Read Tiberio, historia de un resentimiento Online
Authors: Gregorio Marañón
Tags: #Biografía, Historia
Hay que convenir que, en este caso, el azar, combinado con la torpeza de los hombres, dispuso, sin embargo, las cosas de tal suerte que la sospecha del asesinato tenía que convertirse inevitablemente en certeza en la mente apasionada de los romanos. Primero, la vieja historia de la lucha de Livia y Tiberio contra los julios y la sospechosísima desaparición sucesiva de todos los representantes de la casta heroica y democrática, desde Marcelo II a Agripa Póstumo. Segundo, el brusco traslado de Germánico, desde su mando de las legiones, al Oriente, tierra remota, llena de promesas de gloria, pero también de misterios y traiciones. Tercero, el nombramiento de gobernador de Siria en la persona de Pisón, hombre honesto, pero violento y antipático, muy amigo de Tiberio, que tenía el encargo de vigilar a Germánico en forma severa, como lo demuestra la afirmación de Tácito de «haber oído contar a los viejos que en manos de Pisón se vieron muchas veces papeles cuyo secreto no quería divulgar, pero que, al decir de sus amigos, contenían cartas e instrucciones de Tiberio contra Germánico». Además, Pisón estaba casado con Plancina, que pasaba por ser una de las amigas más íntimas de Livia y que salió absuelta del proceso gracias a la decidida y visible protección imperial. Cuarto, la muerte inopinada de Germánico en plena juventud, tenía 33 años, y con síntomas que la ignorancia y la malicia indujeron a interpretar como de veneno. Quinto, por fin, el que ni Tiberio ni Livia asistieron a los funerales que Roma, desolada, celebró a la llegada de las cenizas de Germánico
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el que los funerales fueran, por orden del emperador, muy modestos
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y el que, habiendo llegado a los oídos de Tiberio las quejas del pueblo por la falta de esplendor de las honras fúnebres, contestara quitando importancia a la persona del muerto en la frase siguiente: «Los príncipes mueren, pero queda la República».
Todos estos indicios produjeron una reacción de verdadera neurosis colectiva en el pueblo romano, en la que se mezclaba, al dolor por la muerte del héroe, un sentimiento de odio al emperador
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Tiberio, vencido por la ola popular, ante la que no supo nunca reaccionar, cedió cobardemente y dejó condenar, con evidente injusticia, a Pisón, que se suicidó antes del suplicio
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En realidad, el César se condenó a sí mismo ante el pueblo; porque los que acusaban a Pisón creían que éste era sólo un instrumento del emperador. La sentencia alcanzaba a los dos.
Una fuente nueva e inmensa quedó abierta desde entonces para nutrir la vena escondida del resentimiento de Tiberio.
Germánico había muerto. Pero quedaba en pie, y con vitalidad temerosa, Agripina I, cargada, además, de hijos. Desde el primer momento la simpatía del populacho los envolvió. De todo el público duelo «nada hirió más profundamente a Tiberio que el entusiasmo de la gente por Agripina; la llamaban honor de la patria, verdadera sangre de Augusto, modelo único de las antiguas virtudes». Y esta herida profunda no se desenconaría jamás. Pero todo esto pertenece ya a la historia de Agripina I que referiremos después.
Nos queda ahora por comentar la lenta ruptura de los lazos de la ambición que unía el desacuerdo instintivo e irreparable entre Tiberio y su madre. Conseguido el poder, el motivo de la alianza se desvanecía. Pero el ímpetu de dominio de Livia crecía con la edad y no se resignaba a perder su participación en el principado al quedarse viuda. Tiberio, que no había deseado el poder, una vez que lo tuvo, no quiso compartirlo con su madre. Al principio, tuvo que soportar su tutela. Pero al fin, el gallito de la cresta roja, convertido en ave de rapiña, se decidió a revolverse contra su dueña.
Suetonio describe el motivo de la ruptura, y hay en su relato tal aire de verdad que lo tenemos que admitir. Después de una disputa entre la madre y el hijo, Livia, irritada, hizo leer a Tiberio unas cartas de Augusto que hasta entonces había guardado, en las que el César «se quejaba del humor acre e intratable de su hijastro». Éste, dice el historiador, «se indignó tanto de que su madre hubiese guardado durante tan largo tiempo los documentos mortificantes, que a partir de entonces, y hasta la muerte de ella, sólo la vio una vez».
La ira de Tiberio se explica. Pocas cosas dan idea tan clara de la incapacidad para las reacciones generosas como esas exhibiciones de documentos, que un día fueron expresión de un estado de ánimo que a la hora siguiente pudo haber desaparecido. Una carta es siempre sagrada; porque es, o porque puede ser, la expresión de la intimidad de unos instantes de nuestra alma cuya fugacidad se confía a la lealtad del que la recibe; la responsabilidad de una carta —y por eso es sagrada— se evapora en el instante mismo que la sigue, como cada latido del corazón borra los latidos que le precedieron. Cuando se hace un acto público, se contrae un compromiso que sólo pueden anular otros motivos públicos también. Pero la intimidad de una carta es asilo inviolable en el que caben los motivos infinitos que impulsan a nuestro espíritu a cambiar, y no puede exhibirse nunca como un ancla que ha atado al pasado nuestra responsabilidad.
Tiberio, retirado en Capri, no volvió, en efecto, a ver a su madre. Una visita que la hizo el año 22 d.C. durante una grave enfermedad de ella, fue la postrera. Cuando el año 29 d.C. la anciana volvió a enfermar, ya para morir, Tiberio, que iba y venía sin cesar desde su retiro a los alrededores de Roma, no quiso verla y se excusó por escrito aludiendo a sus muchos quehaceres. Tampoco asistió a sus funerales y ya hemos comentado la profunda significación de esta ausencia.
«Madre imperiosa» la llama Tácito. Para ella, el hijo fue sólo un instrumento de dominio. Para Tiberio, su madre fue una aliada en los odios y nada más.
Cuando Tiberio, a los nueve años, pronunció en público el elogio fúnebre de su padre, debió morir en su corazón esta madre tan bella, tan fría, de una rectitud farisaica, que empezaba su juventud deshonrando a un viejo y poniendo escandalosamente en duda la paternidad del hijo que le iba a nacer.
Livia fue, sin duda, una de las causas principales de que Tiberio tuviera tan seco el corazón.
Otra mujer en gran parte responsable del inmenso resentimiento de Tiberio y de su vengativa explosión final, fue Agripina, la esposa de Germánico; tipo femenino de insuperable interés; constante agitadora de su medio humano; y madre prolífica, pues, a pesar de su corta vida matrimonial, tuvo nueve hijos, de los que vivieron seis: Nerón I, Druso III, Calígula, Agripina II, Drusila y Julia Livila. Puede considerarse a Agripina como otro ejemplar perfecto de la mujer dominante de la época de los césares; menos sutil, más violenta que Livia. El busto de Chiaramonti que comenta Baring-Gould, si no es su auténtico retrato, merecería serlo; por la expresión varonilmente agresiva de su rostro, a expensas, sobre todo, de la robusta mandíbula inferior. En las dos familias dirigentes de esta fase de la Historia de Roma, casi todas las mandíbulas fuertes, signo de energía, pertenecen a hembras
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Pero, aun más que el discutible busto, asegura nuestro juicio la descripción que hacen de su carácter los escritores contemporáneos. Tácito, partidario suyo, nos habla constantemente de «su aire altanero y alma rebelde»; del «orgullo de su fecundidad y su insaciable espíritu de dominación»; y de que «sus pasiones viriles le habían despojado de los vicios de su sexo femenino»
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observación esta última que hace honor a la agudeza psicológica del historiador.
La actuación de Agripina al lado de su marido, en la guerra de Germania, el año 15 d.C. nos da un perfecto retrato de su carácter. Tácito nos la hace ver interviniendo en los pleitos guerreros a veces tan activamente, que, por ejemplo, ella, en persona, impidió una vez que los soldados, aterrados ante un presunto ataque de los bárbaros, destruyesen un puente sobre el Rhin. «Esta valerosa mujer cumplió en tales días de pánico funciones de general». Instalada a la cabeza del puente, dirigía a las legiones, a medida que pasaban, palabras de elogio, de gratitud o de ardimiento. Su poder en el ejército «era mayor que el de sus jefes». Fue, pues, un verdadero marimacho.
Basta el episodio referido para darnos cuenta del ímpetu de Agripina, que, por esos trastrueques de la herencia, había recibido en su alma y en su cuerpo de mujer todas las cualidades de gran capitán de Agripa, su padre, que, normalmente, debieron haber recaído sobre sus incapaces hermanos. Veleio dice de Agripa que era «ávido de mandar a los demás»; que «no sufría la contemporización y pasaba inmediatamente a la decisión y a los actos»; finalmente, que «ninguna fuerza humana le pudo jamás vencer». Este retrato del general puede aplicarse sin cambiar un solo trazo a su hija. La misma anomalía de cualidades se transmitió a la generación siguiente, pues todos los hijos varones de Agripina —Nerón I, Druso III, Calígula-fueron de espíritu blando; y, en cambio, Agripina II, la futura madre del emperador Nerón, tuvo idéntica viril energía que su predecesora
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El injerto de una sangre nueva y plebeya como la de Agripa, en una de estas familias debilitadas por el poder, unas veces refresca y renueva la vieja sangre cansada, pero otras hace diabluras extrañas como la que estamos comentando.
La popularidad que dieron esta conducta y estas hazañas a Agripina, fue inmensa; y hubiera dejado en situación ridícula a su marido, de no haber tenido éste, a su vez, una enorme popularidad heredada de la que alcanzó su padre, Druso I. La gente adoraba a ambos esposos con igual amor. Pasaban en Roma como ejemplo de perfección y de conyugal convivencia. Pero casi siempre que un matrimonio se lleva tan bien, es porque uno de los esposos manda y el otro obedece. No se ha inventado ni se inventará otra fórmula para que los seres humanos vivan en paz; desde el núcleo social inicial, que es el tálamo, hasta la nación, que es suma de muchos hogares y el vasto mundo que cobija a todas las naciones. Lo que importa es que el yugo inevitable se imponga por el que manda sin insolencia, y se reciba sin humillación por el que obedece. En el hogar de Germánico es indudable que el timón estaba en las manos enérgicas de Agripina. El marido, ducho en el arte de la guerra, soportaría con hábil estrategia los excesos de la pujanza de su mujer, a cambio de su amor, que era grande y leal, y de su fecundidad deliberadamente copiosa; porque ya por entonces había mujeres que se avergonzaban de una maternidad que denunciaba sus años «y a toda costa disimulaban el embarazo, como una carga odiosa»
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Pero es seguro que muchos días Germánico tendría que echar mano, para conservar la paz del hogar, de un temple mayor que el que necesitó para vencer en sus batallas contra los bárbaros. Mas, cuando llegó el trance de morir, en el que pueden decirse todas las verdades, hasta aquellas que la conveniencia de cada día ha hundido más profundamente en los arcanos del alma, el héroe se volvió hacia Agripina, que lloraba a su lado, «y la conjuró por la memoria de él y en nombre de sus hijos a despojarse de su orgullo y a aprender a rebajar la altivez de su alma ante los golpes de la fortuna; así como a no irritar con rivalidades a los poderes supremos cuando volviese a Roma. Es evidente que el sensato Germánico aprovechó la solemnidad del instante para decir a su mujer lo que durante muchos años había callado en holocausto a la paz conyugal.
Ya en otro lugar hemos dicho que a Germánico nos impide verle en sus reales dimensiones, el resplandor apoteósico de héroe malogrado y romántico con que sus antepasados han rodeado su figura. Pero creo que yerran los que le suponen poco inteligente. Las palabras que acabamos de copiar demuestran una visión clara de la guerra sin cuartel que su mujer iba a desencadenar contra Tiberio y una certera profecía de sus fatales consecuencias. Nada muestra la agudeza del entendimiento como su capacidad para ver a distancia en el futuro. Son también estas palabras una prueba más de la generosa lealtad del moribundo hacia Tiberio, que no desmintió jamás
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En Agripina pudo más que la fidelidad a las palabras del esposo agonizante, el ímpetu de su carácter, monstruosamente agriado por la certeza de que Germánico había muerto envenenado por orden de Tiberio. Ya hemos referido esta historia y demostrado que no existió semejante crimen. Mas Germánico murió convencido de que le habían matado; y su viuda lo creyó para siempre; acaso porque sólo creemos con verdadera fe, entre las cosas de este mundo, aquellas que tememos o las que más vehemente deseamos; y lo de menos es que sean ciertas o no.
A partir de este instante, en efecto, Agripina se convirtió en la preocupación constante y cada día más enconada de Tiberio. La antigua enemistad, ya comentada, entre Tiberio y Germánico, era la preparación para la violencia actual. Ya desde los tiempos en que Germánico guerreaba en Germania a disgusto de Tiberio, las críticas de éste se fundaban en gran parte en la actitud excesiva de Agripina, en la que el suspicaz César adivinaba todo lo que había de peligroso para el porvenir; y, desde entonces, Sejano, su consejero, y enemigo mortal de Agripina, «se encargaba de envenenarle esta sospecha».
Tiberio, como buen resentido, no consideraba nunca suficientemente saldadas sus deudas. Ni la misma muerte de Germánico le hizo olvidar las agresiones y las impertinencias de Agripina. Antes bien, las avivaron las teatrales adhesiones populares que la viuda recogió al entrar en Italia con las cenizas de su esposo. Es, en efecto, muy típico del carácter de Tiberio, de sus reacciones de lenta incubación, el hecho de que seis años después (21 d.C.) Cecina Severo se levantaba en el Senado para pedir que a todo general o magistrado que fuese a provincias, se le impidiese llevar consigo a su mujer. En su discurso hizo este senador una descripción impresionante de la perniciosa influencia que la mujer ejerce sobre los gobernadores; y había en sus palabras alusiones evidentes a Agripina como cuando dice que, a veces, estas esposas dominantes «se pasean entre los soldados y dan órdenes a los centuriones»; o bien que «si se las deja, se hacen crueles, ambiciosas y dominadoras»
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