Read Tiberio, historia de un resentimiento Online
Authors: Gregorio Marañón
Tags: #Biografía, Historia
También influyó en esta explosión de sus últimos años la embriaguez del poder. Es típico del resentido, sobre todo del resentido tímido —ya lo hemos hecho notar— el que cuando adquiere un poder fuerte y artificioso, como el que da el mando, haga un uso bárbaramente vindicativo de él. La prueba del poder divide a los hombres que lo alcanzan en dos grandes grupos: el de los que son sublimados por la responsabilidad del mando, y el de los que son pervertidos. La razón de esta diferencia reside, solamente, en la capacidad de los primeros para ser generosos, y en el resentimiento de los segundos. Para no citar más que ejemplos de la vecindad histórica de Tiberio, podemos recordar entre los grandes jefes a los que ennobleció el ejercicio del poder, a Julio César, demagogo inmoral en los comienzos de su carrera, y gran príncipe en la segunda parte de su breve existencia oficial. Y al mismo Augusto, cuya juventud, llena de hondos y vergonzosos defectos morales, se transformó, bajo la responsabilidad imperial, en madurez equilibrada, patriarcal, con indudables resplandores de grandeza. Ejemplos de la perturbación degenerativa del poder son, en cambio, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Domiciano. No es manía de los historiadores antiguos, como dice Ferrero, sino absoluta realidad, este cambio que, en todos los espíritus débiles y sobre todo en los resentidos, determina la embriaguez del mando; y que, efectivamente, da a sus reinados la apariencia neta de dos etapas; una inicial, buena, y la segunda, mala.
Hay que tener en cuenta lo que en el tiempo de los Césares representaba el sumo poder. Nada nos lo explica como lo que, por boca de Séneca, pudo decir Nerón al alcanzar el principado: «Yo soy el arbitro de la vida y de la muerte de los pueblos. El destino de todos está en mis manos. Lo que la fortuna quiera atribuir a cada cual, es mi boca la que lo ha de decir. De una respuesta mía depende la felicidad de las ciudades. Sin mi consentimiento, ninguna puede prosperar». Se comprende que los semidioses pudieran resistir este poder, casi sobrenatural, sin que se les subiese a la cabeza; pero no los hombres de carne y hueso.
No es, finalmente, seguro que la razón de Tiberio, anciano, herido por tanta desgracia, quien sabe si sifilítico, estuviera normal en sus años finales. Ahora mismo hablaremos de sus huidas, de su ir y venir incesante desde su retiro de Capri a Roma, que tienen aspecto sospechosísimo de insensatez. Sólo el buen sentido de Antonia le ataba a la normalidad; pero era un lazo demasiado débil frente a las fuerzas que le impulsaron, sin tino ni justicia, a aquel terror tiberiano que ha estremecido a los siglos y que tiene todos los caracteres del rencor del resentido; porque no se dirige, como el rencor del odio o de la envidia, contra las personas que lo provocaron, sino contra todo; porque todo, la humanidad y los dioses, son sus enemigos.
Típico también de la venganza del resentido es el uso predilecto que, para llevarla a cabo, hizo Tiberio de la delación. El resentido en el poder recurre en seguida a sus hermanos de resentimiento, que son los delatores. Mil almas resentidas abren, a su conjuro, la válvula de su pasión. Llueven, entonces, los anónimos y las delaciones explícitas. Unas veces son expresión cínica de un apetito; pero, casi siempre, son alivio del resentimiento, quizá impersonal, aunque haya que sacrificar a una víctima.
Suetonio describe «el furor de las delaciones que se desencadenó bajo Tiberio, y que más que todas las guerras civiles agotó al país en plena paz». «Se espiaba, dice, una palabra escapada en un momento de embriaguez y la broma más inocente, porque todo pretexto era bueno para denunciar. Y no había que preguntar por la suerte de los inculpados: era siempre la misma. Paulo, el pretor, asistía a una comida; llevaba una sortija con un camafeo en que estaba grabado el retrato de Tiberio César. No busquemos palabras ambiguas: con esa mano cogió un orinal. El hecho fue observado por un tal Maro, uno de los más conocidos delatores de su tiempo. Pero un esclavo de Paulo advirtió que el delator espiaba a su amo y, rápidamente, aprovechándose de la embriaguez de éste, le quitó el anillo del dedo en el momento mismo en que Maro tomaba a los comensales como testigos de la injuria que iba a hacerse al emperador acercando su efigie al orinal. En aquel instante el esclavo abrió su mano y enseñó el anillo».
El interés de esta historia está en que sin la argucia del esclavo, Paulo hubiera sido encarcelado y muerto; y Maro, como delator, hubiera cobrado parte de su herencia.
Es preciso leer uno a uno los procesos de estos años de la persecución tiberiana para darse cuenta de su infamia y de su horror. Muchos casos, como el que acabamos de referir, empezaban cómicamente y acababan en tragedia. Otros eran trágicos desde que nacían. Los hijos denunciaban a sus padres. Se tramaban las más innobles celadas para justificar la perdición de un enemigo o el indigno provecho del delator, como la que hemos referido más arriba, contra Tito Sabino. No sólo hombres infames como Maro, sino gentes ilustres, abogados y oradores famosos, hacían de la delación oficio y se enriquecían a costa de ella. «Hasta los senadores descendieron a las más bajas delaciones». Pero, sin duda, eran más los que denunciaban por un fin más gustoso que el dinero, el puesto o la clientela de la víctima: el placer de vengar resentimientos viejos.
Tiberio contemplaba las delaciones con el gesto de Pilatos, habitual en él. Si algún hombre valeroso, como Calpurnio Pisón, protestaba contra los denunciadores, no tardaba en morir.
Nada más eficaz para destruir la moral de un pueblo como el miedo a la delación, que es el más inesperado, el más sutil, el más difícil de combatir y de vencer. Quien haya vivido épocas parecidas no encontrará exageradas estas palabras de Tácito: «Jamás como entonces (después de algunas delaciones famosas) reinó la consternación y el sobresalto en Roma. Se temblaba aun estando entre los parientes más próximos. Nadie se atrevía a acercarse a nadie, ni menos a hablar. Conocido o desconocido, todo oído era sospechoso. Hasta las cosas inanimadas y mudas inspiraban recelo: sobre los muros y los tabiques se paseaban las miradas inquietas».
Las paredes, en efecto, oyen cuando la justicia calla. Así fue el terror tiberiano, innoble como todas las violencias de los débiles ensoberbecidos por el mando. Terror de resentido, mantenido por la delación; que denuncia la arbitrariedad del poder con la misma certeza con que el hedor y las manchas lívidas del cadáver denuncian a la muerte.
Nos queda por comentar un aspecto, el último, de la biografía de Tiberio: su tendencia accesional, irresistible y enfermiza a la soledad. La relación del resentido con su medio humano es distinta de la de los demás hombres. Entre él y los que le rodean —incluso, si es un personaje, entre él y la nube pegajosa del mundo oficial— hay siempre una fisura, que se dilata y se va, poco a poco, convirtiendo en un abismo. Un vacío de cordialidad se crea inexorablemente a su alrededor. Y, al cabo de algún tiempo, el resentido ya no tiene parientes entrañables, ni un amor verdadero de mujer, ni amigos, ni efusión en el ambiente.
Ésta era la situación de Tiberio conforme avanzaba por la vida: solo entre la multitud, con aire sempiterno de abstracción desdeñosa y continente «tristísimo». Como muchos resentidos, tenía a veces rasgos de humorismo, transidos casi siempre de envenenada acidez. Ya hemos explicado la relación entre el humorismo y el resentimiento. Axel Munthe, actual poseedor de una de las villas de Tiberio en Capri, que siente por el terrible César un entusiasmo de huésped agradecido y una simpatía que su antecesor en el dominio de la isla divina no logró alcanzar de ninguno de su coetáneos, nos habla con arrobo del «raro sentido del humor de Tiberio». En los historiadores de la época encontramos, en efecto, frecuentes muestras de este humorismo. Una vez, por ejemplo, sus invitados hicieron un gesto de sorpresa al ver en la mesa del emperador tan sólo medio jabalí; Tiberio les hizo observar que medio tenía el mismo sabor que un jabalí entero. En otra ocasión recibió a unos embajadores de Troya que venían a darle el pésame por la muerte de su hijo; y como llegaban con bastante retraso, se le ocurrió contestarles: «yo, a mi vez, os doy el pésame a vosotros por la muerte de vuestro gloriosísimo ciudadano Héctor». En estas respuestas, de un humorismo desdeñoso pero inofensivo, gustaba de emplear proverbios o versos griegos, de los que sabía muchos de memoria. Otras veces su humorismo disfrazaba una terrible crueldad. Dión nos cuenta que, a poco de subir al principado (15 d.C.) se ocupaba Tiberio de pagar a los ciudadanos los legados que Augusto había dejado en su testamento; un día pasaba un entierro frente al Capitolio y uno de los presentes se acercó al cadáver e hizo como que le hablaba al oído; preguntado sobre lo que le había dicho, respondió que había encargado al muerto decir a Augusto, cuando llegase al otro mundo, que él no había cobrado nada todavía; el César, al saberlo, lo hizo matar para que él mismo diese el recado al emperador difunto.
Velado en su humorismo o en versículos griegos, expresaba Tiberio el profundo desprecio que sentía por sus semejantes. El príncipe que mira sin generosidad a sus súbditos comete el peor de los pecados si al punto no abandona su mandato; porque sólo a los que se ama se tiene el derecho de mandar. Son características de este aspecto de su alma sus relaciones con el Senado; como gobernador exacto, su conducta fue siempre impecable con la Asamblea; y el comienzo de su principado se señala por un intento de restauración de la dignidad política senatorial. Pero los senadores, en gran parte venales y cobardes, otros rencorosos, delatores o resentidos como él, acabaron por inspirarle un desdén absoluto. Cuenta Tácito que cada vez que salía del Senado murmuraba, naturalmente en griego: «¡Oh, hombres dispuestos siempre a todas las esclavitudes!»
He aquí por qué Tiberio estaba solo, en el gran hormiguero bullicioso de Roma; y, por estarlo, buscaba instintivamente la soledad, donde suele encontrarse la compañía de sí mismo, difícil de hallar entre la multitud. Ésta es la principal explicación de su retirada, joven aún, a la isla de Rodas, y, ya anciano, a la de Capri. Todo hombre misántropo tiene esa misma tendencia a «la isla», que le separa del mundo y, a la vez, le proporciona un mundo limitado, en donde respira con menos angustia su sentimiento de inferioridad. Si el misántropo es, además, un resentido, aquella atracción se hace más fuerte. Ya el que ha nacido en la isla, aunque sea un hombre normal, sufre el contragolpe del ambiente isleño, lleno de una peligrosa ambivalencia: en la isla se puede serlo todo, como Robinsón Crusoe, mejor y más fácilmente que en el continente inmenso; pero este «todo» será irremediablemente limitado. La angustia de esta doble influencia pesa sobre el alma de casi todos los isleños. Para remediarla son, con tanta frecuencia, alcohólicos. Pero el problema es más claro en el hombre que busca deliberadamente la isla. No sé si este asunto ha sido estudiado con la atención que merece. El hombre del continente que se encierra en la isla lo hace porque, precisamente, su alma necesita del pequeño cosmos limitado; como ciertos pájaros prefieren el universo dorado de su jaula al vasto mundo, lleno de esfuerzos y peligros. Cualquier observador puede sorprender esa mirada inconfundible que brota de la reconcentración y del resentimiento en el paseante extranjero con quien nos cruzamos en esas islas, estaciones de paso de los turistas frívolos y asilo de los que han naufragado en el continente.
Baker dice con agudeza que «desde el principio Tiberio tenía una Capri espiritual en su mente». Es probable que la famosa nave que el emperador construyó en el lago de Nemi y que era una verdadera isla flotante, no tenga el sentido de un capricho de extravagante lujo, al que su austeridad no propendía; sino que represente una forma más de su instinto de aislamiento, de reclusión en su mundo individual, isleño.
En su primer viaje a Oriente, cuando tenía 22 años, se detuvo en Rodas y le hizo tanto efecto que el recuerdo de esa impresión quedó consignado en las crónicas.
Julio César había estado allí, pero no a buscar la soledad, sino a aprender la retórica de Apolonio Molón; porque Rodas era un país de grandes retóricos; mas, claro es, le aburrieron en seguida la isla y la retórica; era este César un hombre generoso y abierto, espíritu de ciudad de continentes, inaccesible al resentimiento; y no podía vivir anclado en medio del mar. Tiberio, en cambio, no pudo olvidar a Rodas, y en el año 6 a.C. hizo su primera fuga de Roma para encerrarse en la isla, insigne en la historia del mundo mediterráneo. Hemos hecho ya varias referencias a este suceso, uno de los más comentados de los reinados de Augusto y de su ahijado. En aquel tiempo se discutieron mucho las causas del extraño autodestierro. Estas causas, como ya hemos dicho, fueron, sin duda, diversas. El historiador tiende, por lo común, a buscar una causa para cada hecho, como los médicos una causa para una enfermedad. Y muchas veces, unos y otros, se equivocan; porque nuestras acciones, como nuestra salud, pueden obedecer a un conjunto complejo de mecanismos; probablemente, más veces que a uno solo. El viaje de Tiberio a Rodas puede asegurarse que obedeció, por lo menos, a dos razones: por una parte, a la mala conducta de su segunda mujer, Julia, y a su más que probable timidez sexual; por otra, al despecho ante la preferencia de Augusto por los Césares Caio y Lucio, despecho que Tiberio trató de disfrazar de dignidad, diciendo que no quería estorbar la carrera de los jóvenes príncipes, y, según otros, con el pretexto de que estaba fatigado. Que ninguna de estas explicaciones era la verdadera, lo demuestra la oposición que hicieron a la partida de Tiberio su madre y Augusto; éste, con tanta insistencia que, para conseguir el permiso, su hijastro ensayó la huelga del hambre.
Fue, ante todo, no lo dudemos, una típica fuga de resentido. Los psiquiatras de ahora la atribuyen a un acceso de melancolía; pero el impulso era mucho más complejo que una simple enfermedad. En Rodas hizo una vida retirada del medio oficial, dedicado al ejercicio físico y asistiendo a las frecuentes conferencias y polémicas de los profesores y retóricos. Pero se cansó pronto. Rodas no calmaba su sed de soledad. Era demasiado accesible a los viajeros que iban y venían al Oriente, muchos de los cuales se detenían para verle, para saber lo que pensaba y, quizá, para enredarle en intrigas. Le aburrieron también los retóricos y sofistas, pedantes o desconsiderados. Suetonio cuenta que a un polemista que en una discusión le injurió le hizo detener y encarcelar: tan grande fue su enojo. En este estado de ánimo decepcionado, le llegó la noticia de que Augusto, enterado al fin de los devaneos de Julia, la había desterrado y había conseguido su divorcio. Ya hemos comentado el alivio que estas nuevas debieron causar a su instinto, asustado de la vida conyugal con aquella impetuosa mujer. Y entonces, con el pretexto de que habían terminado los años de su poder tribunicio, solicitó volver a Roma. Mas Augusto, que tenía ahora motivos públicos —los de su inexplicada fuga— para declarar la antipatía que siempre le profesó, le obligó a quedarse allí, con una orden desdeñosa.