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Authors: Gregorio Marañón

Tags: #Biografía, Historia

Tiberio, historia de un resentimiento (17 page)

BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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Todo parecía, por lo tanto, asegurar el triunfo del ministro y el aniquilamiento de los julios, cuando surge una mujer, Antonia, que con un golpe teatral, de fortaleza y de audacia, supo cambiar de repente el ánimo del emperador, derribando al valido todopoderoso y asegurando en Calígula la sucesión de la casta que parecía vencida. Misterio es de los designios de Dios el haberlo permitido; porque el último julio fue vergüenza de su familia y horror de la posteridad. He aquí cómo sucedió todo esto.

Caída y muerte de Sejano

El año 31 d.C. Tiberio, que estaba en Capri, tan vigilado por Sejano que toda su correspondencia era minuciosamente intervenida, recibió una carta de Antonia, que ésta logró hacerle llegar desde Roma por medio de un hábil y fiel liberto llamado Palas. En esta carta acusaba a Sejano de tramar una conspiración contra el César. Es probable que Tiberio meditase desde tiempo atrás, como era su costumbre, la pérdida de Sejano. La gente venía sospechándolo; y ya algunos de los antiguos aduladores del favorito empezaban a volverle la espalda; síntoma infalible, cuando los poderosos comienzan a flaquear. Si esto era así, la carta de Antonia no hizo más que precipitar una decisión ya concebida. El hecho es que, apenas leída, Tiberio resolvió deshacerse de su ministro, con esa ferocidad de los débiles cuando se rebelan contra el que los domina, concentrando en un instante, convertida en odio, la sumisión de toda una vida. Pero derribar a Sejano era empresa difícil, porque el jefe de los cohortes tenía, no sólo a éstas en la mano, sino una ancha red de partidarios en la ciudad, entre libertos, caballeros y senadores, que a toda costa le sostenían. Sin embargo, Tiberio, que conservaba aún toda su astucia, logró derribarle gracias a un plan que ideó cautamente y que llevó a cabo Macrón, el que mandaba las cohortes de guardia en Capri; y a partir de este instante, sustituto de Sejano en el oficio de báculo de la voluntad claudicante del César. Los panegiristas de Tiberio interpretan la maniobra contra Sejano como una prueba de habilidad del César; y no es habilidad, sino obra maestra de doblez y de hipocresía.

Macrón fue a Roma llevando, según dijo a Sejano, una carta dirigida por Tiberio al Senado, en la que se concedían al ministro honores magníficos, entre ellos, el máximo: el poder tribunicio. Sejano se dejó alucinar por la vanidad y acudió alegremente a la trampa que le tendían: el ambicioso sin tino muere siempre con esta simplicidad y por do más pecado había. Mientras, henchido de orgullo, se dirigía al Senado para asistir a su propia glorificación, Macrón corría al campamento de los pretorianos y les mostraba otra carta de Tiberio en la que destituía a Sejano de su mando y nombraba en su lugar al propio Macrón. Era éste el momento difícil —el minuto crítico de toda conjura— pues todo dependía de que los soldados fuesen o no leales a su jefe contra el César, o a éste contra aquél. Nadie podía preverlo. El trance resultó bien para el emperador. Las cohortes juraron fidelidad al nuevo jefe; es cierto que con la ayuda de un copioso premio en metálico que Tiberio les prometió: aceite que milagrosamente suaviza las rigideces de las humanas decisiones.

Mientras era así destituido de su fuerza militar, Sejano oía en el Senado la lectura de la ansiada carta del emperador; una carta muy larga en la que Tiberio empezaba, cautelosamente, elogiando a su ministro; pero, poco a poco, se iba trocando la alabanza en crítica y después en acusación, terminando con la orden perentoria de su arresto. Los senadores, tras un momento de estupor, accedieron: sobre todo en cuanto se enteraron de que la guardia pretoriana estaba ya del otro lado. Algunos de ellos —tal vez los que hicieron más aspavientos de sorpresa— es lo probable que tuvieron aprendida de antemano su lección. Nadie se levantó para defender al caído. Y aquel mismo día, 18 de octubre del año 31 d.C. Sejano era juzgado y condenado a muerte.

Su cadáver fue durante tres días arrastrado y hecho cuartos por las calles de Roma; cuartos tan pequeños que sabemos por Séneca que el verdugo no encontró uno solo lo suficientemente importante para poder exponerlo en las Gemonías. Su hijo mayor, Estrabón, era ejecutado poco después; y más tarde, los tres más pequeños: Capito, Elio y Junilla; esta última, niña impúber, en las circunstancias de crueldad repugnante que después se dirán.

El efecto que la caída imprevista del ministro causó en Roma debió ser terrible. Un escritor de la época llama a Sejano «hombre más famoso por su desgracia que por su fortuna», y eso que ésta fue grande: es el sino de todos los privados de los dictadores. Juvenal dice que el favorito, con su sed de honores y de riquezas, «construía los pisos numerosos de una torre inmensa que debía, desde su altura, hacerle la caída más rápida y más peligrosa». Y al espectáculo de la desgracia del que fue todopoderoso se unía el temor de que, tras él, cayeran todos los suyos; como así ocurrió, inundando de sangre y de dolor la gran ciudad.

La culpa de Tiberio y la de Sejano

Ahora comentaremos la conducta de Sejano. La de Tiberio fue repulsiva. Suetonio dice que el César procedió «más con los artificios del engaño que con la autoridad del príncipe»; y califica la carta del César al Senado «de misiva vergonzosa y miserable». El juicio es, en realidad, benévolo.

¿Cuál fue la culpa de Sejano? La versión que pudiéramos llamar oficial nos dice que el ministro, ensoberbecido, sufrió la borrachera del poder y conspiró para matar a Tiberio y sucederle en el principado. Mas no todos los historiadores están conformes con esta explicación. Algunos se extrañan, en efecto, de que un hecho de esta magnitud sea citado vagamente por Suetonio y por Tácito, apenas por Dión y sólo referido con detalles por un historiador provinciano como José
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Además, añaden, si Sejano pretendía el principado, le era más fácil esperar a la muerte del viejo César que comprometerse en los peligros de la conspiración y el crimen.

Pero cuando se estudian con detenimiento los hechos no queda duda de que Sejano tramaba una conjura cuyo fin sería difícil de precisar con exactitud, pero de la que él, desde luego, iba a salir ganando. Aun cuando algunos historiadores no hablen de tal complot, hemos de dar más valor a los que lo refieren. En la ciencia, y la Historia debe serlo, los datos positivos son los que cuentan. Tácito mismo, a pesar de que el texto en que debiera contarse este suceso está en gran parte perdido, cuando en las páginas posteriores alude a él, nos da la impresión de que admitía como cosa segura la conjura
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Y en cuanto a la lógica de ésta, es evidente: Sejano, en condiciones normales, es decir, después de la muerte natural del emperador, no podía aspirar a sucederle, una vez que éste obstruyó el único camino legal posible, que era el de su matrimonio con Livila. Los honores que Tiberio derramó sobre Sejano suponían, a lo sumo, la posibilidad de alcanzar el puesto de tutor de los herederos legítimos, hasta que tuvieran la experiencia de mandar; en modo alguno el designio de que el heredero fuera él. Por lo tanto, si realmente Sejano ambicionaba la herencia imperial, el único camino era la violencia, apoyándose en sus cohortes y a favor de la senectud y de la inmensa impopularidad del César. Que el proyecto no era disparatado lo demuestra el que, como recuerda Duruy, desde el 14 al 96 d.C. de diez emperadores, siete murieron asesinados; y a casi todos ellos les sucedieron sus asesinos.

Aun cuando Suetonio apenas se refiere a la conspiración, nos da, sin embargo, un dato que en efecto concuerda con la realidad de aquélla. Dice que Tiberio escribió en sus Memorias que había castigado a Sejano al descubrir su odio implacable a los hijos de Germánico. Sin duda es éste el momento de la intervención de Antonia. Ésta debió hacer ver a Tiberio que el celo con que Sejano perseguía a sus nietos era tan excesivo que dejaba transparentar su verdadera intención, es decir, no castigar las inquietudes, las impertinencias y las hostilidades de casta de Agripina y de Nerón, sino exterminar a toda la familia, quedando él como sucesor indiscutible; y sacrificando, si fuera preciso, al propio César. Entonces fue cuando Tiberio hizo conducir a Capri a Antonia y a Calígula y salvó a este último de la inminente amenaza. Queda bien explicada así la intervención de Antonia, que aprovechando el temor y el orgullo de Tiberio logró satisfacer su amor de abuela y su celo de defensora de la casta Julia, que parecía en trance de desaparecer. Su madre Octavia y el divino Augusto debían sonreírle desde la paz de ultratumba.

Por qué se salvó Calígula

Queda otro punto por explicar. ¿Por qué, en efecto, al ser advertido Tiberio por Antonia de los proyectos de exterminación de Sejano, se apresuró a salvar a Calígula y no a sus hermanos, que estaban en el mismo peligro que él? El espectador que contempla desde nuestra época, con veinte siglos de distancia, aquella inmensa tragedia, puede reconstruir las fechas y los sucesos, pero no penetrar, sino a tientas, en el arcano de las almas. Mas con estas salvedades podemos pensar que Agripina y sus dos hijos mayores, los que habían incomodado notoriamente la paz pública, de la que tan celoso era Tiberio, sufrieron hasta el final su rigor. Y que Calígula, en cambio, se salvó porque no estuvo nunca al lado de su madre, sino en el bando del emperador; ya por cálculo —poco probable, dada su estupidez— ya por los sagaces consejos de su abuela Antonia. Que así fue nos lo demuestran estas palabras de Suetonio: «En Capri, a pesar de las insidias con que algunos le querían hacer hablar (a Calígula) jamás se consiguió oírle una sola queja: parecía haber olvidado las desdichas de los suyos, devorando con increíble disimulo sus propias afrentas y mostrando tanta sumisión y respeto a su abuelo Tiberio y a los que le rodeaban que, no sin razón, pudo decirse de él que no hubo nunca mejor esclavo de un tan gran señor». Explica esto suficientemente la diferente suerte de Calígula y de sus hermanos. Aun después de la muerte de Tiberio, Calígula, que era ya emperador, justificaba la conducta de aquél contra su propia madre y contra sus hermanos, diciendo que Tiberio se vio obligado a proceder con rigor contra ellos, presionado por los senadores, a los que llamaba «clientes de Sejano»; defensa, desde luego, inaceptable, porque Tiberio sabía hacer lo que le parecía bien, aun contra el criterio del Senado, que, por cierto, sólo una vez en todo el reinado se atrevió a estar en desacuerdo con el emperador. Además, la muerte de Sejano y de los senadores que le seguían hubiera, de ser cierta esta versión, cambiado la actitud rigurosa de Tiberio contra los hijos de Agripina; y hemos visto que no fue así; y que su odio —sin senadores que le empujasen— sólo se detuvo en la muerte.

La intervención decisiva de Antonia y la hipócrita conducta de Calígula explican, pues, no sólo el que éste se salvara, sino el que fuera asociado, en la herencia del imperio, al nieto directo del César, Tiberio Gemelo; y con un rango preferente. Tiberio, en su testamento, hecho dos años antes de morir, nombraba, en efecto, a ambos jóvenes herederos, estableciendo que mutuamente se sucediesen con arreglo a su diferente edad, es decir, dando a Calígula la preferencia por tener más años. Pero esta diferencia era pequeña: Calígula tenía 25 y Tiberio Gemelo 18. Las razones de protocolo de la edad no hubieran sido obstáculo para haber preferido, de quererlo, al más joven que, además, era su más directo sucesor. Puede, por lo tanto, pensarse que hubo otro motivo de más fuste; y este motivo hay que buscarlo en la influencia de Antonia. ¡Quién sabe si en la relativa preterición de Tiberio Gemelo influyeron también los rumores que corrían por Roma, de que no era hijo legítimo, sino fruto de los amores de Livila con Sejano, de aborrecida memoria!

La moral de Sejano

Sejano era ese prototipo del ambicioso, más que malo, amoral, que aparece en todas las cortes corrompidas.

Era audaz, generoso, fuerte
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y de aspecto agradable. Fue un gran conquistador: «el amante de las mujeres de todos los ciudadanos ilustres», nos dice Dión; y a todas —como los estudiantes a sus novias, o los soldados a las criadas; y, también, Don Juan Tenorio a sus víctimas— las hacía caer en sus redes prometiéndolas que se casaría con ellas.

No hay en su vida indicios de que cometiera otras torpezas que aquellas de las que es capaz cualquier botarate en un medio social corrupto. Al fin se despeñó por el abismo de la ambición; pero no debemos culparle excesivamente. Si persiguió a los hijos de Germánico, es evidente que lo hizo sirviendo, por lo menos al principio, los designios de su amo y señor. Si fuera cierto que conspiró contra éste, habría que pensar antes que reprocharle, en los motivos de su rebeldía. En la Historia, muchas conspiraciones han sido moralmente justas: porque la ley no coincide siempre con la virtud y con la razón. Probablemente no pocos hombres rectos de hoy hubieran sido también conspiradores al lado de Sejano. Por lo menos, ante este pleito, ya fallado por la Historia, nuestra piedad se inclina más hacia el conjurado que pagó con su martirio su culpa, que hacia el príncipe resentido y cruel que murió de viejo en su casa.

La ley monstruosa

Mientras Tiberio aguardaba en Capri las noticias de Roma, rodeado de sus pretorianos y con un barco con las velas tendidas y los remeros en sus bancos, listos para huir, si su plan hubiera fracasado, Sejano era descuartizado por la eterna y abominable barbarie del populacho.

Sus pecados los pagó en esta vida. Y hay un último episodio, en la historia de su castigo, que le absuelve de todo y que le habría absuelto aunque hubiera sido mil veces peor; el episodio más tierno y el más inhumano de esta historia tremenda, cuya versión tacitiana ha corrido por tantos libros, pero que se debe contar otra vez y con las mismas palabras inmortales: «Aunque la cólera del pueblo empezaba a declinar porque los primeros suplicios habían calmado ya los espíritus, se resolvió actuar contra los últimos hijos de Sejano. Se los llevó a la cárcel. El hijo preveía su fin. La hija estaba tan lejos de sospecharlo que preguntaba a todos que cuál era su culpa y que a dónde la llevaban; y añadía que no lo haría más, como los niños a los que se quiere castigar. Los autores de estos tiempos refieren que, como las vírgenes no podían sufrir la muerte de los criminales, el verdugo violó a la niña inmediatamente antes de ahorcarla. Después de estrangulados, los cadáveres de los dos hermanos fueron arrojados a las Gemonías».

Muchos historiadores, a partir de Voltaire, han puesto en duda este alucinante crimen. Pero con la misma razón podríamos negar todo lo demás que Tácito nos cuenta y no sólo lo que no nos conviene creer. La lógica de las almas es tan favorable a admitir el bárbaro atentado de Tiberio, que pensamos que, si no fue verdad, pudo serlo; porque Tiberio era capaz de los crímenes más monstruosos por atenerse a la letra de la ley. Su justicia era la del puritano, que es siempre un mal juez. Por eso Montesquieu, comentando este pasaje, escribió las palabras que la Revolución hizo famosas: «Tiberio, para conservar las leyes, destruyó las costumbres». Pero muchos años antes que él lo había dicho un gran comentarista español de Tácito, Álamos de Barrientos, que anota el margen de esta misma página:

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