Read Tiberio, historia de un resentimiento Online
Authors: Gregorio Marañón
Tags: #Biografía, Historia
Que esta austeridad oficial no estaba compensada por aventuras clandestinas parece igualmente cierto, pues no se encuentra la menor alusión a ellas en aquel hervidero de chismes y fáciles calumnias que dan carácter tan particular a su reinado. Sólo Suetonio alude a una cierta Mallonia, «a la que había seducido Tiberio —ya viejo— y que se negaba obstinadamente a sus vergonzosas peticiones»; pero esta referencia forma parte de las acusaciones de libertinaje y degradación de última hora, en Capri, que no podemos aceptar.
Concluimos, pues, que Tiberio era un tímido sexual como lo son otros muchos resentidos; que pueden serlo precisamente por su timidez. Esta timidez, aliviada a la sombra de la conformista Vipsania, se desplomó cuando fue sustituida en el tálamo por la impetuosa Julia, que era el prototipo de esa mujer brillante, exigente y de notoriedad pública que no sólo aterra a los tímidos, sino que puede hacer tímidos a los que no lo son.
Esta frecuentísima anomalía del instinto afecta mucho a los hombres de gran talla como Tiberio; y también a los zurdos, y sabemos que nuestro personaje lo era. Suetonio, en efecto, dice que «su mano izquierda era más fuerte y ágil que la otra». Es muy importante este detalle de la zurdera. Hirschfeld, y yo mismo, hemos descrito su frecuencia en los hombres con anomalías del instinto, como la homosexualidad o la timidez, que tienen algunas de sus raíces comunes, por lo que, no raramente, se confunden por las gentes. Tiberio no fue homosexual y milagrosamente no se le achacó este sambenito, que es una de las primeras injurias que ha de sufrir todo hombre público antipopular. Es, por el contrario, Tiberio, si no me equivoco, el único de los Césares, incluidos Julio César y Augusto, a quien no se le imputó tal pecado, salvo las calumnias de última hora en Capri, desprovistas de valor. Leonardo da Vinci es otro zurdo inmortal de quien se ha dicho también que fue pecador nefando; y, en realidad, fue sólo un tímido
[10]
.
Pero hay, además, un pasaje de Tácito, oscuro y muy discutido, que a mi juicio se aclara con esta hipótesis. Es aquel en que el gran historiador refiere que Julia, que, como hemos visto, al principio buscaba a Tiberio, años después alegaba que el matrimonio «era desigual». Según el gran historiador, «los desprecios» de Julia, que se derivaban de esta actitud, fueron la causa principal de la retirada a Rodas del marido. ¿Cuáles eran estas razones, estos desprecios, que hacían a Julia huir de su marido y a éste, retirarse a una isla, lleno de humillación? Baker rechaza, con razón, la hipótesis de que el desprecio se fundara como algunos insinúan, en la diferencia de sangre, pues no era la de los julios ni mucho menos, más aristocrática que la de los claudios. Los julios se habían hecho rápidamente ilustres por las hazañas de Julio César y los triunfos de Augusto. Era, pues, su aristocracia improvisada; y por ello cuando Marco Antonio atacaba a Augusto, le echaba en cara que su bisabuelo era un liberto y su abuelo un usurero; y que otro de sus antepasados fue un africano, panadero y vendedor de perfumes. Aun después de ser considerada como «divina» la estirpe juliana, los verdaderos aristócratas la miraban con el tácito desdén que inspira siempre a la antigua, la nobleza nueva. En Séneca encontramos unas palabras que, sin duda, se refieren a esto cuando dice que «hay que desconfiar de los que al hablar de sus antepasados, cuando les falta un hombre, ponen en su lugar a un dios». Una divinidad naciente es menos, para el orgullo del noble, que una aristocracia vieja. Los julios no podían, pues, mirar con desprecio a los claudios de rancia tradición; y menos que ninguno, Julia, viuda de Agripa, tan plebeyo, que Calígula se avergonzaba de descender de él, «a causa de la bajeza de su origen».
Es seguro que la actitud despectiva de Julia se fundaba en sus relaciones íntimas con Tiberio. Por este tiempo Julia escribió a su padre una famosa carta, injuriosa contra su marido. Baker ha supuesto que en ella se relataban abominaciones y anormalidades como las que después se le achacaron en Capri; y añade que es posible que fuera del texto de esta carta y no de las Memorias de Agripina II, la madre de Nerón, como generalmente se cree, de donde Suetonio se informó de los delirios sexuales y sádicos de Tiberio, que han cubierto de deshonor el recuerdo de este príncipe. Pero todo esto es suposición gratuita. De la carta sabemos sólo que era injuriosa para el marido y que en ella Julia justificaba, ante su padre, el desprecio que sentía hacia él y, a la vez, en cierto modo, su propia conducta más que irregular. Se dijo en todas partes que el redactor de la misiva fue S. Graco, el amante de corazón de Julia, que debía de conocer bien todos los secretos de ésta, después de tantos años de adulterina complicidad. Mucho más lógico que imaginar que la carta contuviese relatos de anormalidades y extravagancias sexuales de las que hasta entonces nadie había podido acusar a Tiberio, es suponer, sencillamente, que Julia delataba la incapacidad conyugal de su marido. Los monstruos son raros; los tímidos e impotentes, numerosos; y el historiador de la vida de los hombres, entre las dos hipótesis, debe elegir, no la más divertida para el lector, sino la que tenga más probabilidades humanas de ser cierta. Hay otro dato, interesante, aunque indirecto, que apoya mi modo de pensar, y es que fue Tiberio, siendo ya emperador, quien estableció la incapacidad para procrear de los sexagenarios, gran disparate biológico fundado probablemente en su propia experiencia de hombre tempranamente débil.
Otra hipótesis que me parece debe ser considerada y no lo ha sido todavía es que Julia sintiese aversión por las úlceras y costras que ya por entonces empezaban a llenar la cara y el cuerpo de Tiberio. Él mismo se sentía avergonzado de ellas. Luego veremos que estas lesiones, tal vez, leprosas o sifilíticas, eran de horrible aspecto y repugnante olor.
En este instante de la tragedia conyugal sobreviene el citado episodio —de máximo interés para nuestra demostración— de la retirada de Tiberio a Rodas. Más adelante explicaremos que existieron, desde luego, razones políticas que contribuyen a esta extraña fuga. Pero veremos también que la génesis de la huida está principalmente ligada a razones de orden biológico: el resentimiento de Tiberio, pasión que tantas veces se expresa por la tendencia a la fuga, en demanda de la soledad; y además, los motivos de orden sexual que estamos comentando. Ya los indica Tácito, el mejor experto del alma humana entre todos los historiadores de la época. Tiberio estaba, sin duda, herido por el ambiente escandaloso en que le colocaba su mujer; y sobre ello, le impelía a huir el temor que le inspiraba un tálamo inexpugnable a sus esfuerzos. Es muy significativo que cuando Tiberio llevaba cuatro años retirado en la isla, Augusto, cerciorado de la disolución moral de su hija, fulminó contra ella el destierro y el divorcio; en cuanto lo supo, Tiberio escribió varias cartas a su suegro rogándole que atenuara el rigor de la sentencia. Se atribuye esta actitud del burlado marido a su bondad; pero era sólo alivio de su pesadilla, que quedaba disipada con el alejamiento de la esposa. Lo prueba el que no perdonó jamás a ésta; cuando subió al principado, no sólo no la libertó, sino que aceleró su desesperación y su muerte. Su ánimo de varón temeroso respiró con alegría al saber que estaba libre de la exigente esposa; y a poco, ya confortado, solicitaba volver a Roma.
A partir de este instante, nadie vuelve a hablar de amores legales o ilegales, normales o no, de Tiberio, hasta su retirada a Capri, el año 26 d.C. cuando tenía ya 67 años. Entonces surge la visión de la sexualidad desenfrenada del César, que merece ser considerada con algún espacio.
La mayoría de los defensores de Tiberio, a partir de Voltaire, atribuyen estas locuras del anciano a calumnias del procaz Suetonio. Olvidan que otro historiador, que muchas veces aprovechan ellos mismos como autoridad para sus apologías, Dión, dice explícitamente de Tiberio que «los amores incontinentes que demostró por los hombres como por las mujeres del más alto nacimiento, le granjearon el desprecio general»; y, añade, que su amigo Sexto Mario fue acusado de incesto en venganza de haber alejado a su hija del César, porque temía que fuese deshonrada por él. «Estos escándalos le valieron el reproche de infame». No dicen, pues, la verdad los historiadores modernos al asegurar que Dión no alude a los escándalos sexuales de Tiberio, pues, como vemos, habla de ellos y con rigurosa claridad. Sin embargo, es Suetonio, desde luego, el principal autor de la leyenda, en su pintura, de bárbara crudeza, de una serie de cuadros eróticos y sádicos que tenían por escenario salas obscenamente decoradas en los palacios de Capri o las grutas maravillosas de la isla; y por protagonista, el viejo libidinoso y sanguinario y un coro de mujeres núbiles y de mancebos y niños
[11]
.
Son de todos conocidos estos cuentos que durante siglos y siglos han inquietado el sueño de los jóvenes estudiantes de humanidades.
Yo soy de los que creen en la absoluta inverosimilitud de tamaños desafueros. Pero no por las razones que dan, como puestos de acuerdo, los historiadores, a saber, la imposibilidad de que un hombre que había vivido en un régimen de austeridad física y de casi absoluta castidad se lanzase al desenfreno y a las fatigas eróticas que nos describe Suetonio, en una edad en que ya se busca, por lo común, tomar tranquilamente el sol sentado en un banco y encomendar el espíritu a la divinidad, como hacía en Yuste nuestro Carlos V; y también, probablemente, Tiberio en Capri. El argumento que comentamos aparece por primera vez en Voltaire y después en su secuaz Linguet. La Harpe refutó a Voltaire, aunque sin nombrarle, a través de Linguet, inocente liberal que sirvió para muchas cosas, de cabeza de turco y que al fin vio rodar la suya en el cadalso. La Harpe, con su experiencia de abate, debía conocer los misterios del amor harto mejor que el vanidoso Voltaire; y muy justamente apunta que el joven fuerte no tiene necesidad de esas diabluras para gozar de sus horas de amor; el amor más puro es siempre el del más fuerte; y son los débiles y, por lo tanto, los ancianos, los que precisamente han de recurrir, cuando han perdido la cabeza, a las mayores extravagancias para proseguir la carrera de obstáculos del amor. Los médicos tenemos dolorosa experiencia de cómo pueden caer en estos desvaríos incluso hombres que fueron modelo de continencia hasta la extrema vejez. El caso más escandaloso de perversión sexual que yo he conocido ocurrió en un hombre absolutamente respetable por su vida ejemplar hasta que transpuso los 70 años; a partir de esta edad, su instinto descarrió.
Pudieron, pues, ser ciertas en una fase anormal de la senilidad, estas locuras de Tiberio y ser perfectamente compatibles con la continencia de su juventud y de su madurez. Pero es menos que probable que lo fueran. Porque Tiberio fue un tímido sexual y, quizá, desde joven un impotente. El tímido, jamás deja de serlo; y nunca cambia su habitual recato por las orgías espectaculares que nos describe Suetonio, en una edad en que los motivos de la inhibición del instinto aumentan con la física decadencia. Además, la melancolía y el resentimiento implacables que amargaban su alma cuando se retiró de Roma, son incompatibles con esas bacanales escenográficas.
Mi escepticismo no se funda, pues, en razones sentimentales, que no siento, de admiración incondicional al César; ni en la pueril argumentación de Voltaire y de otros tiberiófilos; sino en los motivos psicosexuales y sociales a que me acabo de referir.
¿Cuál es, entonces, el origen de la versión del Tiberio corrompido? A boca de jarro se advierte que los episodios de Capri son una leyenda y no tomados ni de las Memorias de Agripina II ni de la carta de Julia I a Augusto, sino creados por la imaginación popular. Son una verdadera «leyenda punitiva», con la que la sociedad castigó a un hombre que era por otros motivos odioso; y le castigó, como suele hacerlo el alma arbitraria de la muchedumbre, por boca de la cual habla Suetonio: con la exageración de sus vicios y con la invención fabulosa de otros nuevos. Más adelante veremos la relación que existe, en la mente popular, entre los desórdenes sexuales, esta vez falsos, y la crueldad, en este caso innegable.
La posteridad ha absuelto, aunque con reservas, a Tiberio de tales infamias. Lo que no es justo es que la absolución arrastre la de otras culpas que seguramente cometió y de las que, precisamente, esa leyenda es un castigo.
El epílogo de la vida de Julia es atroz. Cualesquiera que fueran sus pecados, y no los hemos encubierto, nos repugna la fría contumacia del rigor de su padre; y se piensa que tal vez acierten los que suponen que junto a la licencia de sus costumbres debía haber otros motivos quizá políticos, para explicar el furor paterno. Plinio dice que «Julia tenía propósitos parricidas». No parece verdad; pero sólo así se concebiría la incoercible furia imperial. Suetonio dice que Augusto pensó primero en matarla; pero al fin se contentó con enviar a la adúltera a la isla _andataria (2 a.C.) adonde la siguió valerosamente Escribonia, su madre, humana y generosa.
El destierro de aquella época no siempre suponía una gran mortificación física. Se elegían, a veces, para sufrirlo, no rocas sedientas, sino las islas encantadoras del Mediterráneo, las mismas que hoy buscan para su placer y diversión los hombres ricos de los continentes, como nuestras Baleares. En una de éstas cumplió su exilio, bajo Tiberio, Votieno Montano, el escritor; y presumimos que soñaría y crearía, bajo su cielo azul, sin excesivas amarguras, como siglos después, Chopin. Las comodidades que en el destierro tenían los personajes de un cierto rango eran, en ocasiones, tan grandes, que Séneca pudo decir que «el viático de algunos desterrados de hoy es más elevado que el patrimonio de los poderosos de antaño». Mas para Julia, el destierro no fue así. Se le prohibió toda comodidad, incluso el vino y el trato con ningún hombre, tal vez la máxima pena para ella: hasta con sus esclavos. Cinco años después pasó desde la isla a Régium, donde murió a poco del asesinato de su último hijo, Agripa Póstumo, el año 14 d.C. Desde algún tiempo antes se sentía muy enferma del estómago, reliquia tal vez de las largas noches de orgía, sin encontrar alivio con los extractos de plantas que la recomendaban sus médicos.
En las horas interminables de su destierro, recordaría su vida anterior como la recuerdan los desterrados: como si fuera otra vida; la vida maravillosa de otra Julia, ante la cual el mundo entero se prosternaba. Recordaría, sobre todo, aquella entrada suya en el Jerusalén legendario, al lado de su marido, Agripa, el mejor general de Roma. Y con esa clarividencia con que se comprende el destino en las horas de la desgracia irremediable, se daría cuenta de que en este mundo todo es absurdo y todo es lógico a la vez; la apoteosis y la persecución, bazas contrarias del sino que rige nuestra existencia bajo la influencia, inaccesible a la lógica humana, de los designios de Dios. Acaso lo único que no comprendería del todo sería la ira inextinguible de su padre, que no sólo no la quiso perdonar jamás, sino que, proyectando el rencor hasta después de la tumba, prohibió que ella y su hija, la otra Julia, también llena de pecados de la carne flaca, fueran enterradas en el mausoleo imperial.