Read Tiberio, historia de un resentimiento Online
Authors: Gregorio Marañón
Tags: #Biografía, Historia
La segunda parte de su destierro dejó, pues, de ser voluntaria; y con ello aumentó su misantropía. Se retiró por completo de todo trato; abandonó la equitación y la esgrima, que hacía asiduamente; y se negó a recibir a los viajeros curiosos. Entonces es cuando adquirió la afición a la astrología, y según algunos informes, seguramente calumniosos, fue entonces también cuando hizo los primeros ensayos de los grandes vicios que habían de darle lúbrica fama en su vejez.
Por aquel tiempo fue a Samos para hablar con Caio, que iba al Oriente rodeado de una pompa oficial que debió herir mucho al desterrado. Caio, instigado por M. Lolio, le recibió mal. Y su resentimiento debió aumentar todavía más, cuando al fin recibió la orden de la libertad, pues se la gestionó el propio Caio; y nada hiere al resentido como el favor que recibe de las personas que no ama. El cambio de actitud de Caio parece relacionado con la desgracia de Lolio, que era muy enemigo de Tiberio, y con su sustitución por Quirino, que, en cambio, estaba muy unido a aquél.
En total pasó siete años en Rodas. Al volver a Italia, el 2 d.C. se retiró, en Carenes, a los jardines de Mecenas, lejos de Roma; y allí vivió dos años más y supo la muerte de los dos Césares, Lucio y Caio, que obstruían su carrera. Estas muertes produjeron su reconciliación con Augusto; que, como ya sabemos, le adoptó, forzado por la desaparición de los dos nietos predilectos y por las instancias de Livia.
Es muy importante esta retirada de Rodas y su sentido psicológico para explicar otro hecho culminante de su biografía: la retirada a Capri. Ambas son manifestaciones de la misma pasión: fugas de su resentimiento. Tiberio, en efecto, no era aficionado a los viajes. Nos dice uno de sus cronistas que, en los dos primeros años que siguieron a su elevación al principado, proyectó diversas expediciones; pero, al fin, no las realizaba nunca. Cuando la impedimenta imperial, dispuesta a partir, le estaba esperando ya a la puerta del palacio, decidía muchas veces suspender la marcha. Por esto le llamaron Callipide, personaje de un proverbio griego que no cesaba de correr y no avanzaba nunca. Sólo el año 21 d.C. hizo un breve viaje a la Campania con el pretexto de descansar y de dejar que su hijo Druso II, que compartía con él el consulado, lo ejerciese solo, para adiestrarse en el arte de gobernar.
Esta tendencia sedentaria habitual da más valor a sus fugas, sobre todo a la final. Ocurrió el año 26 d.C. cuando tenía 67 años. Como en la retirada de Rodas, han sido muy discutidos los motivos de ésta, la de Capri. El que en su tiempo tuvo más crédito fue el que Sejano, en pleno goce de su poder sobre el César, le empujó al retiro para disponer con mayor libertad de su omnipotencia y para secuestrarle de sus habituales relaciones
[70]
.
Pero Tácito apunta la inverosimilitud de esta hipótesis, puesto que, a poco, murió el favorito y sin embargo Tiberio continuó su aislamiento en Capri hasta el final de sus días; y agrega el agudo historiador y psicólogo que «los motivos no había que buscarlos fuera de él mismo»; es decir, que donde había que buscarlos era en la íntima necesidad de su espíritu de aislarse de los demás. No se aisló, sin embargo, como se ha dicho, para hallar campo libre a sus vicios y crueldad. Lo que seguramente le empujó a la isla fue su resentimiento. También se dijo, entonces, que había huido del humor imperioso de su madre; y otros, que por el disgusto que le causaba el que le vieran envejecido y con la cara llena de parches, húmedos de pus. Desde luego, ambas causas colaboraron, puesto que Livia y las llagas de su piel fueron dos de las fuentes ciertas del resentimiento del anciano.
El pretexto oficial del viaje fue recorrer la Campania para dedicar un templo a Júpiter en Capua y otro a Augusto en Nola, el lugar donde el gran emperador había muerto. La gente de entonces lo creería, como la de hoy cree los pretextos oficiales de las idas y venidas de los personajes públicos. Nadie supo ni sospechó la causa verdadera; ni menos que Tiberio no volvería jamás.
Cumplido el pretexto de las ceremonias, Tiberio se dirigió a Capri. La isla es tan maravillosa que su elección, como dice uno de los escritores tiberiófilos, acredita el buen gusto del emperador. Ya Augusto se había aficionado a esta isla, pero por otros motivos que Tiberio. Dicen que visitándola una vez, vio las ramas de una encina vieja que, a su llegada, se reanimaron como irrigadas por una savia nueva; y como creía a pie juntillas en los presagios, se la cambió a la ciudad de Nápoles, que era su dueña, por la isla de Enaria
[71]
.
¿Qué hizo Tiberio en Capri, durante estos últimos once años de su vida? Repetimos ahora nuestra adhesión a los que piensan que es una leyenda el relato de los vicios repugnantes que con tanta minucia y con un cinismo casi candoroso nos describe Suetonio, así como sus refinadas crueldades. Tiberio se retiró a la isla, dolorido contra la humanidad entera, concentrado, huido en sí mismo, hasta la angustia; irremediablemente aislado, no sólo de su medio vivo, sino de sus recuerdos y sus esperanzas; sin pasado ya y sin porvenir. Con el alma así, el cuerpo no está para orgías.
Se dijo, ya entonces, que Tiberio había perdido la razón y lo repiten algunos comentaristas modernos. No hay, sin embargo, en los datos que nos han transmitido los contemporáneos, motivos para hacer un diagnóstico psiquiátrico preciso del emperador; ni aun contando con la sospecha de que hubiera sido sifilítico. Tiberio era, esto es seguro, un esquizoide; pero no estaba loco. La terrible angustia del resentimiento dio a los últimos años de su vida ese acento de anormalidad, que no es locura aunque puede confundirse con ella. No es acción de loco, pero sí de anormal la huida de Roma; así como su resistencia a volver, durante once años, a pesar de todas las conveniencias; y anormales son, sobre todo, los trágicos intentos de acercarse a la ciudad, que comentaremos en seguida. No era, pues, un demente sádico. Como igualmente inadmisible es el cuadro que nos quieren pintar los historiadores simplistas, de un viejo casi patriarcal que buscaba el descanso de una vida triste y larga y el alivio de los sentidos y del alma sumergiéndolos en los atardeceres incomparables del golfo napolitano. Era, sencillamente, un hombre a quien la pasión había hecho anormal.
La prueba más concluyente de esta anormalidad de Tiberio nos la da la leyenda. Anormalidad no es locura; pero precisamente por lo que tiene la anormalidad de ambigua y porque no suscita las actitudes definidas de defensa o de piedad que la locura sugiere, es por lo que los simples anormales del espíritu han perturbado tantas veces los hogares o los pueblos; con mucha más frecuencia, desde luego, y con mayor gravedad que los locos rematados. Sobre un loco no se crean leyendas; la locura es, ya por sí, leyenda para la multitud; la gran leyenda se forma sobre el anormal cuya conducta, entre luces y sombras, no acertamos a comprender. Sobre este hombre, que no estaba loco ni tampoco enteramente cuerdo; que entraba y salía sin sentido aparente de Capri para volver a encerrarse en las mansiones inaccesibles de la isla; que pasaba por los caminos rodeado de soldados que alejaban a golpes a los curiosos; sobre este príncipe razonable y a la vez incomprensible, que sobrevivía implacablemente a la muerte de los suyos; que hacía pasar a su favorito, en unas horas, desde el absoluto poder hasta el suplicio; que perseguía a los amigos de Agripina y a los de Sejano con crueldad disfrazada de estricto legalismo; que veía morir, voluntariamente, a su lado a su mejor amigo; sobre este prudente administrador de un pueblo gobernado con acierto y, a la vez, aterrado por las delaciones; sobre su personalidad indecisa, compleja y misteriosa, era, pues, donde debían formarse las leyendas. Así se gestó la de su crueldad en Capri, llena de matices refinados, de evidente invención popular; como la de aquel pescador que, por haberle asustado, acercándosele de improviso para ofrecerle un pez, le hizo refregar ferozmente con él la cara; y como el desgraciado, que era, como su César, humorista, se felicitase todavía, entre ayes de dolor, por no haberle ofrecido una langosta, Tiberio, para seguirle el humor, hizo traer una langosta y reproducir, con su caparazón erizado de púas, la cruel fricción.
La leyenda de esta sutil crueldad creó la de los vicios y aberraciones sexuales. El pueblo tiene siempre despierto el sentido del sadismo. Asociar el placer sexual al dolor, es instintivo en las gentes en los momentos de depravación colectiva o de terror social. En la reciente revolución española, la leyenda formada sobre la realidad indudable de la crueldad se asoció inmediatamente a la de una serie complicada de aberraciones sexuales, que decían haber visto, y, sin duda, lo creían, gentes hasta entonces veraces; con la misma dudosa verdad con que en Roma se contaban en los corrillos los misterios eróticos de las grutas de Capri. En toda conmoción social hay historias parecidas; y estoy convencido de que se deben acoger, en cada caso, con idéntica reserva.
También debió exagerar la leyenda el espectáculo indudable del miedo de Tiberio en sus últimos años. Es evidente, no obstante, que ese terror existió. Algunos, como Ramsay, suponen que llegó a ser un verdadero delirio persecutorio; y, a veces, sin duda, lo parecía. Un edicto imperial impedía que nadie se acercase por los caminos, ni siquiera desde lejos, al emperador; soldados de su confianza le seguían por todas partes; y las mismas cartas de Tiberio al Senado traducen el pavor en que de continuo vivía, adivinando en torno suyo asechanzas y conjuras
[72]
.
Angustia, más que miedo; angustia de última hora, que exacerbaba su nativa timidez.
Esta angustia infinita caracteriza a la última etapa de su vida y de su reinado. Angustia del resentido que no encuentra alivio en la venganza ni en el perdón; porque la espina de su inquietud está en la esencia de su propia alma, exenta de generosidad; que huye del mundo para encontrarse a sí misma en la soledad; y la soledad le aterra, porque está demasiado cerca de su desesperación. Ambivalencia de querer y no querer, de poder y no poder; de ansia simultánea del bien y del mal; que viven en el espíritu como dos hermanos, a la vez gemelos e inconciliables enemigos.
Muchas veces hemos visto este mismo espectáculo en hombres del montón o en personajes históricos. Pero en Tiberio la ansiedad adquirió dimensiones de tragedia; una tragedia maravillosa, de puro terrible, que no se ha escrito todavía. Era el emperador del mundo; y todo el mundo era, para su inquietud, lo que es el espacio breve de la celda para el infeliz prisionero. Venía de Capri a Roma y retornaba a Capri sin entrar en la urbe, que, con el mismo ímpetu, le atraía y le rechazaba. «Daba vueltas alrededor de Roma, casi siempre por caminos apartados, pareciendo, al mismo tiempo, buscarla y huirla», nos dice Tácito.
Dos veces llegó casi a tocar con sus manos, trémulas de terror y de vejez, los milenarios muros. Una de ellas subió, embarcado en una trirreme, por el Tíber, hasta la naumaquia que había cerca de sus jardines; y, sin saber por qué, súbitamente volvió la espalda a la ciudad poblada de fantasmas y retornó a Capri. La otra vez, a pie, llegó hasta la vía Apia; y, desde allí, acampado, respondía a las cartas de los cónsules y veía temblar a Roma, aterrada por las delaciones y los suplicios. Quiso vencer su miedo y acercarse más: pero una mañana encontró el cadáver de una sierpe que criaba en su propia mano, comida de hormigas; presagio funesto que quería decir el odio de la multitud hacia el Príncipe; y retornó temblando a su destierro. Como siempre, los soldados alejaban a la multitud de los bordes del camino y de las orillas del río. Las gentes silenciosas percibían sólo desde lejos y enseñaban furtivamente a sus hijos la sombra larga y encorvada del siniestro César.
Pocas veces nos dará la Historia una visión de sobrehumana ansiedad como la de este rey, rondando como el criminal los lugares del crimen; sin saber que no estaban en Roma sino en su propia alma perdida.
Hay dos frases suyas que definen su infinita soledad espiritual, sin amarras con el pasado ni con el porvenir. Las dos las refiere Séneca. Una vez, un hombre cualquiera se dirigió a Tiberio y comenzó a hablarle, diciéndole: «¿Te acuerdas, César…?» y el César le atajó sombríamente: «No, yo no me acuerdo de nada de lo que he sido». La otra frase es un versículo griego que Tiberio repetía muchas veces y que dice su renunciación a toda esperanza: «¡Después de mí, que el fuego haga desaparecer la tierra!»
[73]
.
Así fue Tiberio.
La pasión del resentimiento que hemos comentado en este libro explica la doble personalidad de Tiberio ante la Historia y la explosión final de su crueldad, tal vez superada por otros tiranos, pero pocas veces más odiosa que la suya. Tiberio fue un hombre de pasión. Esta pasión —el resentimiento— es la que da el acento anormal de su vida, y es el origen de su leyenda. Leyenda merecida, y, por lo tanto, Historia también.
Pero la pasión sola no explica toda la patética magnitud de la angustia que escapa de su vida y de toda la época de su reinado. Todo, en su tiempo, está impregnado de una ansiedad extrahumana que vaga por el ambiente de Roma, y de la que era el César como su trágica encarnación.
Aquella civilización magnífica, de la que aun se nutre la civilización actual, tenía podridas las raíces; y la conciencia confusa de la muchedumbre se daba cuenta —tal vez como ahora— que a los esplendores materiales les faltaba el eje inflexible de la ética. Se adivina, bajo el relato de los hechos gloriosos, que aquellos hombres presentían, con estupor y con inquietud, que algo más importante que el andamiaje político del Imperio, todavía robusto, se deshacía bajo sus pies.
Las almas tenían sed de una fuente nueva; y nadie sabía dónde estaba. A veces, un relámpago anunciaba la luz, lejana todavía. Séneca hablaba con acentos que parecían presentir el mundo de las almas nuevas. Muchos hombres, ganados por un influjo extraño, empezaban a sentir que el espíritu tenía privilegios inmortales que escapaban al poder omnímodo de los Césares; que el dolor material podía ser una gloria; la pobreza una jerarquía; y la muerte, una liberación. Pero faltaba a la doctrina nueva, que poco a poco se infiltraba hasta en las almas más inaccesibles —con esa sensibilidad inesperada al contagio que caracteriza a los días en que va a cambiar por completo el rumbo de la Historia— algo que nadie podía definir. Y lo que faltaba por decir era una cosa elemental: sencillamente, que todos los hombres son iguales y hermanos.