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Authors: Gregorio Marañón

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Tiberio, historia de un resentimiento (11 page)

BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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La virtuosa Livia era, sin embargo —y es interesante anotarlo— muy poco gazmoña; como lo son muchas de estas mujeres castas a toda prueba; posiblemente porque la frigidez las preserva de la tentación. Cuenta Dión, por ejemplo, este rasgo que completa su psicología: un día conducían al suplicio a unos hombres por el delito de andar desnudos; Livia los vio pasar e intercedió por ellos, logrando que los perdonasen con el argumento de que, si era un delito el desnudo en el cuerpo humano vivo, por la misma razón debía serlo en las estatuas. Esta identificación entre las estatuas y los cuerpos vivos contribuye a explicarnos su castidad.

Nadie discute sus virtudes. Pero ocurre pensar que, puesto que la leyenda las respetó y alabó y las hizo llegar hasta nosotros porque eran ciertas, también debieron serlo los defectos que esta misma leyenda nos ha trasmitido. La austeridad de su vida está tan vacía de cordialidad que paraliza nuestra admiración. Sólo la virtud inflamada de amor tiene la eficacia del ejemplo; y la virtud de Livia nos parece del mismo mármol de sus estatuas. Fue rigurosamente fiel a Augusto, lo cual era ya mucho en aquellos tiempos, de los que Séneca pudo decir que «la forma de matrimonio más decente era el adulterio». Mas su fidelidad tiene el pecado original de su matrimonio con Augusto, que se hizo a costa de la deshonra y de la infelicidad de dos seres: el primer marido de ella y la primera mujer de Augusto, Escribonia, repudiada por aquél, para conseguir a la rival antes de que acabara su sospechoso embarazo. Debemos unas palabras a esta mujer, que pasa por el segundo término del escenario histórico rodeada de leve y fugitiva claridad.

La tragedia de Escribonia

Con razón llama Baring-Gould, a la maniobra conyugal que desahució a Escribonia, «deshonrosa y cruel». Los antecedentes de Augusto en los asuntos de amor eran, en verdad, poco románticos. En los años de su lucha por el poder utilizó el matrimonio como ayuda de sus ambiciones, con cinismo que aún para la moral de la época nos parece, ahora, excesivo. Estuvo, en efecto, prometido por pura conveniencia con la hija de Servilio Isaurico; pero, antes de cumplirse la coyunda, repudió a la novia para prometerse de nuevo con Claudia, hijastra de Marco Antonio e hija de Fulvia. Esta unión con Claudia tenía por designio aliarse con Marco Antonio; mas la fiereza de la presunta suegra, Fulvia (Fulvia fue la que traspasó con un punzón la lengua de Cicerón, después de muerto) se mostró de modo tan precoz y vehemente que Augusto, pese a todas las conveniencias, le devolvió a su hija antes de la boda. Entonces se casó con Escribonia; y tampoco por amor, sino porque su hermano, Lucio Escribonio Livo, era un gran personaje del partido de Pompeyo y su amistad convenía a los planes del interesado novio.

Era Escribonia una de las raras mujeres virtuosas —con virtud humana y no solamente romana— que pasan por los anales de la época de los Césares sin una sola mancha. Cuando las razones políticas que le unieran a ella desaparecieron, Augusto la arrojó de su lado, con la misma naturalidad que a sus prometidas anteriores. Además, estaba ya preso por el amor a Livia, que esta vez parece sincero, salvo lo que pudiera tener de conveniencia, el unirse, para servir a sus ambiciones con una mujer de la aristocracia.

Escribonia fue de todas sus esposas la única que le dio sucesión. Pero ni su virtud ni su fecundidad le valieron. Tuvo el egregio marido la vileza de declarar por escrito que la dejaba, decepcionado por su carácter insoportable; e insinuó que sus costumbres no eran enteramente limpias, infamando así su desgracia, cuando era notoria su absoluta honestidad; sin que su edad, ya no juvenil cuando se casó, ni su mediocre belleza disminuyan los méritos de su virtud, pues en la corte romana —y en todas— la posición política de una mujer como ella hubiera justificado, más que todas las gracias, la atracción de los que buscan en el amor pretexto para su buena fortuna.

La triste esposa humillada desaparece de escena, llena de dolor y de dignidad. Para nada vuelve a figurar su nombre en aquella inmensa oleada de maledicencia que llenó el reinado de Tiberio, hasta que su hija Julia fue desterrada por impúdica, el año 2 a.C. Entonces, surge Escribonia de nuevo, y su conducta, iluminada de caridad, contrasta con la inhumana de Augusto. En éste, la condición de padre no atenuó el rigor bárbaro del castigo. Para Escribonia, la deshonra de su hija fue un motivo más de sentirse madre; y la acompañó en el destierro impiadoso hasta su muerte, quince años después. Nos repugna la severidad farisaica con que Augusto castigó el impudor de su propia hija, sobre todo teniendo en cuenta que él, en estas materias de amor, no hubiera podido tirar la primera piedra. Ya hemos hablado de sus frecuentes adulterios; fue sospechado hasta de homosexualidad, de corrupción de menores y de incesto; seguramente por malicia de sus contemporáneos, pero malicia fundada en la vida notoriamente libertina de su juventud y de su madurez. Era aquélla tan pública que cuando dio las leyes para moralizar las costumbres hubo en el Senado innumerables chistes y burlas, porque todos pensaban que tales represiones debían, en justicia, empezar por el propio César. La moral de Augusto está muy por debajo de su genio de gobernante.

La ambición de Livia

Volvamos a Livia. Todos los indicios concuerdan en que ella fue, a costa del sacrificio de Escribonia, la que maquinó ambiciosamente el trastrueque de Claudio Nerón, su marido, viejo y sin porvenir, por el joven triunviro que en aquel año, 38 a.C. caminaba ya, con inequívoca firmeza, hacia la conquista del poder. Si quiso después o no a su nuevo esposo, con amor o con simple estimación, no nos es lícito afirmarlo; en todo caso, nos basta consignar que le respetó. Pero el carácter de ella y la misma tolerancia, casi la complacencia, con que cerraba los ojos a los devaneos del César son datos harto sospechosos de que todo, hasta su amor, si lo hubo, lo puso a la disposición de su pasión cimera, que fue la ambición. Cuando le preguntaban, ya viuda, los medios de que se había valido para conservar durante tan larga convivencia la buena armonía con Augusto, daba como una de las razones el «que pasó siempre por alto sus infidelidades»
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Ésta es una de las claves de su alma. Si una mujer responde a los deslices de su marido con obstinada virtud y además con un disimulo ostentoso de las faltas conyugales, es, casi siempre, porque es éste el doble precio de la captación absoluta de la voluntad de aquél; y, desde luego, indicio también de debilidad en el amor. Toda la vida afectiva y sexual de Livia da, además, la impresión de que padeció un defecto, común a muchas mujeres ambiciosas, la frigidez. Desde la altura de la frigidez, la mujer, intacta, invulnerable a la entrega generosa del alma que supone el verdadero amor, utiliza sus atractivos en pura ventaja para sus ambiciones.

Todos los autores, antiguos y modernos, reconocen que la ambición de Livia fue el eje de su alma. Las circunstancias, es cierto, favorecieron esta pasión. Es posible que en ninguna otra época de la historia haya estado el destino de los pueblos tan en manos de la mujer como en la de los Césares; y la razón es que entonces alcanza uno de sus momentos culminantes la categoría legítima de la mujer, la maternidad. Para el romano, la mujer era, ante todo, madre y alma del hogar; y por esto logra también uno de los momentos de apogeo de su capacidad de seducción frente al hombre. Por eso, también, aparecen los excesos de esta seducción, los casos de dominación imperativa, como Livia o como Agripina I, o de donjuanismo femenino como las dos Julias o como Mesalina. Aquí está el secreto de la insensatez del feminismo. Cuando la mujer pretende igualarse socialmente al varón, es evidente que todo lo que gana en influencia externa lo pierde en influjo íntimo sobre el hombre. La mujer emancipada ha dejado de ser la posible esclava del varón, pero a la vez ha dejado también de ser su posible dueña. Se ha convertido sencillamente en su rival, negocio en el que la mujer, casi siempre, sale perdiendo.

De aquí el que los momentos de auténtica influencia histórica de la mujer no son los de su mando directo, sino aquellos otros en que, aparentemente disminuida, utiliza como instrumento al hombre. Entonces, como ocurría en Roma, es cuando surgen en el sexo débil las grandes voluntades de mandar; y también las grandes capacidades; y cuando, en familias enteras, se invierten las habituales normas, y vemos, de generación en generación, el espectáculo del varón recio sometido a la mujer muy femenina. En ninguna otra época como en la que él vivió, hubiera podido decir Catón su frase famosa de que «los hombres manejamos el mundo, pero las mujeres nos manejan a nosotros».

Livia, como tantas otras romanas de su siglo, fue un ejemplar memorable de esa impetuosa ambición de poderío femenino, la que se ejerce utilizando al varón, cuyo símbolo era el gallo de la cresta erecta que surgió del calor de su seno adolescente y que el horóscopo de las estrellas destinaba a reinar. Esta ambición se fortalece en la mujer con los años, porque los años la acercan a la condición varonil; así como en el hombre, pasada la madurez, suele atenuarse el instinto de mandar a los demás, a medida que se amortigua el ímpetu de su condición masculina; es entonces, en este tiempo de la cordura, cuando el hombre medio se entera de que la gran conquista es la de las propias pasiones; y la de los otros hombres interesa menos cada vez.

La fortaleza de carácter de Livia era tal que asombró a Roma cuando murió su hijo Druso I, el preferido. Séneca nos dice que su dolor fue inmenso, pero que, en cuanto el cadáver amado fue depositado en la tumba, la madre recogió su desesperación para no incomodar con sus llantos a Augusto y para no robar un solo instante a sus quehaceres
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Ayudaba, sin duda a esta energía del espíritu su salud física, que se hizo legendaria: Ovidio la dijo: «La enfermedad te respeta y guardas en tu seno la castidad». Y su nieto Calígula, menos líricamente, la llamó «Ulises con faldas».

Habilidad de Augusto. La súplica en la noche

El ansia de dominación de Livia se aplicó enteramente al empeño de hacer triunfar su raza, la de los claudios, sobre la raza rival de los julios, la de su propio esposo. Pocas cosas dan idea de la insuperable calidad de político de Augusto como el tacto supremo con que supo hacer convivir esta actitud de su mujer con la paz conyugal. Mantener este juego un día y otro, durante 50 años, con la persona que compartía la vida en el hogar y las noches en el tálamo, supone más diplomacia y más energía que conseguir la paz entre los pueblos innumerables que formaban el imperio de Roma. Muchas veces Augusto, en las horas de rumorosa intimidad conyugal, cedía, sin duda, ante la sugestión física de aquella mujer, que manejaba sus encantos como su espada el gladiador. Dión nos cuenta que una noche, cuando la conjuración de Cinna, el César no podía dormir de inquietud. Entonces, la voz de la sirena suena en su oído: «¿Qué te pasa, Augusto?» ¡Ya lo sabía ella, que probablemente había preparado el complot en beneficio de Tiberio! El diálogo siguió, entrecortado, en la oscuridad, hasta que ella le convenció de que usase de la clemencia con los conspiradores. En esta nocturna intimidad debió resolver otros muchos asuntos, igual que el de Cinna, en su provecho.

Era público que Augusto pedía constantemente consejo a su mujer en los momentos graves de su vida oficial. En la rueca de la princesa se hilaba, no sólo la túnica del esposo, sino el destino del imperio. Livia, dice Dión, «se ocupaba de los asuntos como si ella tuviera el supremo poder». A veces llevaba su intromisión hasta la ostentación impertinente, pues aparecía ante el pueblo «en los momentos de inquietud y tenía por costumbre exhortar públicamente a la multitud y a los soldados». Pero Augusto, milagrosamente, supo hacer compatible esta colaboración abusiva con la preferencia, irreductible, de cada esposo por cada una de las dos ramas imperiales.

Psicología de la última etapa de la lucha de castas

Parecía que, muerto Augusto y logradas las ambiciones de Livia y de Tiberio, la lucha entre julios y claudios debía terminar. Pero no fue así. Sólo cambió de sentido. Ya no fue la pugna de los julios poderosos contra los claudios aspirantes a la dominación; sino la de los claudios, dueños de los resortes del mando, contra los julios, momentáneamente vencidos. Además: a partir de este momento, aparece una modalidad psicológica importante en la actitud de los protagonistas. Tiberio, unido hasta entonces a su madre por la común ambición y separado de ella por el resentimiento, al morir Augusto y desaparecer la razón de la alianza, puesto que el poder estaba ya logrado, acentúa la animadversión contra la madre adúltera, contra la que hirió la dignidad del padre. Cada año de la vida de Tiberio, ya emperador, señala una oleada nueva de resentimiento contra la madre injusta. Se ve claramente que, liquidada ya la cuenta social, queda exenta y viva en el recuerdo, cada vez más neta, la imagen del padre retirado y vencido, mientras «ella» corría a la fortuna en brazos del mozo engreído y ambicioso. El abismo que separa a la madre y al hijo se ahonda cada día más. Y cuando Livia muere, Tiberio condensa en su solo gesto el medio siglo de su resentimiento; él, que siendo todavía un niño había pronunciado con amor y respeto infinitos el elogio de su padre muerto, ahora se niega, en una carta helada, a asistir a los funerales de su madre.

Bajo estos auspicios continúa la larga batalla. De la familia de los julios quedaban vivos el último nieto de Augusto, Agripa Póstumo, que rumiaba su estupidez en el destierro, y Germánico, el sobrino e hijo adoptivo de Tiberio, casado con Agripina I y lleno de hijos. Cada uno era un peligro para la sucesión de Tiberio, que sólo tenía un descendiente, Druso II. En torno de ellos se entabló la última etapa del combate.

A pesar de las atenuaciones de los historiadores tiberiófilos no puede borrarse la impresión de que Livia y Tiberio se aplicaron afanosamente a exterminar o a ayudar al espontáneo exterminio de todos estos personajes, posibles enemigos de su casta. A la distancia se percibe confusamente lo que en esta extinción hubo de intencionado y criminal y lo que hubo de esa fatalidad misteriosa que tantas veces sirve de cómplice a los grandes desafueros humanos.

Muerte y resurrección de Agripa Postumo

De Agripa Póstumo hemos hablado ya. Pero ahora debemos terminar su historia, que es, por cierto, de las más tenebrosas de la vida de Livia y de Tiberio. Las intrigas de Livia consiguieron, como se ha dicho en el capítulo anterior, que Augusto se indispusiera con su nieto; sabemos, por ejemplo, que Julio Novato y Casio de Padua, probables agentes de los claudios, hacían circular cartas de Agripa Póstumo contra el César que luego resultaron falsas; pero de momento tuvo éxito la intriga, pues Augusto, enojado, desterró a Agripa, a favor también de la notoria insensatez de éste. Mas a última hora se dijo que el César, arrepentido de su decisión, tuvo una entrevista con el desterrado en la isla Planasia, a la que asistió también Fabio Máximo, hombre de confianza del emperador. El abuelo y el nieto se reconciliaron y lloraron juntos. A pesar del misterio con que Augusto hizo este viaje sentimental, Livia lo supo por Marcia, la mujer de Máximo; y la indiscreción costó la vida a su marido, pues el César, que conocía el odio de Livia hacia su nieto, había querido tener a toda costa en secreto la entrevista y no soportó su violación. Los detalles con que nos cuenta Tácito este episodio están tan llenos de realidad que hacen difícil poner en duda que, en efecto, Augusto pretendió a última hora rehabilitar al infeliz Agripa.

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