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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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A sus trece años, Catalina empezó a asociar la prosperidad de las niñas de su barrio con el tamaño de sus tetas. Pues quienes las tenían pequeñas, como ella, tenían que resignarse a vivir en medio de las necesidades y a estudiar o trabajar de meseras en algún restaurante de la ciudad. En cambio, quienes las tenían grandes como Yésica o Paola, se paseaban orondas por la vida, en lujosas camionetas, vestidas con trajes costosos y efectuando compras suntuosas que terminaron haciéndola agonizar de envidia.

Por eso se propuso, como única meta en su vida, conseguir, a como diera lugar y cometiendo todo tipo de errores, el dinero para mandarse a implantar un par de tetas de silicona, capaces de no caber en las manos abiertas de hombre alguno. Pero nunca pensó que, contrario a lo que ella creía, sus soñadas prótesis no se iban a convertir en el cielo de su felicidad y en el instrumento de su enriquecimiento sino, en su tragedia personal y su infierno.

Gustavo Bolivar Moreno

Sin tetas no hay paraíso

ePUB v1.0

LuisPer
3.11.12

Gustavo Bolivar Moreno, 2005

Portada: Hans Cortés D.

Fotografia de portada: © María Paula Riveros

ePub base v2.1

A mamá

Capítulo 1

El tamaño es lo de más

Catalina nunca imaginó que la prosperidad y la felicidad de las niñas de su generación quedaban supeditadas a la talla de su brasier. Lo entendió aquella tarde en que Yésica le explicó, sin misericordia alguna, por qué el hombre que ella esperaba con tanta ilusión la dejó plantada en la puerta de su casa:

—¡Por las tetas! ¡«El Titi» prefirió llevarse a Paola, porque usted las tiene muy pequeñas, parcera!

Con estas agraviantes palabras Yésica puso fin al primer intento de Catalina por prostituirse, mientras Paola ascendía sonriente a la lujosa camioneta que la conduciría a una hacienda de Cartago donde, por 500 mil pesos, haría el amor y posaría desnuda para un narcotraficante en ascenso con ínfulas de Pablo Escobar apodado «El Titi» en la playa de una descomunal piscina, al lado de otras mujeres igual de ignorantes y ambiciosas y junto a innumerables estatuas de mármol y piedra de las cuales brotaba agua con aburrida resignación.

A pesar de su corta edad, acababa de cumplir los catorce años, Catalina quería pertenecer a la nómina de Yésica, una pequeña proxeneta, apenas un año mayor, que vivía de cobrar comisiones a la mafia, por reclutar para sus harenes las niñas más lindas y protuberantes de los barrios populares de Pereira.

El descarnado desplante de «El Titi» frustró para siempre a Catalina quien nada pudo hacer por evitar que de sus ojos brotaran ráfagas mojadas de odio y autocompasión. No tengo buena ropa, no me mandé a alisar el pelo, le parecí muy niña, decía, rebuscando en su mente algunas disculpas que pudieran atenuar su humillación. Pero Yésica no la quería engañar. Escueta y crudamente diagnosticó la situación con honestidad aún sabiendo que cada palabra suya le taladraba el orgullo y el ego, pero sobre todo el alma a su pequeña amiga:

—Paola las tiene más grandes y ante eso, no hay nada que hacer, amiga.

En un segundo intento por reivindicar su naturaleza y su orgullo Catalina llevó sus manos a los senos y se defendió de una nueva humillación replicando que «las tetas» de Paola eran de caucho y que las suyas, aunque muy pequeñas, eran de verdad. Cansada de la pataleta de su vecina de infancia Yésica sepultó su rabieta con el mismo, único y contundente argumento:

—No importa, hermana, las de Paola pueden ser de caucho, de madera o de piedra, pueden ser de mentiras, pero son más grandes y eso es lo que les importa a los «tales» parce: ¡qué las niñas tengan las tetas grandes!

Catalina aceptó con rabia y resignación la despiadada explicación de Yésica y maldijo con odio a «El Titi» por haberla privado de obtener sus primeros 500 mil pesos con los que pensaba hacer un gran mercado para mitigar el hambre de su familia a cambio de que su madre le permitiera abandonar para siempre el colegio. El estudio la indigestaba y para ella resultaba de tanta importancia dejar de asistir a la escuela como empezar a ganar dinero a expensas de su inconcluso cuerpo.

El rencor le duró a Catalina hasta que la camioneta se perdió en la distancia luego de coronar la empinada cuesta que separaba el barrio de la avenida principal. Mirando con resignación hacia esa lejana esquina exclamó con absolución:

—El problema es que una no sabe si odiarlos o quererlos más, —opinó con gracia y agregó absorbiendo el ambiente con los ojos cerrados: —¡Huelen tan rico!

—Y en los carrazos que andan— puntualizó Yésica, poniendo fin, con algo de simpatía, a la embarazosa situación que se acababa de presentar.

Catalina quería ingresar al sórdido mundo de las esclavas sexuales de los narcotraficantes, no tanto porque quisiera disfrutar de los deleites del sexo, porque entre otras cosas aún era virgen y ni siquiera imaginaba lo que podría llegar a sentir con un hombre encima, sino porque no soportaba que sus amigas de la cuadra se pavonearan a diario con distinta ropa, zapatos, relojes y perfumes, que sus casas fueran las más bonitas del barrio y que albergaran en sus garajes una moto nueva. La envidia le carcomía el corazón y le causaba angustia y preocupación. No podía resistir la prosperidad de sus vecinas y menos que el auge de las mismas estuviera representado en un par de tetas, pues hasta ese día cayó en la cuenta de que sólo las casas de las cuatro niñas que tenían los senos más grandes de la cuadra, tenían terraza y estaban pintadas. Hasta ese día en que «El Titi» la rechazó por llevarse a Paola cuyos senos se salían de un brasier talla 38, entendió que debía derribar molinos de viento, si era preciso, para conseguir el dinero de la cirugía porque su futuro estaba condicionado por el tamaño de sus tetas.

La sabia conclusión, antes que calmarla, la angustió más por lo que intensificó sus plegarias para que Yésica le consiguiera con urgencia un cliente que la sacara de la pobreza. Yésica prometió incluirla en su nómina, pero le advirtió que sin los senos grandes le quedaría muy difícil penetrar el mundillo que añoraba, aún sabiendo que transgrediría los afanes de su propia edad. Le advirtió que para poder conquistar la pelvis y la billetera de uno de los narcos a los que con tanto cariño se refería como «los tales» tenía que mandarse a operar los senos.

Sin pensarlo dos veces y convencida de la necesidad de aumentar su busto, Catalina se propuso, desde ese mismo día, con rigurosa vanidad y religiosa paciencia, conseguir el dinero para mandarse a implantar un par de prótesis de silicona capaces de no caber en la mano de ningún hombre. Pero su problema giraba en torno a un círculo vicioso difícil de romper, pues por el reducido tamaño de sus senos, ningún millonario lujurioso se fijaba en ella, de modo que le sería muy complicado conseguir los 5 millones de pesos que costaba la cirugía de agrandamiento que consistía en introducir dentro de sus senos blancos y aplanados como huevos fritos, un par de bolsas plásticas y transparentes rellenas de caucho fluido.

Para levantarle un poco el ánimo, Yésica la llenó de esperanza con una propuesta absurda y lacónica. Le propuso que se «pusiera bien buena» de los demás, para ver si le podía vender su virgo a algún traqueto recién coronado, ya que, según ella, esos fanfarrones eran los únicos que se podían conformar con cualquier cosa. Cuando Catalina levantó la mirada para reprocharla por el insulto, Yésica corrigió con habilidad su imprudencia, recordándole que ella no era cualquier cosa, pero que hiciera ejercicio y se arreglara bien linda para que nunca llegara a serlo.

Desde entonces Catalina comprendió que ponerse bien buena, ante la escasez de busto, la ignorancia espiritual y la lujuria desmedida de los mañosos, suponía adelgazar de cintura, agrandar sus caderas, reafirmar sus músculos, levantar la cola, alisar su cabello con tratamientos de toda índole, cuidar su bello rostro con mascarillas de cuanto menjurje le recomendaran, desteñir con agua oxigenada todos los vellos de su humanidad, depilarse cada tercer día las piernas y el pubis y tostar su piel bajo el sol o dentro de una cámara bronceadora hasta hacerse brotar manchas cancerosas que ellos pudieran confundir con pecas sensuales.

Ella no lo sabía, porque su pesimismo le hacía creer que a sus catorce años ya había terminado de crecer, pero existía la posibilidad de que los senos le crecieran un poco más durante el desarrollo o luego de su primera relación sexual. Pero la necesidad de no sentirse inferior a las demás niñas del barrio o la mera envidia de verlas contando dinero, fue lo que la impulsó a pedirle a Yésica que le consiguiera un paseo con «El Titi» a sabiendas de que en su finca de ensueño maldito dejaría su virginidad colgando de una hamaca o flotando en la piscina junto a una gran variedad de latas de cerveza desocupadas. Así se lo advirtió Yésica antes de concretarle la fallida cita y así lo asumió ella, pensando más en la dicha de un futuro seguro que en el dolor de un presente incierto.

La virginidad de Catalina era famosa en el barrio e incluso en algunos sectores populares de Pereira. Albeiro, su enamorado de siempre, su único novio desde los once años, contaba los días que le faltaban a la niña para cumplir la mayoría de edad, porque ella le tenía prometido que ese día le entregaría su inocencia, después de entrar a una discoteca por primera vez y luego de introducir su cédula de ciudadanía en una billetera rosada de Hello Kitty, de las que, seguramente, le regalarían tres o cuatro, en su fiesta de quince años que aún no estaba cerca. Al menos eso afloraba para su vida en el fragor de sus sueños infantiles.

Mientras transcurrían esos más de cuatro años que lo separaban de la dicha, Albeiro la cuidaba como su bien más preciado y juraba ante sus amigos, con una amenaza implícita, que a quien se atreviera a pretenderla, a tocarla o tan solo a mirarla con morbo, podría irle muy mal.

Pero ni Albeiro era capaz de matar a nadie ni Catalina quería esperar a que pasaran cuatro años para entregarse a él. Su adolescente novia pensaba en cosas distintas. La escena de sus compañeras de curso subiéndose a las camionetas de los traquetos, las motos que ellos les regalaban, sus ropas costosas y de marca, su derroche de dinero en la cafetería del colegio del que, incluso ella, resultaba beneficiada los primeros días de la semana y las carcajadas reprimidas que lanzaban desde los corrillos que armaban en las esquinas del barrio cada lunes en la noche contando sus hazañas sexoeconómicas, terminaron por alterar sus sueños.

Ahora ella quería ser como ellas, pertenecer a un traqueto para vestirse como sus amigas, llevarle mercados a su mamá, como sus amigas les llevaban mercados a las suyas y, por sobre todas las cosas, lucir tan espectacular como las modelos de Medellín, de cuyos afiches las paredes de su cuarto estaban tapizadas. No concebía otra manera de clasificar en el gusto, exigente por cierto, de estos personajes acostumbrados a poseer el cuerpo y la conciencia de la niña que quisieran al precio que fuera. Por eso, el día en que «El Titi» la rechazó, Catalina entró a su casa llorando de rabia y se encerró en el baño a rezar para que a Paola le fuera mal en la finca para donde se la acababan de llevar.

Sus rezos no surtieron efecto. El lunes siguiente, como a eso de las 8 de la noche, su contrincante llegó sonriente con varios paquetes llenos de ropa, mercado para su mamá y zapatos para sus hermanos. Catalina seguía muriendo de envidia, pero más pelusa sintió cuando Paola les contó a ella y a sus amigas que «El Titi» le acababa de regalar dos millones de pesos para operarse la nariz. Todo por no tener las tetas grandes, pensó, y se quedó callada mientras Yésica cobraba la comisión al tiempo que Vanessa y Ximena, otras dos amigas de la cuadra, le formulaban preguntas íntimas sobre «El Titi». Que cómo lo hacía, si era velludo o lampiño, si tenía aberraciones o no hablaba, si las ponía a acariciarse con otras mujeres.

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