba de memoria, al de química, los elementos de la cambiante tabla periódica; si no le decía al mismo profesor cuántas moléculas de ADN conforman el genoma humano; si no le recitaba al de inglés los verbos irregulares en todas sus conjugaciones; si no le conseguía al de biología todas las especies de plantas y mariposas para meterlas en un álbum de hojas negras; si no le recitaba al de religión «El Cantar de los Cantares»; si no le descifraba al de geometría, el resultado de multiplicar el seno al cubo por el coseno al cuadrado por la hipotenusa o, si no se acostaba con todos los que se lo pidieran a cambio de una nota que le arrastrara el promedio.

Dijo, además, que después de todo eso no se iba a acabar la vida esperando un cartón que no le iba a servir sino para adornar su habitación e inflar el ego de su mamá, porque, con seguridad, iba a terminar lavando platos o cuidando niños como lo estaba haciendo su hermana, que sí terminó el bachillerato, por un sueldo miserable.

Pero Paola, aunque convencida de los contundentes argumentos de Yésica, necesitaba ir más allá, conocer las alternativas distintas al estudio que Yésica le planteaba para su vida y siguió hablándole con pistas. Le dijo que a ella sí le tocaba terminar el bachillerato porque no sabía qué otra cosa ponerse a hacer. Que su mamá la mataba donde abandonara el colegio, que era la novia de un primo suyo que la celaba y le tacañeaba más que el papá, que estaba desesperada con la situación económica de su casa, que pensaba a todo instante en una locura que la hiciera cambiar de vida y le puso un mundo de quejas más, esperando propuestas para no desgastarse pidiéndole que le contara cómo había logrado conseguir el dinero para las operaciones y para comprar tanta ropa. Pero Yésica sólo se limitó a escucharla por lo que Paola entró en desespero y se vio obligada a doblegarse, tratando en lo más mínimo de lesionar su ego:

—¿Hermana y usted no me puede llevar donde esos manes? ¡Yo estoy dispuesta a hacer lo que sea con tal de salir de esta situación tan hijueputa!

Yésica recordó que «El Titi» le vivía diciendo que se moría por estar con dos mujeres al mismo tiempo y se aprovechó de los deseos de involución manifiesta que tenía Paola para hacerle la propuesta.

—¡Cómo se le ocurre, hermana! Respondió indignada, pero su incoherencia y su debilidad la llevaron dos días después hasta una finca de Cartago donde «El Titi» las estaba esperando muerto de la dicha, lleno de whisky, comida, música variada, cocaína pura y un video porno con el que les iba a explicar, veladamente, a sus dos invitadas lo que debían hacer, sin necesidad de recurrir a las palabras. Un mes después, Paola ya tenía puestas sus tetas de silicona y se paseaba orgullosa con ellas por toda la cuadra mientras Vanessa, Ximena y Catalina especulaban sobre el origen del dinero invertido en la cirugía.

Paola creyó haber hecho lo suficiente como para exigirle a «El Titi» que la considerara su novia, pero se estrelló contra el mundo cuando él le contó, muerto de risa, que eso era imposible porque estaba comprometido con Marcela Ahumada, la mujer más linda de la tierra, su novia oficial y verdadera, la única, la dueña completa de su corazón, la destinataria solitaria de sus caricias sinceras, la propietaria de su amor y su dinero y que no pensaba cambiarla por nada ni por nadie en este mundo. A Yésica, que pretendía lo mismo que Paola, le detuvo de un tajo sus intenciones advirtiéndole que no soñara pues, ni ella ni ninguna otra mujer podían aspirar al trono que ostentaba Marcela. Que si quería, la aceptaba junto con las 20 ó 30 mujeres con las que salía a cambio de ciertos detalles y que mirara a ver si le gustaban las cosas de esa manera o que hiciera lo que le diera «la hijueputa gana».

Por eso, mientras «El Titi» departía con Clavijo y las hermanas Ahumadas en la discoteca, Yésica trataba de inventar la manera de vengarse de Marcela, explotando la lujuria de «El Titi» poniendo a su servicio a las niñas más lindas del barrio. A Ximena le dijo que dejara de ser boba, que el estudio no servía para nada, que la vida era muy corta y que tocaba disfrutarla al máximo, que estos manes eran chéveres, que si uno se portaba bien con ellos, ellos se portaban bien con uno, que eran todos unos caballeros. A Vanessa le dijo que dejara de ser mojigata porque se la llevaba el putas, que no le parara bolas al novio porque la volvía loca y que se rebelara en la casa, tranquilamente y sin remordimientos, porque los papás eran conscientes de haber criado cuervos y no hijos y que sólo estaban esperando a que ellos les sacaran los ojos para quedar satisfechos con el cumplimiento de su popular premonición. A Catalina le dijo que cuándo se iba a cambiar de pantalón, que la blusa que llevaba puesta lucía vieja y pasada de moda, que ella necesitaba ropa, que Albeiro no le servía sino para echar babas, noche de por medio, en la puerta de su casa y para regalarle peluches y que lo único bueno que tenía su casa era Bayron, que caminaba muy lindo y se le parecía a un jugador de la selección Argentina de fútbol. Que por su mamá no se preocupara porque si se enojaba cuando se empezara a perder los fines de semana, el mal genio le pasaría cuando ella le llegara con un mercado para dos meses y el billete para meterla al salón de belleza de Nacho. A Paola no tuvo que decirle nada más porque ella conocía las mieles del éxito, que para ellas significaba acostarse con un traqueto y porque, desde el día en que conformó el trío con Yésica y «El Titi», se enteró por boca de él mismo, que fue ella la primera mujer del barrio en la que se fijó el ahora multimillonario traquetico y eso le bastaba para vivir orgullosa el resto de su vida.

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