Read Tiberio, historia de un resentimiento Online
Authors: Gregorio Marañón
Tags: #Biografía, Historia
Luego hablaremos de las posibles alteraciones mentales de los últimos años del César. Físicamente se conservó sano hasta cerca de los 80 años, en que murió, salvo las supuraciones de la cara, que no afectaban a su salud general. Los historiadores nos hablan de que, al final, su debilidad crecía; lo cual no puede extrañarnos a sus años y después de una vida tan larga de preocupaciones y de pesadumbres.
Su muerte se debió, casi seguramente, a una de esas pulmonías que en los viejos pueden considerarse como uno de los modos normales del final. Suetonio, en efecto nos dice que en uno de aquellos constantes e imprudentes viajes de los últimos tiempos de su vida, estando en Misena, se sintió mal, sin querer rendirse, hasta que le acometió un fuerte dolor de costado, con gran fiebre y un violento escalofrío
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después del cual, recayó con mayor gravedad. Es la descripción típica de la pulmonía del anciano, inadvertida hasta el episodio terminal.
Corrió a la muerte de Tiberio el rumor, obligado en aquellos tiempos en que la infamia era huésped normal de los palacios, de que a última hora, el fin del enfermo se aceleró por el veneno. Otros dijeron que, por su propia voluntad, el César se negó a comer. Y otros, en fin, los más numerosos, que entre Macrón, su último amigo, y Calígula, su sucesor, le ahogaron con sus propias almohadas.
Son seguramente leyendas. A la impaciencia de Calígula y de Macrón les bastaba el pronóstico terminante del discreto doctor Charicles. La versión exacta, sin duda, es la de Séneca, que nos describe el delirio que suele poner fin a la enfermedad que acabó con los días de Tiberio. Éste —nos dice el gran escritor hispánico— obsesionado con su sucesión, se quitó el anillo como para dárselo a alguien; luego se lo volvió a poner en el dedo de la mano izquierda; y estuvo así largo rato, inmóvil y con el puño cerrado, sin duda dándose cuenta, en su conciencia de agonizante, de que ese anillo, que alguien tenía que heredar, sería el origen de días trágicos, que veía cernerse ya sobre Roma. De repente, se levantó llamando a los suyos; y al hacer este esfuerzo, el corazón se detuvo para siempre. Quedó muerto al lado de su lecho.
Los emperadores, aunque la leyenda no lo quiera, mueren, a veces, lo mismo que los demás mortales.
Las buenas cualidades y las virtudes de Tiberio —que las tuvo— han sido reiteradamente encarecidas por los historiadores modernos. Se refieren éstos, desde luego, a sus dotes indiscutibles de gran militar y de hombre de gobierno; más exacto sería decir de buen funcionario.
Fue Tiberio, en efecto, un excelente administrador de su imperio y no había razón para que no lo fuera. Por ambas sangres, la paterna y la materna, descendía de los claudios, los orgullosos aristócratas, famosos por los eminentes servicios prestados a la patria; tantos y tan grandes, que habían merecido, para la familia, cuando Tiberio nació, 33 consulados, 5 dictaduras, 7 censuras, 6 triunfos y 2 ovaciones. La heredada capacidad técnica se afinó por el largo ejercicio de los cargos públicos, al lado de su padrastro Augusto, que era el mejor de los maestros, porque él lo había sido de sí mismo; y al lado también de los grandes ministros y generales de la época, Mecenas, todo habilidad, y Agripa, guerrero insigne de mar y tierra.
Ya se ha referido la rapidísima carrera política del joven Tiberio. A los 19 años era cuestor y se encargó de hacer frente a una de las hambres graves que padeció Roma. Desde los 16 años, acompañaba a Augusto en sus viajes políticos y militares; y a los 27 empezó a guerrear, como jefe, en los Alpes Centrales y luego en Germania y en el Danubio.
Eran las características de Tiberio como militar, el rigor en el mantenimiento de la disciplina; la resistencia y la sobriedad con que compartía, casi como un soldado más, los rigores de la vida del campamento; y, sobre todo, la meticulosa cautela con que preparaba las operaciones en las largas veladas de su tienda, a la luz de los candiles, llena de presagios, ahorrando hasta el extremo la sangre de los suyos; por lo que más de una vez recibió las censuras de esos héroes —fruta de todos los tiempos— que exhibían su ciencia militar y su coraje en la retaguardia de Roma. Siempre que pudo acortar una guerra por una gestión diplomática, lo hizo, despreciando la gloria de las batallas, de tan magnífica tradición en el alma de sus contemporáneos. Pueden discutirse o hiperbolizarse sus virtudes militares —uno de sus entusiastas las ha comparado a las de Julio César y Napoleón— pero nadie las ha podido negar; y si han llegado hasta nosotros oscurecidas se debe a que la emoción del primer plano de la vida de Tiberio está ocupada por sus tragedias directamente humanas.
Tenía Tiberio una gran ilustración aunque, quizá, no tanta como para decir que fue «una de las personas más cultas de la alta sociedad romana de su tiempo».
Adquirió esta cultura, primero en los nueve años pasados al lado de su padre, cuya afición al estudio era notoria. Luego, ya en la casa de Augusto, la recibió de los distintos maestros que le enseñaron las letras griegas y latinas, tan a la perfección, que llegó a componer poesías en ambos idiomas. Teodoro de Gándara, el gran gramático, fue uno de sus maestros. Escribió también sus Memorias y unas Actas que eran, muchos años después, lectura favorita del emperador Domiciano, admirador que no honra a Tiberio. La elocuencia se la enseñó Corvino Mésala, con éxito menor, pues si bien su improvisación era natural y fluida, los discursos preparados eran muy confusos y en extremo conceptuosos, a pesar de la constante vigilancia de Augusto, cuyo lema era el mismo de nuestro Don Quijote —«llaneza, muchacho, llaneza»— es decir, la claridad ante todo, aun en perjuicio de la gramática. Tácito atribuye esta oscuridad de su lenguaje a intención deliberada de disimular; y añade que si se trataba de hacer un mal, entonces su palabra premiosa se tornaba, como por encanto, fácil y abundantísima.
Fue Tiberio un excelente aficionado al arte. Llegó a pagar, a pesar de su tacañería, 60.000 sextercios por un cuadro del célebre Parrhasio, de Efeso. Más barata le costó una hermosa estatua de Lysippo, que Agripa había hecho colocar en los baños públicos y que, habiéndosele antojado, se llevó, sin más, a su casa; pero el pueblo protestó y tuvo que devolverla. Con las obras de arte que llenaban su vivienda contrastaba la sobriedad de sus muebles, por alarde puritano frente a los gustos ostentosos de los ricos de su tiempo. Tenía a gala, por ejemplo, que su mesa era de madera modestísima, mientras que su liberto Nomio poseía una admirable, construida con la pieza de madera más grande del mundo. En este tiempo, los romanos elegantes habían puesto de moda las mesas de maderas raras, como las de los bosques del Atlas, que eran apreciadísimas y muy costosas. Asinio Gallo, el rival de Tiberio, menos modesto que éste, tenía una por la que había pagado 1.100.000 sextercios; y el mismo Cicerón, a pesar de no ser rico, pagó también un millón por otra.
Con toda esta preparación le fue fácil, cuando sucedió en el principado a Augusto, traspuesto ya el medio siglo de su edad, gobernar excelentemente el vasto imperio que su insigne antecesor había creado; e, incluso, mejorar varias de sus leyes y disposiciones. No hay exageración al decir, y éste es su máximo elogio, que Tiberio consolidó y completó la obra administrativa, ingente y afortunada, de su padrastro.
Hasta en sus últimos años, obnubilado ya por la vejez y por sus resentimientos, conservó lúcida la eficacia de buen gobernador y administrador. No así la claridad de su sentido político: pues fueron faltas graves de éste la elevación inmoderada de Sejano, su fuga a Capri, las persecuciones que aterraron a Roma y las soluciones ineptas que dio a su pleito familiar, del que dependía su sucesión.
En realidad, y aparte de estos errores concretos ya muy ligados a su estado pasional, Tiberio no fue nunca un gran político. Su concepto de la República, excesivamente tradicionalista, no correspondía a lo que exigían los tiempos. Barbagallo dice, con razón, que hubiera querido actuar como un nuevo Sila, y esto era imposible ya. El peligro del político tradicionalista es caer en el anacronismo; grave pecado; tan grave como el del utopismo en que suelen incurrir los políticos progresistas cuando les falta también el sentido de la ponderación. Por todo esto, que es tan importante, no es justo decir, como sus panegiristas, que fue Tiberio un gran emperador; fue, simplemente, un gobernador burócrata y militar bueno, a veces excelente; y nada más.
Debía Tiberio estas cualidades, no sólo a su vasta preparación, sino a ciertas virtudes de su carácter que es necesario hacer resaltar. La más importante fue su preocupación por el orden y la disciplina, eje insustituible de todo buen gobierno. En las legiones llevaba el rigor disciplinario hasta los límites extremos de la severidad. Todas sus reacciones tendían, en efecto, a la exageración puritana, que sólo es totalmente eficaz cuando se administra mezclada con una dosis suficiente de amor o, por lo menos, de simpatía. Tiberio daba con su propia vida, tan severa como la de sus soldados, ejemplo práctico de su afán por la disciplina. Pero si se supo hacer respetar y quizá admirar, no supo hacerse amar de la tropa, que, en cambio, adoraba a Druso I y a Germánico, menos estrictos, menos virtuosos, pero más generosos y humanos. Por eso tuvo el desengaño de ver a estas legiones, a las que había consagrado tanto de su vida, sublevadas contra él
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La misma preocupación por el orden, la tuvo en la vida civil. Su mayor enemigo, Suetonio, describe con generosidad de detalles todos sus esfuerzos para garantizar la tranquilidad pública contra ladrones de ciudad, bandidos del campo y toda clase de perturbadores. Él mismo era el primero en cumplir rigurosamente las normas de su vida civil. En medio de una sociedad depravada fue, como su madre, casto; al biólogo le interesará saber si esta castidad era virtud o hija de un defecto de su naturaleza; pero, políticamente, hay que anotarla como un mérito. Fue sobrio en su vida como su padrastro; y con mayores merecimientos que éste, que lo fue a la fuerza, porque su salud se lo imponía. El sentimiento del deber se sobrepuso en Tiberio hasta en las aficiones más hondas de su vida, y así le hemos visto no interrumpir sus quehaceres y «buscar el consuelo en los cuidados del imperio» cuando murió su hijo
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que fue, tal vez, con el de la muerte de su hermano, el trance más doloroso de su vida.
Era muy generoso, pero no dilapidador. Generoso a su modo. Daba grandes sumas en los momentos de calamidad pública, como en la catástrofe de Fidenas, en el incendio del monte Celio o en las hambres que bajo su principado padeció Roma. Pero era, en cambio, tacaño para la pequeña caridad, la individual y de todos los días; lo cual dio origen a que sus adversarios le creasen una falsa leyenda de avaricia, que refleja enconadamente Suetonio. En los textos de éste, bien leídos, se aprecia claramente el matiz que acabo de indicar. Nos dice, por ejemplo, que a sus compañeros de viaje no les daba dieta alguna, contentándose con proporcionarles de comer. En cambio, por uno de los motivos públicos citados, vaciaba ampliamente su bolsa.
Es esta disociación entre la caridad pública y la individual achaque muy común de los grandes filántropos: los que subvencionan con millones copiosos una obra social, pero son incapaces de sacar de su bolsillo una moneda de cobre para dársela con recato y con ternura a quien la pide, sin preguntarle para qué. Ésta es la diferencia entre filantropía y caridad. La filantropía es, sobre todo, cantidad; y la caridad es, ante todo, amor.
También debe contarse entre las virtudes de Tiberio su austeridad ante las humanas vanidades, tan propias de su rango. «El alma de Tiberio —reconoce noblemente Tácito— tenía esa fuerza que hace despreciar los honores.» Odiaba la adulación y la repelía a veces con violencia —con lo que perdía su mérito— aunque se tratase de turiferarios de gran posición social, como los mismos senadores. Se cuenta que a uno de éstos que quiso besarle las rodillas le rechazó con tal violencia que los dos cayeron al suelo
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Cuando en un discurso le elogiaban con exceso, hacía callar al orador; y rehusó siempre los títulos hiperbólicos dedicados a su jerarquía y a su persona, entre ellos el de Padre de la Patria. Su acto de modestia más alabado fue la negativa a que le consagrasen un templo en la España Ulterior. Pero este hecho tiene seguramente explicaciones profundas que serán comentadas en el capítulo siguiente.
Allí discutiremos el sentido psicológico de este gesto. El simple historiador, ahora, no puede amenguar la gloria de quien lo hizo, alegando que sus propósitos eran menos nobles de lo que parecían. La Historia juzga sólo los resultados y no los propósitos; y todo lo que hemos referido en este capítulo, dentro de su aire un tanto protocolario, de catecismo de la moral romana, sin personalidad en la virtud, es gloria indiscutible del discutido emperador.
Los historiadores antiguos aluden ya a la timidez de Tiberio, que aparece, a cada momento en su vida, mezclada con sus sentimientos elementales. Tácito nos habla, por ejemplo, de que el César «lo mismo amaba que temía a Sejano», expresión típica de la ambivalencia tiberiana. De los comentadores modernos, algunos anotan la trascendencia que esta timidez tuvo en la vida del emperador, como Baring-Gould, Ferrero, y, sobre todo, Henting. Otros, como Marsh y Ciaceri, la discuten. Pero, sobre este punto, huelgan las discusiones. La timidez de Tiberio y la importancia que tuvo en su vida pública y privada no se pueden negar.
Los hombres de talla elevada, incluso los gigantes, están especialmente predispuestos a sufrir del mal de la timidez; la sexual y la social, ambas entrañablemente ligadas entre sí. Éste fue el caso de Tiberio, hombre alto. Aun en su vida militar, su conocida parsimonia se interpretó muchas veces como falta de decisión. A irresolución suya se atribuyó el fracaso de las legiones de Roma, en la insurrección de los dálmatas, viviendo Augusto; así como la desventajosa guerra de las Galias, en 21 d.C. Ya hemos dicho lo que estas críticas debieron herirle. Su fuerte era la diplomacia, más que el marcial ataque; tal vez porque no se sentía suficientemente enérgico para éste. La habilidad es el recurso de los débiles; y sólo por ser fundamentalmente débiles, han sido algunos hombres grandes diplomáticos.