Read Tiberio, historia de un resentimiento Online
Authors: Gregorio Marañón
Tags: #Biografía, Historia
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Hay que recordar, no obstante, que Pisón estaba también acusado y convicto de haber encendido la guerra en Oriente; y esta acusación, independientemente de la del envenenamiento, podría haberle sido fatal.
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(Baring-Gould y Bernouilli) Aun en el busto del Museo Capitolino, en que aparece bellísima, se observa siempre la enérgica mandíbula inferior.
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(Tácito) Algunas de estas frases las pone Tácito en boca de Tiberio; pero él, el historiador, las acoge de buen grado.
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En efecto, Agripina II realizó con tenacidad varonil la obra de captación de Claudio; la adopción por éste de Nerón, hijo de ella; y la eliminación de Británico para mandar ella, sirviéndose de Nerón como instrumento: como hizo Livia con Tiberio. Nerón, al llegar al imperio, «dejó a su madre la dirección de todos sus asuntos públicos y privados» (Suetonio) Tácito nos cuenta a su vez, que Agripina II, en vida de Claudio, presidió un tribunal sentada junto al César y recibía de los enemigos los mismos homenajes que aquél: «cosa nueva, comenta Tácito, y opuesta al espíritu de los antepasados, el ver a una mujer a la cabeza de las enseñas romanas». Su intervención en el envenenamiento de Claudio parece segura. El parecido entre las dos Agripinas es, pues, impresionante.
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(Séneca) El aborto voluntario fue también frecuentísimo en estos años.
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Algunos historiadores, como Duruy, dudan de la veracidad de estas palabras de Germánico moribundo; pero es una duda arbitraria.
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(Tácito) Cecina fue un gran general y alcanzó el triunfo el año 15 d.C. por sus campañas en Germania, al lado de Germánico.
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(Tácito) Ya unos meses antes, con motivo de tomar Druso III la toga viril, Tiberio había pronunciado un discurso encareciendo el amor que su hijo Druso II sentía hacia los sobrinos de Germánico y considerando a las dos ramas como una sola. El mismo Tácito confiesa que Druso II «amaba, o, por lo menos, no odiaba» a sus sobrinos-nietos.
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La isla Pandataria, actualmente Santa María, está a la altura de Nápoles. Cerca de ella, a su oeste, está la de Ponza.
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El largo encierro de Druso III se ha interpretado, un tanto arbitrariamente, suponiendo que Tiberio le conservaba como posible recurso para atraerse el afecto del populacho. Parece, en efecto, que cuando preparaba el golpe contra Sejano, que más adelante describiremos, en caso de que el intento hubiera fracasado, imaginaba haber sacado de su prisión a Druso III para ponerle al frente de las cohortes y servir de bandera contra el favorito, aprovechando la popularidad de la familia de Germánico.
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Así lo afirma Plinio. A pesar de los preceptos de Hipócrates, no era raro que los médicos de entonces tuvieran amores con sus enfermas. Fueron, por ejemplo, famosos los de Mesalina con su médico Vectio Valens. Pero en el caso de Livila y su médico, insistimos en la inverosimilitud de la intriga.
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(Veleio) Esta apología de Sejano es, desde luego, anterior a su caída. Veleio publicó su libro el año 30 d.C. por lo tanto en el momento de pleno poder del favorito, un año antes de su caída y muerte. Su pluma estaba, seguramente inspirada en la misma desmesurada adulación que corrompió, entonces, a tantos romanos. Y es más que probable que Veleio pagara caro estas alabanzas, pues todos los amigos del ministro —y pocos lo fueron tan escandalosamente como nuestro historiador— sufrieron la bárbara persecución de Tiberio. Sin embargo, Tácito, que tan minuciosamente hace el recuento de las víctimas, no nombra a Veleio. Tal vez logró evadirse de Roma. Lo cierto es que, a partir de esa fecha no se vuelve a tener noticias de él. Baring-Gould observa, con razón, que la elocuencia que derrochó Veleio para justificar la elevación de Sejano, desde simple caballero hasta los más altos puestos del imperio, citando en su apoyo innumerables ejemplos de otros hombres de origen tan modesto como él, que llenaron de gloria a la República, parece indicar que se proponía, en realidad, una defensa del favorito contra los aristócratas que le atacaban por su oscura cuna.
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Dión dice que Sejano había sido el «mignon» de Apicio.
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(Tácito) Según Suetonio, algunas legiones de Siria no aceptaron esta glorificación de Sejano; y cuando cayó éste, Tiberio las recompensó; aunque era él mismo, naturalmente, el que había ordenado aquella glorificación.
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Es un punto oscuro de la vida de Tiberio este del proyectado matrimonio de Sejano con una princesa de la familia imperial. Es preferible comentarlo en esta nota que en el texto. Sabemos de cierto que Sejano pretendió casarse con Livila, la viuda de Druso II, y que Tiberio, con más habilidad que violencia, rehusó, o mejor dicho, aplazó el permiso (25 d.C.) Años después, hacia el 30 d.C. se vuelve a hablar de que entre los honores que el emperador concedía a Sejano figuraba el de «hacerle su yerno». ¿Cuál era esta nueva presunta boda, que le convertía en yerno del emperador? Los autores modernos dicen, casi unánimemente, que la novia era Julia III, hija de Druso II y de Livila, casada con Nerón I, de la que estaba divorciada por el destierro de éste el año 29 d.C. Sin embargo, no es seguro, ni mucho menos. La idea de que fuera Julia III la mujer elegida por Tiberio para hacer ingresar a su ministro en la familia imperial, aparece por primera vez en los comentaristas de Tácito, Rickius y Reimarus. El primero, en realidad, se limita a decir que la novia no era Livila, sino una de las nietas del emperador; sin determinar cuál de ellas, pues eran tres: esta Julia III; y Drusila y Julia Livila, hijas todas de Germánico, que por ser hijo adoptivo de Tiberio se podían considerar también como nietas de éste. Reimarus, más categórico, afirma que era precisamente Julia III la elegida, fundándose en un pasaje de la Crónica de Zonaras que dice: «Tiberio, después de haber ascendido a Sejano a la cúspide de los honores y de haberle hecho su yerno, por su casamiento con Julia, la hija de Druso, acabó por hacerle morir». Pero, Zonaras, historiador del siglo XII, tiene una autoridad discutible. Juste Lipse, afirma que el texto de Zonaras está equivocado y donde dice «Julia» debe leerse «Livia» o «Livila», pues algunos antiguos (entre ellos Tácito) llaman Livia a Livila. La facilidad con que los autores modernos vuelven a la hipótesis de Julia, se debe al error de creer, copiándose los unos a los otros, que Tiberio se negó al casamiento de Sejano con Livila y que, por lo tanto, la novia tenía que ser otra, dentro de la familia imperial. Pero en el texto dejamos aclarado este error: no hubo tal negativa. Tácito dice que Tiberio, ante la petición de matrimonio de Sejano, aplazó la contestación definitiva, sin oponerse a ella; escribe exactamente: «Por lo demás, yo no me opondré ni a tus proyectos ni a los de Livia (Livila) En cuanto a otros proyectos íntimos que he hecho acerca de ti y de los nuevos lazos por los que quiero unirte más estrechamente a mi persona, por ahora, me abstengo de decírtelos (Tácito) No cabe, pues, duda que no había tal negativa, sino un simple aunque astuto retraso; o bien para dar lugar a que se apaciguasen las rivalidades entre Agripina y Livila; o quizá para acabar de encumbrar a Sejano, entonces simple caballero, a fin de hacerle de rango digno de su nueva esposa; o tal vez, por último, para ganar tiempo y preparar entre honores la caída del favorito, quizá meditada de largo tiempo antes, como era su costumbre. Pero aun admitiendo la negativa rotunda de Tiberio a Sejano, como quieren ciertos de sus historiadores, no había razón para que, negándole a Livila, le cediese luego a Julia, hija de la propia Livila. Así, pues, todos los indicios son de que la supuesta boda de Julia con Sejano es hipótesis gratuita y que la prometida fue siempre Livila. Dión dice que Sejano, al terminar su consulado (30 d.C.) pidió permiso a Tiberio para ir a Campania, donde su «futura mujer» estaba enferma. Ciaceri supone que esta enfermedad fue un pretexto inventado por Antonia, que odiaba a Sejano, para que la boda no se celebrase. El hecho es que no se celebró. A mi juicio, lo más probable es que Tiberio no tuvo nunca el propósito serio de ver a Sejano casado con ninguno de sus familiares, porque comprendía los peligros políticos de la boda; y que, con sus promesas y sus retrasos dio largas a los ruegos y presiones de su ministro y favorito. A esto se refiere Suetonio cuando nos dice que Tiberio animaba a Sejano «con la esperanza de una alianza», es decir, sólo una esperanza. Además de este proyecto de boda, tan sujeto a la controversia, hubo otro, entre la hija de Sejano, Junilla, y Druso IV, hijo de Claudio y de Urgalinilla. Estos dos novios, prometidos desde niños, murieron lastimosamente mucho antes de llegar a casarse: Druso, en Pompeya, ahogado por una pera que se divertía en tirar al aire y coger con la boca abierta, juego por cierto extraño (Suetonio) ella fue la infeliz ahorcada, después de ser violada por el verdugo, cuando su padre cayó en desgracia del emperador. A estos dos proyectos se refiere, sin duda, Terencio en el discurso que citaremos en el capítulo próximo, en el que dijo que Sejano «estaba unido a la casa de los Claudios y de los julios por una doble alianza».
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(Dión) Plinio refiere esto mismo detalladamente, pero aplicando la aventura, no a Sabino, sino a un esclavo suyo, que fue ejecutado a la vez que éste y cuyo perro dio las muestras de fidelidad explicadas en el texto. Añade este historiador que Sabino estaba mezclado en asuntos peligrosos con Nerón.
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Sabemos, en efecto, que al principio de este mismo año 31 d.C. Antonia estaba todavía en Roma y que desde allí escribió a Tiberio, retirado ya en Capri, la carta denunciando a Sejano. Como Tiberio pensaba que el arresto de Sejano pudiera ocasionar tumultos —hasta el punto de que tenía preparadas sus naves para huir, en caso de que el negocio fuera mal— es lógico que llamara cerca de sí a Antonia y a Calígula para ponerlos en seguridad.
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José dice que Tiberio tenía gran respeto a Antonia, por ser su cuñada, por su intachable castidad y por haberle avisado la conspiración de Sejano «que estaba ya a punto de estallar contra él, con la complicidad de gran número de senadores, oficiales del ejército y hasta libertos de la casa imperial».
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Por ejemplo, Tácito nos cuenta que Terencio, uno de los acusados a la muerte del ministro, del que hablaremos en el capítulo próximo, se defendió diciendo que era, en efecto, amigo de Sejano; pero que esto no quería decir que se hubiera mezclado en «los complots contra la República y los atentados a la vida del príncipe». Y otra vez, hablando de que también se persiguió, en esta ocasión, a las mujeres, el mismo historiador escribe: «Ya que a ellas no se las podía imputar el afán de usurpar el imperio, se las acusaba, etc.» Parece, pues, que eran complots contra la República y su príncipe, en los que estaba mezclado Sejano.
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El episodio culminante que los historiadores refieren a propósito de la fortaleza física de Sejano es muy conocido del año 26 d.C. cuando Tiberio se retiró a la Campania y entró, con su séquito, a comer en una gruta natural, en Espelunca. La entrada de la gruta se hundió de repente, aplastando a varios esclavos. Los demás, aterrados, huyeron con los invitados. Sólo Sejano quedó allí; y apoyándose sobre una rodilla con los brazos en alto y los ojos fijos en Tiberio contuvo los bloques que se derrumbaban, salvando la vida al emperador. Cuando unos soldados acudieron a su socorro lo encontraron todavía en esta teatral actitud. La hazaña hizo crecer la confianza y la gratitud del César hacia su ministro. Es incomprensible la unanimidad, con que los autores admiten sin la menor crítica este relato. No hay hombre capaz de sostener con su sola fuerza, por tan largo tiempo, un bloque de piedra de tal magnitud. Es posible que Sejano hiciera lo que pudiera por salvar a Tiberio y la leyenda forjó el cuadro, de museo romántico que nos ha trasmitido Tácito.
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Es el llamado busto de Clytia, que Berouilli cree es el de Antonia.
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Sabemos por Plinio que Augusto escribía sus cartas en un papel demasiado fino, por lo que, al utilizarlo por las dos partes, hacía difícil su lectura; el que usaba Livia era más fuerte. En el reinado de Tiberio los papiros faltaron y hubo que nombrar, como ahora, una comisión de senadores para que arreglase el asunto del papel.
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Baker dice atinadamente que no se ha hecho por los historiadores la merecida justicia que se debe a la familia de los Nerva.
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(Ciaceri) La lectura atenta del texto de Dión no convence en el sentido que pretende Ciaceri. Este autor se apoya también para su interpretación en un pasaje, por cierto muy poco significativo, de Tácito. En realidad, lo que demuestra esta cita es que los mismos que niegan veracidad al gran historiador romano cuando les conviene, aceptan otras veces, cuando les conviene también, un mero indicio suyo como documento irrefutable.
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Además de los detalles que se dan de esta enfermedad en el texto, consignaré aquí, siguiendo siempre a Plinio, que las úlceras empezaban por el mentón, por lo que la gente llamaba a la enfermedad «mentagra»; luego se extendían hacia el cuello y hacia el pecho y las manos, dejando costras cenicientas, sucias. Importó la enfermedad, desde Asia, un caballero de Perusa.
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Este mismo defecto se observa en las cabezas de Augusto, sobre todo en el busto del Louvre, con hábito de pontífice, en el que el manto que cubre la cabeza despega notablemente la oreja izquierda, como les ocurre a los que tienen este defecto, que se hace más visible al cubrirse con un manto o capuchón.
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El estudio iconográfico más interesante de Tiberio y de sus familiares es, a mi juicio, el de Bernouilli, por lo mismo que está hecho sin prejuicios científicos.
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